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La verdad suele venir acompañada de la inherente necesidad de un cambio. La expresión más común cuando el cambio se produce es la exclamación de queja: «¿Por qué no nos avisó nadie?». La verdad es que no escuchan, y si escuchan, optan por no recordar.

Reverenda madre HARISHKA, Discursos completos

Tras semanas de agitación, las repercusiones de los complots descubiertos y los secretos enmarañados todavía asolaban Kaitain. Lo único que quedaba por hacer era apagar los últimos fuegos, analizar la resaca política, intercambiar favores y pagar deudas.

Leto Atreides, ataviado con el uniforme rojo ceremonial del viejo duque, lleno de botones y medallas centelleantes, estaba sentado sobre una plataforma elevada en el centro de la Sala de la Oratoria. Esta reunión histórica sería en parte censura, en parte inquisición…, y en parte sesión de pactos.

El emperador Shaddam Corrino se enfrentaba solo a la sala.

Al lado de Leto, se sentaban seis representantes de la Cofradía y un número igual de nobles del Landsraad, incluido el recién restaurado príncipe Rhombur. Las banderas de las Grandes Casas colgaban alrededor de la estancia, un impresionante despliegue de insignias y colores como arco iris después de una tormenta, incluida la púrpura y roja de Vernius, la cual sustituía de manera oficial a la que había sido arriada y quemada en público después de que Dominic Vernius fuera declarado renegado. La mayor de todas era la bandera con el león dorado de la Casa Corrino, en el centro, flanqueada a cada lado por las banderas igualmente grandes de la Cofradía Espacial y de la CHOAM, de moaré a cuadros.

Lujosos palcos negro y marrón albergaban a los nobles, damas, primeros ministros y embajadores de todas las Grandes Casas. No lejos de Leto se sentaba la delegación oficial Atreides, que incluía a su concubina Jessica y a su nuevo hijo, que solo contaba unas semanas de edad. Les acompañaban Gurney Halleck, Duncan Idaho, Thufir Hawat y cierto número de valientes oficiales y soldados Atreides. También estaba Tessia, que no dejaba de mirar a su marido. Rhombur flexionó su nueva mano, que el doctor Yueh le había implantado sin dejar de reprender a su paciente.

La mesa de la acusación había sido reservada para los sombríos representantes de las Casas de Ix, Taligari, Beakkal y Richese. El primer ministro Ein Calimar estaba sentado muy tieso, mientras contemplaba los procedimientos con sus ojos metálicos, adquiridos a los tleilaxu.

Los Bene Tleilax, repudiados más que nunca como resultado de sus actos, no estaban representados. Los escasos miembros de la raza acreditados en la corte imperial habían desaparecido. Leto no tenía ganas de escuchar la larga lista de sus crímenes y atrocidades morales, pero imaginaba que los detestados hombrecillos recibirían todo el peso de la culpa y los castigos.

Al sonar la primera campanilla, el anciano presidente de la CHOAM se alzó ante el atril.

—Durante esta época tempestuosa, se han cometido muchas equivocaciones terribles. Otras fueron impedidas a duras penas.

Ni el barón Harkonnen ni el embajador oficial de la Casa Harkonnen estaban presentes. Después de la debacle de Arrakis, parecía que al barón le costaba encontrar pasaje para salir del planeta, y su mentat pervertido había desaparecido del palacio. Leto estaba seguro de que los Harkonnen estaban implicados en lo ocurrido, al menos en parte.

En el ínterin, muchas familias rivales acechaban como buitres, con la esperanza de apoderarse del sabroso botín de Arrakis, pero Leto no dudaba de que la Casa Harkonnen conservaría su feudo, aunque por poco. El barón debería pagar ingentes multas, y ya habría sobornado a las personas adecuadas.

El Imperio ya había padecido suficientes sobresaltos.

Los preliminares tardaron horas en leerse. Mentats expertos en leyes recitaron largas descripciones y sumarios del Código Legal Imperial. Los interrogantes y acusaciones eran muy extensos. El público empezaba a aburrirse.

Por fin, llamaron a Rhombur. El príncipe cyborg iba vestido con uniforme militar y gorra de oficial. Subió al estrado y enlazó sus manos mecánicas.

—Tras muchos años de opresión, los invasores tleilaxu han sido expulsados de mi planeta. Hemos logrado la victoria en Ix.

Los delegados aplaudieron, aunque ninguno había reaccionado a la solicitud de ayuda lanzada por Dominic Vernius muchos años antes.

—Solicito oficialmente la restauración de los privilegios de una Gran Casa para la familia Vernius, que se vio obligada a declararse renegada por culpa de maniobras traicioneras. Si recuperamos nuestro antiguo papel en el Imperio, todas las Casas aquí presentes se beneficiarán.

—¡Apoyo la propuesta! —gritó Leto desde su asiento.

—El trono la aprueba —dijo Shaddam en voz alta, sin que nadie se lo hubiera pedido. Miró al embajador Pilru, como si hubieran llegado a un acuerdo previo. Como ningún representante protestó, el público expresó su asentimiento a gritos, y la medida fue aprobada por aclamación.

—Tomamos nota —dijo el presidente de la CHOAM, sin molestarse en preguntar si había opiniones diferentes.

La cara surcada de cicatrices de Rhombur logró forzar una sonrisa, aunque la restauración de la Casa Vernius era una pura formalidad, puesto que el príncipe nunca podría engendrar un heredero. Alzó la barbilla.

—Antes de bajar del estrado, creo que son necesarios ciertos honores. —Levantó una serie de medallas del atril y las alzó a la luz—. ¿Alguien quiere subir e imponérmelas todas, por favor?

El público rió, un breve respiro después de la tensión y el aburrimiento.

—Es broma. —Adoptó una expresión seria—. Duque Leto Atreides, mi fiel amigo.

Leto subió al estrado, acompañado por un aplauso estruendoso. El resto de la delegación Atreides se reunió con él: Duncan Idaho, Thufir Hawat, Gurney Halleck e incluso Jessica, con el bebé en brazos.

Mientras el duque se ponía firmes, muy orgulloso, Rhombur prendió una medalla en la chaqueta del viejo duque, una hélice de metales preciosos, inmersa en cristal líquido. Dedicó similares honores a los oficiales Atreides, así como al leal embajador Cammar Pilru. El embajador también recibió una medalla póstuma para su valiente hijo, C’tair Pilru, y también para el Navegante D’murr, que había logrado salvar a todos los ocupantes de su crucero extraviado. Por fin, Rhombur extrajo la última medalla de la bandeja y la contempló con perplejidad.

—¿Me he olvidado de alguien?

Leto cogió la medalla y la prendió en el pecho de Rhombur. Los dos hombres se abrazaron entre los vítores de los congregados.

Leto miró al emperador desde el estrado. Ningún gobernante, en toda la larga historia del Imperio, había sufrido una derrota tan ignominiosa. Se preguntó cómo podría sobrevivir Shaddam, pero las alternativas no estaban muy bien definidas. Después de tantos miles de años, hasta los políticos rivales no pondrían en peligro la estabilidad del Imperio, y ninguna facción contaba con apoyos claros. Leto no tenía ni idea del resultado del juicio.

Por fin, Shaddam IV fue llamado para que hablara en su defensa. Murmullos intranquilos recorrieron la sala del Landsraad. El chambelán Ridondo ordenó que sonara una fanfarria imperial para ahogar el ruido.

El emperador del Universo Conocido se puso en pie, con la cabeza bien alta, sin demostrar vacilación, pero no fue al estrado. Con voz ronca (tal vez por culpa de los días que llevaba gritando a sus criados), pronunció un amargo discurso en el que culpó a los tleilaxu y a su propio padre de desarrollar el infausto proyecto de la especia artificial.

—Ignoro por qué Elrood IX se asoció con unos hombres tan despreciables, pero era viejo. Muchos de vosotros recordaréis su carácter tornadizo e irracional hacia el fin de sus días. Lamento muchísimo no haber descubierto antes su equivocación.

Shaddam afirmó que nunca había comprendido del todo las ramificaciones, y había enviado tropas Sardaukar a Ix solo para mantener la paz. En cuanto averiguó la existencia del amal, había enviado a su ministro imperial de la Especia, el conde Hasimir Fenring, para investigar, y habían retenido a Fenring como rehén. El emperador inclinó la cabeza con expresión de pesar.

—La palabra de un Corrino ha de valer algo, a fin de cuentas.

Shaddam dijo todas las palabras convenientes, aunque pocos de los presentes parecieron creerle. Los delegados susurraron entre sí y menearon la cabeza.

—Escurridizo como un bacer untado de grasa —oyó decir Leto a uno de ellos.

Pese a todas las fuerzas alineadas contra él, Shaddam seguía mostrándose orgulloso. Se erguía sobre las espaldas de antepasados poderosos y respetados, que se remontaban a la batalla de Corrin. Sus representantes en el tribunal habían trabajado bajo mano para salvar su cargo, y sin duda se habían garantizado algunas concesiones.

Leto clavó la vista en el techo, sin tener las ideas claras. El viejo Paulus le había enseñado que la política comportaba desagradables necesidades.

El duque tomó una decisión y habló a la asamblea antes de volver a la mesa principal, algo no previsto en el orden del día. El presidente de la CHOAM frunció el ceño, pero le concedió la palabra.

—Hace años, durante mi Juicio por Decomiso, el emperador Shaddam habló en mi favor. Considero apropiado corresponderle en este momento.

Muchos miembros del público reaccionaron con sorpresa.

—Escuchadme. El emperador, por culpa de su… ignorancia, casi ha llevado el Imperio a la ruina. Sin embargo, si esta asamblea tomara medidas radicales, podría provocar aún más disturbios y sufrimientos. Hemos de pensar en el bien del Imperio. No debemos precipitarnos en el caos, como le ocurrió a nuestra civilización durante el Interregno, hace siglos.

Leto hizo una pausa y miró al emperador, cuya expresión traicionaba sentimientos contradictorios.

—En este momento, lo que más necesita el Imperio es estabilidad, o corremos el riesgo de provocar una guerra civil. Con un consejo más sabio y controles estrictos, creo que Shaddam puede reafirmar su prudencia y gobernar con benevolencia.

Leto se puso delante del atril.

—Sabed esto: todos estamos obligados para con la Casa imperial. Todas las familias del Landsraad han de llorar la pérdida de la amada esposa de Shaddam, lady Anirul, y yo más que nadie, pues esa gran dama dio su vida para proteger a mi hijo recién nacido, el heredero de la Casa Atreides.

Alzó la voz para hacerse oír en toda la sala.

—Propongo que el Landsraad y la Cofradía elijan a muchos asesores nuevos que ayuden al emperador Padishah a gobernar de hoy en adelante. Emperador Shaddam Corrino IV, ¿aceptáis trabajar con estos representantes elegidos, por el bien de todo el pueblo, de todos los planetas, de todas las corporaciones?

El derrotado gobernante no tenía otra alternativa. Se puso en pie y contestó:

—Acepto lo que es mejor para el Imperio. Como siempre. —Clavó la vista en el suelo, con el deseo de estar en cualquier sitio menos allí—. Prometo cooperar plenamente y aprender a servir mejor a mi pueblo.

Tenía que admitir cierta admiración reticente por el duque Leto, pero le irritaba que su primo Atreides hubiera llegado tan lejos, mientras que él, el emperador de un Millón de Planetas, se había visto obligado a soportar esta vergonzosa situación.

El duque Leto se acercó al borde de la plataforma, sin apartar la vista de Shaddam, que se erguía solo en su zona privada. Leto extrajo el cuchillo ceremonial de su cinto. Los ojos del emperador se abrieron de par en par.

Leto dio la vuelta al cuchillo y lo entregó con el pomo hacia adelante.

—Hace más de dos décadas, me regalasteis este arma, señor. Me apoyasteis cuando los tleilaxu me acusaron falsamente. Ahora, creo que vos la necesitáis más. Aceptadla y gobernad con prudencia. Pensad en la lealtad Atreides cada vez que la miréis.

Shaddam aceptó de mala gana el arma ceremonial. Mi momento llegará. No perdono a mis enemigos.