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La ley siempre tiende a proteger a los fuertes y oprimir a los débiles. La dependencia de la fuerza desgasta la justicia.
Príncipe heredero RAPHAEL CORRINO, Preceptos de civilización
Si bien detestaba al arrogante primer ministro Calimar, el barón Harkonnen jamás había esperado que Shaddam utilizara armas atómicas contra la Casa Richese. ¡Armas atómicas! Cuando la noticia llegó a Arrakis, experimentó sentimientos encontrados, y una buena dosis de miedo por su seguridad. Ante el apabullante celo del emperador, nadie estaba seguro, en especial la Casa Harkonnen, que tanto tenía que ocultar.
El barón paseaba arriba y abajo de su sala de estrategia de la residencia de Carthag, mientras miraba por una pared convexa de ventanas de plaz blindado. El sol del desierto entraba a raudales, suavizado por películas filtrantes colocadas en las ventanas de dos centímetros de espesor.
Oyó los preparativos para el desfile militar que pronto tendría lugar en la plaza principal. Había soldados congregados pese al calor de la tarde, cada hombre armado hasta los dientes y vestido con uniforme azul.
El barón había regresado al planeta acompañado por su sobrino. El brutal Rabban, en uno de sus escasos momentos de inteligencia, había sugerido que no se alejaran de las operaciones de especia hasta que se resolvieran los «preocupantes problemas imperiales».
El barón descargó el puño contra una ventana, y el plaz vibró. ¿Hasta dónde pensaba llegar Shaddam? ¡Era una locura! Una docena de familias del Landsraad había entregado voluntariamente fortunas en especia acumulada, con el fin de evitar más demostraciones de ira imperial.
Nadie está a salvo.
Solo era cuestión de tiempo que auditores de la CHOAM vinieran a husmear en las operaciones de especia de Arrakis…, lo cual podría significar el fin del barón y su Gran Casa. A menos que consiguiera esconder todo.
Para agravar todavía más sus problemas, los malditos fremen seguían atacando sus reservas secretas, y habían localizado muchos escondites. Las ratas del desierto eran unos oportunistas, explotaban la situación a sabiendas de que el barón no podría informar de dichos ataques, pues sería como admitir sus delitos.
Gigantescas banderas con el emblema azul Harkonnen se descolgaron por los costados de altos edificios, océanos de tela que pendían en el aire caliente. Habían erigido estatuas de grifos alrededor de la residencia de Carthag, enormes monstruos que parecían dispuestos a desafiar incluso a los gigantescos gusanos de arena. La población estaba congregada en la plaza, tal como había sido ordenado, infelices expulsados de donde solían mendigar y de casas improvisadas para vitorear a su amo.
Por lo general, el barón prefería gastar su riqueza en diversiones personales, pero ahora imitaba al emperador. Con fiestas y espectáculos intimidaría a la población indigente. Se sentía un poco mejor después de la debacle del banquete. En consecuencia, no tenía la menor intención de seguir el modelo Atreides para inspirar amor. El barón Vladimir Harkonnen no quería que sus subditos le amaran, sino que le temieran.
Una correo de la Cofradía se revolvió en la puerta abierta de la sala de estrategia, una demostración de que su paciencia se estaba agotando.
—Barón, mi crucero partirá en menos de dos horas. Si tenéis un paquete para el emperador, dádmelo cuanto antes.
El hombretón, encolerizado, giró en redondo sobre su dispositivo ingrávido, lo cual le hizo perder el equilibrio. Se apoyó contra una pared.
—Esperarás. Una parte importante de mi mensaje consistirá en imágenes del desfile que está a punto de empezar.
El pelo de la correo era corto y de color vino, y sus facciones carecían de todo atractivo.
—Solo me quedaré el tiempo indispensable.
El barón flotó con un gruñido de disgusto hasta su escritorio, con una actitud exagerada de dignidad ofendida. No sabía cómo redactar el resto del mensaje, y Piter de Vries estaba en Kaitain, espiando, de manera que nadie podía ayudarle.
Tal vez tendría que haber conservado con vida al asesor de etiqueta. Pese a sus ridículos modales, Mephistis Cru habría sabido encontrar una frase afortunada.
El barón garrapateó otra frase, y después se reclinó en el asiento, mientras pensaba cómo iba a explicar la reciente racha de «accidentes» y la maquinaria de excavación perdida en Arrakis. En una reciente transmisión imperial, Shaddam había expresado su preocupación por el problema.
Por una vez, el barón se alegraba de que la Cofradía Espacial nunca hubiera logrado establecer una red eficaz de satélites meteorológicos alrededor del planeta. Eso le permitía dar como excusa que se habían desatado breves pero feroces tormentas, lo cual era falso. Pero tal vez había ido demasiado lejos…, y demasiadas pistas apuntaban a sus actividades.
Corren tiempos peligrosos.
«Como ya os he informado antes, señor, los fremen nos acosan —escribió—. Los terroristas destruyen maquinaria, roban nuestros cargamentos de melange y desaparecen en el desierto antes de que se pueda organizar una respuesta militar contundente». El barón se humedeció los labios, mientras intentaba encontrar el tono de arrepentimiento adecuado. «Admito que tal vez hemos sido demasiado benevolentes con ellos, pero ahora que he regresado a Arrakis, me encargaré personalmente de las operaciones de represalia. Aplastaremos a los nativos rebeldes y les obligaremos a inclinarse bajo la férula Harkonnen, en el glorioso nombre de vuestra Majestad Imperial».
Pensó que sus palabras eran quizá un poco exageradas, pero decidió dejar el escrito como estaba. Shaddam no era hombre que se quejara de los cumplidos excesivos.
Los bandoleros fremen habían robado hacía poco un transporte blindado de especia y otra reserva oculta en un pueblo abandonado del desierto. ¿Cómo se habrían enterado esos asquerosos guerrilleros?
La correo continuaba revolviéndose en la puerta, pero el barón no le hizo caso.
«Os prometo que los disturbios no serán tolerados, señor —escribió—. Enviaré informes regulares de nuestros éxitos en la lucha contra los traidores».
Firmó la carta con una rúbrica rebuscada, la introdujo en el cilindro de mensajes y depositó el tubo en la palma de la correo. La mujer de pelo color vino giró en redondo sin decir palabra y se dirigió hacia el espaciopuerto de Carthag.
—Esperad en el crucero las imágenes que acompañarán a ese mensaje —gritó el barón—. Mi desfile está a punto de empezar.
A continuación, hizo llamar a su sobrino para que se reuniera con él en la sala de estrategia. Pese a los numerosos defectos de Rabban, el barón tenía en mente un trabajo que la Bestia podría hacer bien. El corpulento hombre entró, provisto de su inseparable látigo de tintaparra. Con su uniforme azul eléctrico, cargado de medallas y borlas doradas, iba vestido como si fuera a ser el centro de la parada militar que iba a celebrarse en la plaza principal, en lugar de un simple observador.
—Rabban, hemos de demostrar al emperador que estamos muy irritados por las recientes actividades de los fremen.
Los gruesos labios sonrieron con crueldad, como si la Bestia ya anticipara lo que le iban a pedir.
—¿Quieres que capture a algunos sospechosos y los interrogue? Les obligaré a confesar lo que quieras.
Las trompetas resonaron en el exterior, anunciando la llegada de las tropas Harkonnen.
—Eso no es suficiente, Rabban. Quiero que elijas tres pueblos. Me da igual cuáles. Señala con un dedo en el mapa, si quieres. Ve con un comando y arrásalos. Destruye todos los edificios, mata a todos los habitantes, deja solo manchas negras en el desierto. A lo mejor redactaré un edicto explicando sus presuntos crímenes, y tú distribuirás copias entre las ruinas, para que el resto de los fremen pueda leerlas.
Volvieron a sonar trompetas en la plaza. El barón acompañó a su sobrino a la plataforma de observación. Una hosca multitud llenaba la plaza, cuerpos sin lavar cuyo hedor llegaba incluso hasta ellos, que estaban a tres pisos de altura. El barón solo podía imaginar lo insufrible que sería el olor allá abajo, con aquel calor.
—Diviértete —dijo el barón, mientras agitaba sus dedos cargados de anillos—. Un día, tu hermano Feyd será lo bastante mayor para acompañarte en estos… ejercicios de instrucción.
Rabban asintió.
—Enseñaremos a estos bandidos quién tiene el poder real aquí.
El barón contestó en tono distraído.
—Sí, lo sé.
Los soldados se alinearon con sus uniformes ceremoniales, hombres musculosos encantadores, una visión que nunca dejaba de estimular al barón. El desfile empezó.