32
Es difícil que el poder inspire amor: es el dilema de todos los gobernantes.
Emperador PADISHAH HASSIK III, diarios secretos de Kaitain
El banquete Harkonnen era el más extravagante que se había celebrado en Giedi Prime. Después de sobrevivir a la severa tutela de Mephistis Cru, el barón ignoraba si deseaba pasar de nuevo por tal prueba.
—Esto cambiará la opinión que se tiene de vos en el Landsraad, mi barón —le recordó Piter de Vries con voz tranquilizadora—. No olvidéis el respeto que despierta Leto Atreides, cómo le aplaudieron por su drástica acción en Beakkal. Utilizadlo en vuestro provecho.
Tras examinar los nombres de la lista, el asesor de etiqueta se quedó horrorizado al ver que habían sido invitados los enemigos irreconciliables de Grumman y Ecaz. Era como una granada sónica preparada para estallar. Después de múltiples discusiones, el barón accedió por fin a eliminar de la lista al archiduque Armand Ecaz, y De Vries se apresuró a realizar los cambios, para que el banquete transcurriera sin sobresaltos.
Al mentat todavía le preocupaba la posibilidad de ser ejecutado después de la fiesta. Al notar la evidente inquietud del hombre, el barón sonrió para sí. Le gustaba mantener a la gente en precario equilibrio, temerosa de su posición y su vida.
Los invitados de la velada, seleccionados con el mayor de los cuidados, fueron trasladados a tierra en una lanzadera Harkonnen. El barón, resplandeciente en sus ropajes amplios que ocultaban tanto su tamaño como el cinturón ingrávido, esperaba bajo el rastrillo ornamental de su fortaleza. Centelleantes en el ocaso anaranjado y humeante de Harko City, las afiladas púas de hierro de la puerta colgaban como colmillos de dragones, dispuestos a ensartar a los visitantes.
Cuando los nobles invitados salieron de la barcaza de transporte ingrávida, el barón sonrió cortésmente y dio la bienvenida a cada uno de ellos con frases ensayadas. Cuando les dio las gracias en persona por venir, varios hombres le miraron con suspicacia, como si estuviera hablando en un idioma extranjero.
El barón se había visto obligado a permitir a los representantes un guardaespaldas armado, uno por cada noble. Mephistis Cru se había opuesto a tal concesión, pero los nobles se habían negado a ir en caso contrario. La verdad era que no confiaban en los Harkonnen.
Incluso ahora, mientras los distinguidos visitantes aguardaban reunidos en el vestíbulo de recepción, hablaban con cautela, intrigados por lo que la Casa Harkonnen deseaba en realidad de ellos.
—Bienvenidos, bienvenidos, estimados invitados. —El barón levantó las manos, erizadas de anillos—. Nuestras familias han estado relacionadas durante generaciones, pero pocos de nosotros podemos llamarnos amigos. Tengo la intención de añadir un poco más de cortesía a las interacciones entre las Casas del Landsraad.
Sonrió, con la sensación de que se le iban a romper los labios, pues sabía que muchos de los presentes habrían prorrumpido en vítores si el duque Leto Atreides hubiera dicho lo mismo. Observó a su alrededor ceños arrugados, labios fruncidos, ojos llenos de preguntas.
Cru le había escrito los comentarios, y las palabras arañaron la garganta del barón.
—Veo que esta noticia os sorprende, pero os prometo, por mi honor —se apresuró a añadir, antes de que nadie pudiera mofarse del comentario—, que no pienso pediros nada. Solo deseo compartir una velada de alegría y camaradería, para que volváis a casa con una opinión mejor de la Casa Harkonnen.
El viejo conde Ilban Richese levantó las manos y aplaudió. Sus ojos azules centelleaban de gozo.
—¡Escuchad, escuchad, barón Harkonnen! Respaldo de todo corazón vuestros sentimientos. Sabía que, en el fondo, erais bondadoso.
El barón asintió en señal de agradecimiento, aunque siempre había considerado a Ilban Richese un hombre insulso que se preocupaba por asuntos sin importancia, como las estúpidas aficiones de sus hijos adultos. Como consecuencia, la Casa Richese no había explotado de manera adecuada el declive de la Casa Vernius y el imperio industrial ixiano. De todos modos, un aliado era un aliado.
Por suerte para la Casa Richese, su primer ministro, Ein Calimar, era muy competente y mantenía ocupadas las instalaciones tecnológicas incluso en épocas de adversidad. No obstante, pensar en Calimar provocó que el barón frunciera el ceño. Los dos habían hecho negocios en diversas ocasiones, pero en los últimos tiempos el político no hacía más que importunarle acerca del dinero que la Casa Harkonnen debía por los servicios del médico Suk Wellington Yueh, dinero que el barón no pensaba pagar.
—Paz y camaradería… Un sentimiento muy agradable, barón —añadió el vizconde Hundro Moritani, cuya espesa mata de pelo negro remolineaba alrededor de su cabeza—. Es algo que ninguno de nosotros esperábamos de la Casa Harkonnen.
El barón intentó mantener su sonrisa.
—Bien, he pasado página.
El vizconde siempre añadía un tono inquietante a sus comentarios, como si un perro rabioso estuviera encadenado a su alma. Hundro Moritani, por lo general mal aconsejado, tenía la costumbre de conducir al pueblo grumman a fanáticas campañas. Se mofaba de las leyes del Imperio y atacaba a cualquiera que osara desafiarle. El barón le habría considerado un aliado si las acciones de Grumman no fueran tan impredecibles.
Un maestro espadachín pelirrojo, con el distintivo oficial de los graduados de Ginaz, estaba al lado del vizconde. Los demás nobles habían traído fornidos guardaespaldas, pero Hundro Moritani había preferido que le acompañara su maestro espadachín personal. Hiih Resser había sido el único grumman que había terminado sus estudios en Ginaz. El pelirrojo parecía intranquilo, y se aferraba a su deber como a un salvavidas.
El barón consideró las ventajas. La Casa Harkonnen no tenía un maestro espadachín devoto. Se preguntó si debería enviar sus propios candidatos a Ginaz…
Impulsado por su cinturón ingrávido, el barón condujo a sus invitados a los niveles principales de la fortaleza. Habían adornado el edificio con ramos de fragantes flores extraplanetarias, pues los arreglos florales de Giedi Prime eran «decepcionantes», según el asesor de etiqueta. Como consecuencia, el barón apenas podía respirar en sus pasillos.
El hombretón hizo un gesto, y agitó las anchas mangas como haría un caballero desocupado. Abrió la marcha hacia la sala de recepciones, adonde los criados llevaron bandejas con bebidas en vasos de cristal de Balut. Tres maestros de música de Chusuk (amigos de Mephistis Cru) interpretaban delicadas melodías con sus balisets sobre una plataforma baja. El barón deambulaba entre los invitados, mantenía aburridas conversaciones con algunos, fingía cortesía.
Y odiaba cada momento de la farsa.
Al cabo de varias copas aderezadas con melange, los invitados empezaron a relajarse y charlaron sobre los directorios de la CHOAM, la captura de animales en planetas apartados, o las detestadas tarifas y regulaciones de la Cofradía Espacial. El barón consumió dos copas de coñac kirana, el doble del límite que Cru había intentado imponerle, pero no le importó. Aquel paripé era interminable. La sonrisa le estaba haciendo daño en la cara.
En cuanto anunciaron la comida, el barón guió a los invitados hasta la sala de banquetes, ansioso por huir de aquella estéril e interminable conversación. El conde Richese hablaba sin cesar de sus hijos y nietos, como si alguien pudiera conocerlos a todos. Daba la impresión de que no guardaba rencor a la Casa Harkonnen por haberles sustituido en el negocio de la especia en Arrakis años antes. El badulaque había perdido gran parte de su riqueza debido a su incompetencia, y el hecho ni siquiera le molestaba.
Los invitados ocuparon los asientos designados después de que los guardaespaldas comprobaran que no había trampas ocultas. La mesa del banquete era una superficie elevada de madera de elacca oscura sobre la que resplandecían islas de finísima porcelana y copas de vino. La exhibición de comida era impresionante, y los olores azuzaban el apetito de los presentes.
Muchachos beatíficos de piel lechosa aguardaban detrás de las sillas, uno para cada invitado. El barón había elegido en persona a aquellos criados, pilluelos de la calle arrebatados por la fuerza y después refinados.
El inmenso anfitrión avanzó hacia una amplia silla situada en la presidencia de la mesa y ordenó que trajeran el primer plato de aperitivos. Había dispuesto cronómetros en todo el salón de banquetes, para poder ver cada segundo transcurrir. Ardía en deseos de que todo acabara…
Rabban escuchaba las conversaciones desde una habitación preparada a tal efecto. Había movido el micrófono parabólico de una boca a otra, con la esperanza de descubrir habladurías embarazosas, secretos divulgados por casualidad. El aburrimiento le daba ganas de vomitar.
Todo el mundo hablaba con mucha cautela. No averiguó nada. Rabban estaba frustrado.
—Esto es aún más aburrido que participar en la fiesta —gritó al mentat, que estaba a su lado y estudiaba los aparatos de escucha.
De Vries le miró ceñudo.
—Como mentat, no tengo otra alternativa que memorizar hasta el último tedioso momento, cada frase, mientras que vuestro pobre cerebro lo olvidará todo en cuestión de días.
—Me doy por afortunado —replicó Rabban con una sonrisa.
Vieron que servían el primer plato a través de los monitores de alta resolución. A Rabban se le hizo la boca agua, aun sabiendo que solo recibiría las sobras…, pero si ese era el precio que debía pagar por no participar en aquel parloteo irritante, sufriría con gusto. Hasta la comida fría era preferible a comportarse como un ser civilizado.
Mephistis Cru, que atendía miles de detalles sin que nadie se diera cuenta, entró en la habitación, pensando que era una despensa. Se detuvo, sorprendido al ver a Rabban y De Vries. Tragó saliva y se llevó la mano al cuello, donde gruesas capas de polvos ocultaban las marcas de los dedos de Rabban.
—OH, perdonad —dijo, recobrando la compostura—. No era mi intención interrumpiros. —Cabeceó en dirección a De Vries, a quien consideraba erróneamente un aliado—. Creo que el banquete se está desarrollando a las mil maravillas. El barón está haciendo un excelente trabajo.
La Bestia Rabban gruñó, y Mephistis Cru salió corriendo.
De Vries y Rabban reanudaron su tarea de espionaje, con el deseo de que sucediera algo antes de que terminara la velada.
—¡Qué niño más rico! —exclamó el conde Richese al ver a Feyd-Rautha. El niño rubio conocía muchas palabras y ya sabía cómo conseguir lo que deseaba. El conde extendió los brazos—. ¿Puedo cogerlo?
A un asentimiento del barón, un criado llevó a Feyd-Rautha al anciano richesiano, que le hizo saltar sobre su rodilla. Feyd no rió, lo cual sorprendió a Ilban.
El conde alzó la copa de vino, mientras sostenía a Feyd con un brazo.
—Propongo un brindis por los niños.
Los invitados brindaron. El barón gruñó para sí y se preguntó si sería necesario cambiar los pañales a Feyd, y si al viejo idiota le haría gracia ocuparse de aquella tarea innoble.
En aquel momento, Feyd lanzó un torrente de palabras sin sentido. El barón sabía que eran nombres con los cuales designaba sus excrementos. Pero Ilban lo ignoraba, de modo que sonrió y repitió las palabras al niño. Hizo saltar a Feyd de nuevo.
—¡Mira, pequeño! —exclamó con voz infantil—. Ya traen el postre. Te gusta, ¿verdad?
El barón se inclinó hacia delante, contento de que la comida estuviera a punto de terminar, y porque había planeado en persona esta parte del banquete. Había tomado sus decisiones sin escuchar los consejos del asesor de etiqueta. Era una idea muy inteligente que tal vez los invitados considerarían divertida.
Seis criados entraron con un pastel de dos metros de largo, sobre una plataforma capaz de albergar un cuerpo humano, y lo dejaron en mitad de la mesa. El pastel era curvo y estrecho, en forma de gusano de arena y adornado con remolinos de potente melange.
—Este elemento simboliza las propiedades Harkonnen en Arrakis. Celebrad conmigo nuestros años de provechoso trabajo en el desierto.
El barón sonrió, y el conde Richese aplaudió con los demás, aunque ni siquiera él tenía que haber pasado por alto el insulto dirigido a los fracasos anteriores de su familia.
La capa de clara de huevo y azúcar parecía brillar, y el barón aguardó con ansia el momento de revelar la sorpresa que se ocultaba en el interior del pastel.
—¡Mira el pastel, pequeño!
Ilban dejó a Feyd sobre la mesa delante de él, una acción que hubiera horrorizado a Mephistis Cru.
Uno de los ayudantes del chef utilizó un cuchillo para abrir en canal el gusano de arena, como si estuviera practicando una autopsia. Los invitados se arremolinaron alrededor para ver mejor, y el conde Richese inclinó a Feyd hacia delante.
Cuando se abrió el pastel, unas formas se retorcieron en el interior, seres parecidos a serpientes que representaban los gusanos de arena de Arrakis. Las inofensivas serpientes habían sido drogadas y embutidas dentro del pastel, para que parecieran un nido de tentáculos. Una broma maravillosa.
Feyd parecía fascinado, pero el conde Richese ahogó un chillido. La tensión de la noche y las suspicacias de los invitados con respecto al barón habían puesto nervioso a todo el mundo. El conde, con la intención de comportarse como un héroe, se apoderó de Feyd-Rautha, pero volcó su silla.
Feyd, a quien las serpientes no habían asustado, cogió una rabieta. Cuando lloró, los guardaespaldas agarraron a sus señores y se prepararon para defenderles.
Al otro lado de la mesa, el vizconde Moritani se levantó. En sus ojos negros brillaba una extraña mezcla de alegría y furia. El maestro espadachín Hiih Resser se había preparado para proteger a su señor, lo cual no parecía impresionar a Moritani. El vizconde ajustó con frialdad un brazalete de su muñeca, y un rayo calórico disparado por una pistola oculta vaporizó a las serpientes, hasta convertirlas en briznas de carne escamosa y pedazos de carne chamuscada.
Los invitados gritaron. La mayoría corrió hacia las puertas de la sala de banquetes. Mephistis Cru entró y agitó los brazos para pedir calma.
A partir de aquel momento, el griterío no hizo más que aumentar.