Daosha, Zurich
República Popular de Zurich, Confederación Capelense
Noble Thayer sabía que su malestar se debía a que era incapaz de ejercer control sobre su vida. En Zurich, las cosas iban demasiado rápidas, no tan rápidas como para no entenderlas pero sí para sentirse incómodo. Dos horas después de la declaración de Thomas Marik, Xu Ning y sus Zhanzheng de guang habían declarado la guerra al gobierno, que, como era lógico, había respondido declarando la ley marcial.
Lo que nadie, excepto los revolucionarios, esperaba era hasta qué punto la milicia y la policía locales habían perdido posiciones frente a los Zhanzheng de guang. Cinco de cada seis unidades militares y policiales habían atacado al gobierno y, en doce horas, la revolución se había acabado: Xu Ning gobernaba Zurich como presidente del Partido de Liberación del Pueblo.
El hecho de que la revolución se desarrollara con tanta facilidad y sin oposición asustaba a Noble, pero no le sorprendía. Sólo había pasado una generación desde que Zurich había entrado a formar parte de la Confederación Capelense y se había convertido en el proyecto favorito del entonces canciller Maximilian Liao. Cuando Davion se apoderó del mundo en la Cuarta Guerra de Sucesión, la población apenas notó el cambio de propietario. Había sido una lucha tranquila, sin apenas daños colaterales y, como Hanse Davion había utilizado a Tormano Liao como conducto para canalizar la ayuda al mundo, la gente se limitó a desplazar su lealtad de un Liao a otro.
Ahora, con la revolución, el mundo se había convertido en la República Popular de Zurich y la población volvía a desplazar su lealtad a un tercer Liao. Xu Ning ya había empezado a colgar enormes retratos de sí mismo y de Sun-Tzu en lugares públicos. La milicia había pasado a llamarse el Ejército del Pueblo y la policía había cambiado sus uniformes blancos por un verde apagado y se llamaba Comité del Pueblo para la Seguridad de Estado. Se había anunciado la proyección de programas sociales y culturales con el propósito expreso de volver a la historia y las tradiciones capelenses.
Antes de asir el pomo de la puerta de su apartamento, Noble se pasó el saco de comestibles de una mano a otra para introducir el código de seguridad del vestíbulo. Ahora que los precios de los alimentos empezaban a ponerse por los aires, se había provisto de arroz, azúcar, harina, sal y algunas medicinas básicas. Si necesitaba algo más efectivo podría pedírselo a Cathy.
Subió los primeros seis escalones ajeno a lo que lo rodeaba, pero al llegar al séptimo observó que la escalera de caracol estaba iluminada y que la luz sólo podía proceder de un sitio: su apartamento. Lo más probable era que se tratase de Ken Fox, que había ido a arreglar el flotador del sanitario, o de Cathy, que, aunque aún no tenía la llave del piso, podía habérsela pedido a Fox.
Se detuvo en lo alto de las escaleras y miró con sorpresa a los dos oficiales del Comité de Seguridad que estaban sentados en su sala de estar.
—Disculpen, pero éste es mi apartamento —dijo al entrar por la puerta abierta—. ¿Puedo hacer algo por ustedes? —preguntó cerrando la puerta tras él— ¿Hay algún problema?
La teniente, una pequeña mujer de oscura melena y cara chupada, llevaba el pelo recogido en un moño tan apretado que Noble pensó que la carne de la cara se le resquebrajaría de un momento a otro. Se puso de pie y se retocó la casaca.
—Usted es Noble Thayer, ¿verdad?
Noble asintió con la cabeza y depositó la bolsa en el suelo. Con las manos siempre a la vista, desplazó la mirada de la mujer al gigante silencioso que había a su derecha.
—Soy Noble Thayer. ¿Ocurre algo?
—¿Debería ocurrir algo?
—No, señora, de ningún modo —contestó Noble, intentando sonreír para suavizar la situación—. No quiero problemas.
—¿Ha hecho algo por lo que deba tener problemas?
Al advertir que su sonrisa no tenía efecto alguno en ella adoptó una expresión más seria.
—No señora. ¿En qué puedo ayudarlos?
La mujer extrajo un ordenador del bolsillo lateral de sus pantalones.
—Este apartamento pertenecía a la doctora Deirdre Lear. ¿La conocía?
—No, señora.
—Pero usted le subarrienda el apartamento.
La mirada de la teniente le indicó que no le creía.
—No la conocía. Llegué a Zurich después de que ella se fuera. Mi casero, el señor Fox, me dejó subarrendarlo mediante su contrato para no tener que redecorarlo. Dijo que así también nos evitaríamos papeleo.
Ni la teniente ni su compañero parecían muy dispuestos a compadecerse de él.
—Entonces se quedó con sus cosas, ¿verdad?
—No, el apartamento estaba vacío cuando me mudé —dijo Noble, señalando hacia la hamaca y los demás muebles—. No soy un gran decorador, pero he estado trabajando en ello. Tengo recibos.
—Estoy segura de que los tiene, ciudadano Thayer. Usted tuvo acceso a las pertenencias de la doctora Lear antes de que fueran embarcadas en Zurich, ¿verdad?
—No, bueno, sí, pero sólo porque ayudé a trasladarlas al puerto espacial.
La mujer entrecerró los ojos y Noble se sintió atrapado.
—¿Así que todo lo que hay aquí es suyo? ¿Nada pertenece a la doctora Lear?
—Que yo sepa, sí, todo lo que hay aquí es mío.
—Entonces tal vez pueda explicar esto —dijo la teniente, conduciéndolo hacia la pequeña habitación que había convertido en la sala del ordenador. Se dirigió al centro de ésta mientras su ayudante se ponía en guardia junto a la puerta. Sobre un catre militar de lona que había utilizado de mesa para guardar los manuales del ordenador, Noble vio dos fajos de billetes de diez mil coronas, una riñonera de la que se habían caído dos monedas de oro de diez coronas y una pistola M&G P30 con cuatro paquetes de recambios de polímero balístico.
—¿Es suyo?
—Esto es una fortuna en coronas —contestó Noble, mirando a la mujer con incredulidad—. ¿Dónde lo ha encontrado?
—En el suelo, debajo de esa tabla suelta.
—¿Un escondite? —dijo Noble, poniéndose de rodillas y palpando el suelo como si fuera ciego. El ayudante dio un golpecito sobre una tabla con el pie. Noble introdujo las uñas en la fisura y husmeó el interior—. ¡Maldita sea!
La teniente echó la cabeza hacia atrás y se cruzó de brazos.
—¿Está diciendo que no sabe nada de esto?
Noble levantó la parte más larga de la tabla con la mano derecha y examinó el agujero. Abrió la boca como si fuera a hablar, levantó la mano izquierda y dio un puñetazo al gigante en la ingle. Un segundo después, todavía sin levantarse, golpeó a la teniente en la rodilla con el revés de la tabla y ésta cayó lentamente al suelo.
Agarró su chaqueta con la mano izquierda y sacó una fina daga que llevaba sujeta al cinturón detrás de la espalda. La cuchilla ennegrecida se desprendió de la funda con la misma facilidad con que sus quince centímetros de longitud penetraron en el pecho del gigante a la altura del esternón. Noble calculó el corte y giró la muñeca para garantizar una herida con forma de abanico que le alcanzaría el corazón y ambos pulmones.
Volvió a mirar a la mujer y le partió la tabla en la mano derecha cuando se disponía a agarrar su pistola. La teniente soltó un grito, pero su gemido se transformó en un inaudible lloriqueo al recibir un golpe en la cabeza que la dejó aturdida. El siguiente golpe le destrozó la otra muñeca.
—El dinero, las armas —dijo entre jadeos—. Usted es un agente davionista.
—Podría ser —dijo Noble poniéndose de pie con la pistola de agujas en la mano—, pero si se lo dijera tendría que matarla —añadió mientras abría el cargador e introducía las balas—. ¡Pero qué demonios, la mataré de todos modos!
Le disparó dos veces en el pecho y luego disparó al gigante. Satisfecho de haberlos matado, les quitó las armas y tiró las pistolas y el dinero sobre la cama. Recogió sus documentos de identificación y el ordenador de bolsillo. Después de limpiar el cuchillo con el uniforme del gigante, se lo volvió a sujetar al cinturón.
Noble meditó por un momento si debía intentar trasladar los cuerpos al almacén del sótano, pero las posibilidades de que alguien lo viera sobrepasaban en gran medida las ventajas de esconder los cadáveres. Como las pistolas de agujas no hacían ruido al descargar y les había disparado en la habitación interior de su apartamento a primera hora de la tarde, las posibilidades de que alguien hubiera oído los disparos eran ínfimas y todavía era más difícil que lo hubieran denunciado. Aunque sólo hacía un día y medio que se había instaurado el régimen de Xu, los ciudadanos de Zurich ya se habían acostumbrado a no entrometerse en los asuntos de los demás y a evitar llamar la atención.
Noble se quitó la ropa ensangrentada y se lavó las manos en el baño. Consciente de que no podría volver al apartamento, se puso ropa de abrigo y recogió la parca que le había vendido el yerno de Fox para el invierno. Sacó una mochila del armario y en ella metió las pistolas de los oficiales de seguridad, los paquetes de polímero y un jersey grueso. Se dirigió a la cocina y se hizo con varias latas de estofado con chile y una botella de agua. En las bolsas laterales metió todos los discos de datos ópticos de su ordenador.
Se ató la riñonera con las coronas de oro alrededor de la cintura y se sacó la camisa por fuera para que no se viera. Hizo varios paquetes con los billetes de diez mil coronas y los repartió entre los diversos bolsillos y la parte superior de sus botas. Tras ponerse la parca y recoger el saco de comestibles, Noble Thayer echó un último vistazo al apartamento.
Al ver que la sangre había llegado al vestíbulo, sacudió la cabeza.
—Siento dejarte con este lío, Ken, pero para algo pagué la fianza de limpieza.
Después de cerrar la puerta con llave, Noble Thayer se fue de casa para no volver y buscó refugio en las calles de Zurich.