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Cada hombre es una pequeña guerra.

KARRBEN FETHR, La insensatez de la política imperial

¿Qué fremen no encontraría especia, en caso necesario? La Cofradía había exigido más melange, y el pueblo del desierto tenía que pagar el precio, o abandonar sus sueños.

Stilgar, tumbado sobre el estómago tras la cumbre de una alta duna, miraba con los prismáticos el pueblo abandonado de Bilar Camp. Había chozas destrozadas y manchadas de sangre en la base de una montaña de arena deslizante, contenida desde atrás por una pequeña meseta que albergaba una cisterna escondida, llena ahora de contenedores que almacenaban especia de contrabando. La especia del barón.

Stilgar ajustó las lentes de aceite, y las imágenes adquirieron más definición en el amanecer cristalino. Un escuadrón de soldados Harkonnen uniformados de azul trabajaban confiados en que nadie osaría espiarlos. Todos los fremen consideraban maldito aquel lugar.

Mientras Stilgar miraba, un enorme transportador se posó cerca de la aldea abandonada. Reconoció la nave, con sus alas retráctiles pegadas contra el cuerpo, el vehículo utilizado para transportar recolectores de especia hasta las arenas ricas en melange, y llevársela cuando el inevitable gusano se acercaba.

Contó treinta soldados Harkonnen, más del doble que sus hombres. No obstante, la diferencia era aceptable. El equipo de Stilgar contaría con la ventaja de la sorpresa. Al estilo fremen.

Dos soldados utilizaron un aparato en forma de arco luminoso para reparar la parte inferior del transportador. En el aire inmóvil de la mañana, el ruido de la actividad trepaba por la cara de la duna. Cerca, los muros bajos de roca y ladrillo de la aldea maldita parecían redondeados, con los bordes suavizados por años de exposición a la intemperie.

Nueve años antes, los habitantes de Bilar Camp habían muerto envenenados por exploradores Harkonnen aburridos. Los vientos del desierto habían borrado las huellas de la tragedia, pero no todas. Arañazos de uñas y marcas de manos ensangrentadas todavía podían verse en paredes protegidas.

Los Harkonnen creían que los supersticiosos habitantes del desierto nunca volverían a un lugar maldito. Sin embargo, los fremen sabían que aquel acto horrible no había sido cometido por demonios del desierto, sino por hombres. El propio Liet-Kynes había presenciado los horrores, en compañía de su reverenciado padre. Ahora, como Abu Naib de todas las tribus fremen, Liet había enviado a Stilgar y sus hombres a esta misión.

Los comandos de Stilgar estaban acuclillados a lo largo de la otra cara de la duna, y cada uno sostenía una tabla de arena. Vestidos con ropas cubiertas con arena del desierto, para no exponer al sol la tela gris del destiltraje que llevaban debajo, los atacantes se pusieron las mascarillas. Bebieron de los tubos sujetos a las bocas para darse energía. Llevaban al cinto pistolas maula y criscuchillos. Rifles láser robados iban sujetos a las tablas de arena.

Preparados.

La ineptitud de los Harkonnen divirtió a Stilgar. Había espiado sus actividades durante semanas, y sabía exactamente lo que iban a hacer esta mañana. La rutina es la muerte, como afirmaba un viejo dicho fremen.

Liet-Kynes pagaría el soborno exigido por la Cofradía con la especia ilegal del barón. Y el barón no podría presentar la menor queja.

Habían terminado de reparar el transportador. Los soldados trabajaban en hilera para apartar las rocas que cubrían la cisterna. Charlaban tranquilamente, de espaldas a la duna. Ni siquiera habían apostado guardias. ¡Qué arrogancia!

Cuando los Harkonnen casi habían terminado de destapar la cisterna, dentro de la cual ocultarían la especia robada que contenía la bodega del transportador, Stilgar hizo un gesto brusco con la mano, como si cortara el aire. Los comandos subieron a sus tablas de arena y se deslizaron ladera abajo como una manada de lobos. Al frente, Stilgar soltó el rifle láser. Los demás fremen le imitaron.

Los soldados Harkonnen se volvieron al oír el ruido de la fricción bajo las tablas, pero era demasiado tarde. Cuchillos púrpura de luz cortaron sus piernas, fundieron carne y hueso.

Los hombres de Stilgar saltaron de sus tablas y se desplegaron para apoderarse del transportador. A su alrededor, los soldados mutilados chillaban y gemían, mientras agitaban sus muñones cauterizados. Gracias a la buena puntería fremen, todos los hombres conservaban todavía sus órganos vitales y la vida.

Un joven soldado con una sombra de barba miró aterrorizado a los hombres del desierto y trató de retroceder sobre la arena ensangrentada, pero no podía moverse sin piernas. Los fremen parecían llenar de miedo su corazón más que la visión de los muñones ennegrecidos de sus piernas.

Stilgar ordenó a sus hombres que ataran a los Harkonnen y envolvieran sus heridas con esponjas para guardar el líquido y llevarlo a los necrodestiladores del sietch.

—Amordazadles, para no tener que escuchar sus llantos infantiles.

Las voces no tardaron en ser silenciadas.

Dos hombres inspeccionaron el transportador, y después alzaron las manos. Stilgar subió por una rampa hasta una estrecha plataforma interior que circundaba la bodega de carga modificada. El espacioso recinto estaba forrado de gruesas planchas. Cuatro ganchos colgaban del techo.

Habían quitado del transportador las cubiertas y la maquinaria, para luego blindarlo. Olía a canela. La bodega superior ya estaba llena de contenedores de especia, que los soldados se disponían a esconder en la cisterna. La bodega inferior estaba vacía.

—Mira esto, Stil.

Turok señaló la parte inferior de la nave, sus vigas transversales sin pintar y los accesorios de nueva construcción. Tocó una palanca que había a su lado y la panza blindada se abrió al desierto. Turok subió por una escalerilla metálica hasta la cabina del piloto y encendió los grandes motores, que cobraron vida con un poderoso rugido.

Stilgar aferró una barandilla y sintió una tenue vibración, la señal de una nave bien mantenida. El vehículo sería un buen complemento para la flota fremen.

—¡Arriba! —gritó.

Turok había trabajado en cuadrillas de especia durante años, y sabía utilizar toda clase de maquinarias. Tecleó la secuencia de ignición. El transportador se elevó con un poderoso impulso, y Stilgar se sujetó a la barandilla para no perder el equilibrio. Las cadenas y los ganchos matraquearon sobre las puertas de carga abiertas. Stilgar no tardó en ver la cisterna descubierta.

Mientras Turok pilotaba el transportador, Stilgar liberó las cadenas y dejó caer los pesados ganchos. Abajo, los comandos treparon por las paredes lisas de la cisterna reforzada y sujetaron los ganchos a las barras de elevación. Las cadenas se tensaron, los motores gruñeron, y toda la cisterna llena de especia se desgajó de la plataforma rocosa, hasta penetrar en la bodega de carga. Las puertas del transportador se cerraron como la boca de una serpiente glotona.

—Creo que el emperador considera un delito acumular tanta especia. —Stilgar sonrió mientras gritaba a su compañero—. ¿No es estupendo ayudar a los Corrino a hacer justicia? Tal vez Liet debería pedir a Shaddam que nos felicitara.

Turok lanzó una risita, hizo dar media vuelta a la nave y la mantuvo a escasa distancia del suelo. Los demás fremen subieron a bordo, arrastrando a los mutilados cautivos Harkonnen.

La nave voló a baja altura, pero aceleró cuando salió al desierto, en dirección al sietch más cercano. Stilgar, sentado contra un mamparo que vibraba, examinó a sus cansados hombres, y a los prisioneros condenados que pronto serían arrojados a los necrodestiladores. Intercambió sonrisas satisfechas con sus hombres, que se habían quitado las mascarillas. Sus ojos azules brillaban a la luz tenue del interior del transportador.

—Especia y agua para la tribu —dijo Stilgar—. Buen botín por un solo día.

A su lado, un Harkonnen gimió y abrió los ojos. Era el joven que le había mirado antes. En un momento de clemencia, tras decidir que este ya había sufrido demasiado, Stilgar extrajo su cuchillo y le degolló. Después, cubrió la herida para que absorbiera la sangre.

Los demás Harkonnen no tuvieron tanta suerte.