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Un individuo sólo adquiere significado en su relación con la sociedad entendida como un todo.
Planetólogo PARDOT KYNES, Un manual de Arrakis, escrito para su hijo Liet
El monstruo corría entre las dunas con un sonido de fricción que, aunque pareciera incongruente, recordaba a Liet una fina cascada de agua fresca. Kynes había visto las cascadas artificiales de Kaitain, un símbolo de su indudable decadencia.
Bajo el abrasador sol amarillo, él y un grupo de leales cabalgaban sobre un gigantesco gusano de arena. Como jinetes experimentados que eran, lo habían llamado, montado y abierto sus segmentos con separadores. Liet, sobre la cabeza del animal, se sujetaba a las cuerdas para no caer.
El animal corría hacia el sietch de la Muralla Roja, donde la esposa de Liet, Faroula, le esperaba, y donde el Consejo fremen aguardaba con impaciencia sus noticias. Noticias decepcionantes. El emperador Shaddam IV también le había decepcionado como hombre, pues había confirmado los peores temores de Liet.
Stilgar había recibido a Liet en el espaciopuerto de Carthag. Habían viajado al desierto, lejos de la Muralla Escudo, lejos de los ojos inquisitivos de los Harkonnen. Al llegar, tras reunirse con ellos un pequeño grupo de fremen, Stilgar había plantado un martilleador, cuyo ritmo resonante había atraído a un gusano. Lo habían capturado, utilizando técnicas conocidas por los fremen desde la antigüedad.
Liet había trepado por las cuerdas con seguridad, y plantado estacas para sujetarse. Recordó el día en que se había convertido en un jinete de gusanos, demostrando a la tribu que ya era un adulto. El viejo naib Heinar había presenciado la prueba. Liet había sentido terror, pero había superado el ritual.
Ahora, aunque montar en un gusano de arena era tan peligroso como siempre, y nunca debía tomarse a la ligera, consideraba a la ingobernable bestia un medio de transporte, sin más.
Stilgar guiaba al gusano con expresión impenetrable. Miró a Liet, que parecía preocupado. Sabía que su informe de Kaitain no era bueno. Sin embargo, al contrario que los cortesanos de palacio, el silencio no ponía nervioso a un fremen. Liet hablaría cuando estuviera preparado, de modo que Stilgar respetó la voluntad de su amigo. Estaban juntos, cada uno absorto en sus propios pensamientos. Las horas transcurrieron, a medida que atravesaban el desierto en dirección a las montañas rojinegras que se alzaban cerca del horizonte.
Cuando creyó que había llegado el momento, en sintonía con la expresión del planetólogo, y al ver que su rostro reflejaba la preocupación que le provocaban los pensamientos que cruzaban por su mente, aún bajo la máscara del destiltraje, Stilgar dijo lo que Liet necesitaba escuchar.
—Eres el hijo de Umma Kynes. Ahora que tu padre ha muerto, eres la esperanza de todos los fremen. Cuentas con mi vida y mi lealtad, tal como prometí a tu padre.
Stilgar no trataba al joven de manera paternalista, sino como a un auténtico camarada.
Ambos conocían la historia. Muchas veces había sido contada en el sietch. Antes de que fuera a vivir con los fremen, Pardot Kynes había luchado contra seis soldados Harkonnen que tenían acorralados a Stilgar, Turok y Ommun, un audaz trío de jóvenes fremen. Stilgar resultó herido de gravedad, y hubiera muerto si Kynes no los hubiera ayudado a matar a los hombres del barón. Después, cuando el planetólogo se convirtió en el profeta de los fremen, los tres juraron que le ayudarían a cumplir su sueño. Incluso después de que Ommun muriera con Pardot en la Depresión de Yeso, al derrumbarse una cueva, Stilgar recordaba la deuda de agua contraída con el padre, y ahora, con el hijo como heredero del Umma.
Stilgar apretó el brazo del joven. Liet era igual que su padre, y aún más. Había sido educado como un fremen.
Liet le dirigió una pálida sonrisa, con la gratitud impresa en los ojos.
—No es tu lealtad lo que me preocupa, Stil, sino el futuro de nuestra causa. No recibiremos ayuda ni simpatía de la Casa Corrino.
Stilgar rió.
—La simpatía del emperador es un arma de la que prefiero prescindir. Y no necesitamos ayuda para matar a los Harkonnen.
Contó a su amigo el ataque al profanado sietch Hadith. Liet pareció complacido.
Al llegar a la fortaleza aislada, Liet se encaminó inmediatamente hacia sus aposentos, sucio y agotado. Faroula le estaría esperando, y antes que nada pasaría un rato con ella. Después de su estancia en el planeta imperial, Liet necesitaba unos momentos de paz y tranquilidad, que su esposa siempre le proporcionaba. El pueblo del desierto estaba ansioso por escuchar su informe, y aquella noche ya se había anunciado una asamblea, pero la tradición decía que ningún viajero debía presentar su informe antes de descansar un poco, salvo en casos excepcionales.
Faroula le recibió con una sonrisa. Su beso de bienvenida se prolongó cuando la cortina de privacidad cayó sobre la puerta de su habitación. Faroula le preparó café de especia y pastelillos de melange con miel, que él encontró muy agradables, aunque no tanto como el simple hecho de volver a verla.
Después de otro beso, Faroula hizo salir a los niños, Liet-chih, hijo de Warrick, el mejor amigo de Liet, y la hija de ambos, Chani. Abrazó a los niños, que jugaron y corretearon, hasta que una niñera se los llevó para que los esposos estuvieran a solas.
Faroula sonrió. Su piel dorada brillaba bajo la luz. Le despojó del destiltraje, ahora inservible, después de que los hombres de seguridad del emperador lo hubieran desmontado. Aplicó emplastos a la piel desnuda de sus pies.
Liet exhaló un largo suspiro. Tenía mucho que hacer, muchos asuntos que hablar con los fremen, pero de momento los dejó de lado. Hasta un hombre que había estado ante el Trono del León Dorado podía descubrir que había cosas más importantes. Mientras escudriñaba los ojos enigmáticos de su esposa, Liet se sintió por fin en casa desde que había bajado de la lanzadera de la Cofradía en Carthag.
—Háblame de las maravillas de Kaitain, amor mío —dijo su mujer, con expresión de arrobo—. Háblame de las cosas hermosas que has visto.
—He visto muchas cosas, sí —contestó Liet—, pero créeme cuando te digo esto, Faroula. —Acarició su mejilla con los dedos—. No he visto nada en todo el universo más bello que tú.