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El bienestar humano es relativo. Algunos consideran determinado entorno austero e infernal, mientras otros lo llaman su hogar.

Planetólogo Imperial PARDOT KYNES, Manual de Arrakis

El conde Hasimir Fenring se erguía en un balcón de su residencia de Arrakeen, aferrado a la barandilla, mientras contemplaba los edificios castigados por el clima de la ciudad. Exiliado de nuevo. Aunque conservaba su título oficial de ministro imperial de la Especia, deseaba estar en cualquier otro lugar que no fuera este.

Por otra parte, era mejor alejarse de la confusión que reinaba en Kaitain.

En las sucias calles, los últimos aguadores del día pasaban ante las puertas abiertas, vestidos con el colorido atuendo tradicional. Sus cacerolas y cucharones tintineaban con ruido metálico, sonaban las campanillas atadas a su cintura, y sus voces emitían el conocido grito de «¡Su-su-suk!». Al calor del atardecer, los mercaderes cerraban sus tiendas y puertas, para poder beber café especiado al frescor de las sombras, rodeados de sus cortinas abigarradas.

Fenring vio que se alzaba una nube de polvo cuando un camión terrestre entró en la ciudad, lleno de contenedores de especia etiquetados para ser trasladados a las naves de la Cofradía. Todos sus registros pasarían por las oficinas del ministro de la Especia, pero no tenía la menor intención de examinarlos. En el futuro cercano, el barón Harkonnen estaría tan preocupado por su roce con el desastre que no se atrevería a falsificar los datos.

La esbelta esposa del conde se acercó y le dedicó una sonrisa de consuelo. Llevaba un vestido fresco y diáfano, que se ajustaba a su piel como un fantasma amoroso.

—Esto es muy diferente de Kaitain. —Margot acarició su pelo, y Fenring se estremeció de deseo—. Pero sigue siendo nuestro palacio. No me sabe mal estar aquí, amor mío.

El conde recorrió con los dedos la manga de su vestido.

—Ummm, ya lo creo. De hecho, es más seguro para nosotros estar alejados del emperador en este momento.

—Tal vez. Debido a todos los errores que ha cometido, dudo que un chivo expiatorio sea suficiente.

—Ummm, Shaddam no se contenta con poco.

Margot cogió a Fenring del brazo y le guió por el pasillo que comunicaba con el balcón. Diligentes empleadas de hogar fremen, silenciosas como de costumbre, se dedicaban a sus tareas con circunspección, la vista gacha. El conde resopló cuando las vio encadenar una tarea con otra, como secretos móviles.

El conde y lady Fenring se detuvieron ante una estatuilla adquirida en un mercado popular, una figura sin rostro cubierta con un hábito. El artista había sido fremen. Fenring alzó la pieza con aire pensativo y estudió el atavío arrugado de un hombre del desierto, tan bien plasmado por el escultor.

Ella le dedicó una mirada calculadora.

—La Casa Corrino todavía necesita tu ayuda.

—Pero ¿me escuchará Shaddam, ummm?

Fenring devolvió la estatuilla a la mesa.

Caminaron hasta la puerta del invernadero que había construido para ella. Margot activó la cerradura a palma y retrocedió cuando se iluminó para abrir la puerta. Fenring percibió el olor húmedo a abonos y vegetación. Era un olor que le gustaba, puesto que era muy diferente de la árida desolación del planeta.

Suspiró. Habría podido irle mucho peor. Y también al emperador.

—Shaddam, nuestro león Corrino, necesita lamerse las heridas un tiempo, y reflexionar sobre los errores cometidos. Un día, ummm, aprenderá a valorarme.

Pasearon entre las altas plantas de anchas hojas y enredaderas colgantes, bajo la luz difusa de los globos que colgaban cerca del techo. En aquel momento, los irrigadores se conectaron como serpientes siseantes. Flotaron sobre suspensores ingrávidos de planta en planta. El agua mojó la cara de Fenring, pero no le importó. Respiró hondo.

El conde Fenring descubrió un brote de hibisco púrpura, una mancha brillante de pétalos rojos como la sangre que se aferraba a una enredadera, y llevado por un impulso lo arrancó para ella. Lady Margot aspiró el perfume.

—Convertiremos en un paraíso el lugar en el que vivamos —dijo la mujer—. Incluso Arrakis.