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Cualquier escuela de ciudadanos libres ha de empezar enseñando a desconfiar, no a confiar. Ha de enseñar a preguntar, no a aceptar respuestas estereotipadas.
CAMMAR PILRU, embajador en el exilio de Ix
Nunca se había negado a correr riesgos, pero ahora, C’tair Pilru los aguardaba con ansia. Había llegado el momento de dar la cara.
Durante sus turnos de trabajo, susurraba en los oídos de los desconocidos que trabajaban a su lado, seleccionando a los que parecían más agobiados. Uno a uno, los más valientes pasaban la voz.
Hasta los obreros suboides, cuyas mentes eran demasiado obtusas para comprender las implicaciones políticas, llegaron a asumir que los tleilaxu les habían traicionado. Años antes, los invasores les habían seducido con promesas de una vida nueva y libertad, pero su suerte no había hecho más que empeorar.
Por fin, el pueblo oprimido contaba con algo más que una vaga esperanza. ¡Rhombur había regresado! Su pesadilla iba a terminar. Pronto.
El príncipe Rhombur, que esperaba en un diminuto escondite donde debía encontrarse con sus compañeros, oyó un forcejeo en el pasillo y activó sus miembros mecánicos, preparado para luchar.
Las tropas de Leto debían llegar dentro de escasas horas, y C’tair ya había ascendido a la superficie, con el fin de colocar los últimos discos explosivos que le quedaban en lugares estratégicos de las defensas Sardaukar. Unas pocas explosiones cronometradas dejarían el cañón del puerto de entrada desprotegido contra la invasión del ejército Atreides.
Pero todo su trabajo sería estéril si descubrían a Rhombur demasiado pronto. El ruido aumentó.
Entonces, Gurney Halleck entró en el escondite con un cuerpo descoyuntado. El cadáver apenas parecía humano. Tenía facciones lisas y céreas, ojos sin vida, una cabeza de muñeco que colgaba de un cuello partido.
—Un Danzarín Rostro, que se hacía pasar por un suboide. Pensé que mostraba excesiva curiosidad por mí. Me arriesgué, cuando decidí que era algo más que un obrero descerebrado.
Arrojó al suelo el cuerpo.
—Así que le partí el cuello. Una decisión correcta. «El enemigo secreto es la mayor amenaza». —Miró a Rhombur y añadió—: Creo que tenemos un problema grave. Están enterados de nuestra llegada.
Ante la sorpresa del conde Fenring, el investigador jefe no se mostró agresivo con él, pero aun así experimentaba la sensación de ser un prisionero.
El conde estaba alerta en todo momento, y seguía la corriente al tleilaxu hasta que encontrara una oportunidad de escapar. Había visto muchos comportamientos y secuelas inquietantes entre la gente que había consumido demasiada melange sintética, incluidos los Sardaukar. Muy mal…
El diminuto científico tleilaxu, cuya conducta era cada vez más errática e impredecible, pasó toda una mañana en su despacho, enseñando cifras al ministro imperial de la Especia, las cuales demostraban el incremento de producción y las cantidades de amal que sus tanques de axlotl podían generar, con el fin de que su programa se prolongara un poco más.
—El emperador tendrá que racionarlo con cautela al principio, como recompensa para sus más leales. Tan solo unos pocos deberían recibir esta bendición. Tan solo unos pocos son dignos de ella.
—Sí, ummm.
Fenring todavía albergaba muchas dudas sobre la melange sintética, pero consideraba demasiado peligroso formular preguntas. Estaba sentado al otro lado del escritorio de Ajidica, mientras examinaba documentos y miniholos que el investigador jefe le pasaba.
Una energía nerviosa incontrolable dominaba a Ajidica. Su expresión era desafiante, combinada con una suprema altivez, como si se considerara un semidiós.
Todos los instintos de Fenring gritaban advertencias, y solo deseaba matar al hombre de una vez por todas. Aunque le vigilaran estrechamente, un asesino consumado como el conde Hasimir Fenring podía encontrar mil maneras de matar, pero nunca escaparía incólume. Veía la lealtad fanática, el control hipnótico que el investigador jefe tenía sobre sus guardias personales y trabajadores…, e incluso sobre las tropas Sardaukar, algo muy inquietante.
Otros cambios se iban sucediendo. En los últimos días, la población ixiana se mostraba cada vez más rebelde e insatisfecha. Los sabotajes se habían multiplicado por diez. Las pintadas habían florecido en las paredes como flores de Arrakeen en el rocío de la mañana. Nadie sabía quién las había instigado después de tanto tiempo.
La reacción de Ajidica había consistido en acentuar la represión, en restringir todavía más las libertades mínimas y recompensas que la gente recibía. Fenring nunca había aprobado las tácticas draconianas que los tleilaxu empleaban contra los ixianos. Consideraba que era una política miope. El desasosiego aumentaba día a día, como una olla a punto de estallar.
La puerta del despacho del investigador jefe se abrió con brusquedad, y el comandante Cando Garon entró. El joven líder Sardaukar tenía el cabello revuelto, el uniforme arrugado y los guantes sucios, como si el código militar ya no le importara. Arrastraba a un ser menudo y débil, uno de los obreros suboides.
Garon tenía los ojos oscuros y dilatados, que se movían a gran velocidad, la mandíbula tensa, los labios fruncidos en una mueca de desagrado y satisfacción a la vez. Parecía más un matón vulgar que un comandante de las tropas imperiales. Fenring experimentó una sensación de inquietud en el pecho.
—¿Qué es esto? —barbotó Ajidica.
—Creo que es un suboide —replicó con sequedad Fenring.
El investigador tleilaxu frunció el ceño, asqueado.
—Llevaos a este ser… repugnante de aquí.
—Antes, escuchadle.
Garon arrojó el obrero al suelo.
El suboide se puso de rodillas y paseó la vista de un lado a otro, sin comprender dónde estaba o en qué clase de lío se había metido.
—Ya te he dicho lo que debías hacer. —Garon propinó una patada en la cadera al hombre—. Repítelo.
El suboide se desplomó, gimiendo de dolor. El comandante Sardaukar le agarró de una oreja y la retorció hasta que sangró.
—¡Dilo!
—El príncipe ha vuelto —dijo el suboide, y después lo repitió una y otra vez, como un mantra—. El príncipe ha vuelto. El príncipe ha vuelto.
Fenring sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿De qué está hablando? —preguntó Ajidica.
—Del príncipe Rhombur Vernius.
Garon dio un codazo al suboide para obligarle a seguir hablando. El hombre se limitó a lloriquear y repetir la frase.
—Está hablando del último superviviente de la familia renegada Vernius, ¿ummm? —indicó Fenring—. Al fin y al cabo, todavía vive.
—¡Sé quién es Rhombur Vernius! Pero han pasado muchos años. ¿A quién le importa ahora?
Garon golpeó la cabeza del suboide contra el suelo, y el obrero chilló de dolor.
—¡Basta! —dijo Fenring—. Hemos de interrogarle más a fondo.
—No sabe nada más.
Garon descargó un puñetazo en la espalda del hombre indefenso. Fenring oyó el ruido de las costillas y las vértebras al romperse. El comandante golpeó de nuevo, como un martinete descontrolado.
El suboide se desangró en el suelo, se retorció y murió.
El comandante Sardaukar se enderezó, sudoroso y agitado. Tenía los ojos brillantes y feroces, como si quisiera matar algo más. La sangre había salpicado su informe, pero no pareció importarle.
—Un vulgar suboide —resopló Ajidica—. Tenéis razón, comandante, no le habríamos arrancado más información. —El investigador en jefe introdujo una mano en su manto y extrajo una tableta de especia sintética comprimida—. Aquí tenéis.
La tiró a Garon, quien la atrapó en el aire con veloces reflejos y la engulló, como un perro amaestrado que recibiera una recompensa.
Los ojos desorbitados de Garon se clavaron en Fenring. Después, el oficial se encaminó hacia la puerta.
—Iré a buscar a otros para interrogarles.
Antes de que pudiera salir, las alarmas se dispararon. Fenring se puso en pie de un brinco, mientras el investigador jefe miraba a su alrededor, más irritado que atemorizado. No había oído esas sirenas durante los veintidós años que residía en Ix.
Al distinguir el ritmo de la alarma, el comandante Garon supo lo que ocurría.
—¡Nos atacan desde el exterior!
La flota militar Atreides atravesó la atmósfera y atacó la red defensiva Sardaukar. Las naves de guerra se internaron en el cañón del puerto de entrada, donde cientos de grutas estaban protegidas por pesadas puertas que se utilizaban para tareas de carga y descarga.
Las bombas de C’tair estallaron, sorprendieron a los tleilaxu y neutralizaron sus principales instalaciones y redes sensoras. Los cañones tierra-aire quedaron fuera de uso cuando los paneles de control fueron inutilizados. Los aburridos guardias tleilaxu no fueron capaces de reaccionar al asombroso ataque surgido de la nada.
Las naves Atreides lanzaron explosivos, fundieron planchas blindadas y desmenuzaron rocas. Los Sardaukar pugnaron por oponer resistencia, pero después de tantos años de molicie, sus puestos armados estaban dedicados casi exclusivamente a reprimir disturbios internos e intimidar a presuntos infiltrados.
Al mando de Duncan Idaho, la flota llegó con puntualidad. Los transportes aterrizaron y escupieron soldados, con las espadas desenvainadas para la lucha cuerpo a cuerpo, en que no podían utilizar fusiles láser. Lanzaron un grito de guerra por su duque y por el príncipe Rhombur.
La batalla por la reconquista de Ix había empezado.