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El demonio puede citar las Escrituras en beneficio propio. Un alma demoníaca, en santo testimonio, es como un villano con una sonrisa en los labios, una deliciosa manzana podrida por dentro.

¡Oh, qué falsedad externa tan deliciosa!

WILLIAM SHAKESPEARE,

El mercader de Venecia

Ciudad de Avalon, Nueva Avalon

Marca de Crucis, Mancomunidad Federada

15 de julio de3057

La enfermera sonrió a Francesca Jenkins cuando la joven se alisó la parte trasera de su falda a rayas.

—Eres como un tónico para esos muchachos, Fran. No querían que te fueras.

Francesca esbozó una sonrisa.

—Me gusta leerles cuentos, pero me di cuenta de que se estaban cansando. Es triste ver niños pequeños tan enfermos.

Connie Whynn tecleó algo en el ordenador y alzó la vista.

—Muy triste, y deprimente para mucha gente. Por eso tú eres una de las pocas voluntarias que están dispuestas a trabajar en las salas de cáncer de pediatría.

—Nunca había pensado en trabajar como voluntaria, pero, después de ver el programa sobre Missy Cooper y su primo Raymond, supongo que algo cambió en mi interior.

Connie entrecerró los ojos y se echó hacia atrás en un gesto de escepticismo cómico.

—Ya, seguro que viste a Raymond y te llegó al corazón. ¿Seguro que no eres otra buscadora de oro intentando hacerse amiga de Joshua Marik?

La diminuta voluntaria de oscura melena soltó una fuerte carcajada.

—No es mi tipo, teniendo en cuenta que su edad acaba de alcanzar los dos dígitos. Además —añadió con una sonrisa diabólica—, hay leyes que lo prohíben.

—En fin, de todos modos, estás a punto de conocerlo —dijo Connie, colocando el ordenador de bolsillo sobre el puerto de datos de la terminal para descargar el gráfico de Joshua en el dispositivo manual y haciendo un gesto a Francesca para que la siguiera por el pasillo—. No te impresiona ver sangre, ¿no?

—Sólo la mía —dijo Francesca, con una sonrisa en los labios y las mejillas sonrosadas—, siempre y cuando no tenga que sacársela a él.

La otra mujer hizo un gesto de rechazo.

—El Departamento de Inteligencia me ha insistido y presionado siempre que ha podido para tener derecho a investigar a Joshua. Le he sacado tanta sangre durante los últimos seis meses que me llama enfermera «Drácula», y la verdad es que no lo culpo. Realmente es un niño encantador.

Francesca siguió a la mujer a lo largo de pasillo, más allá de los ascensores y el vestíbulo, y doblaron una esquina en dirección a la zona de pediatría que tenía salas privadas. Dos hombretones armados con rifles hacían guardia a ambos lados de la entrada. Cualquier persona que quisiera entrar en la habitación de Joshua tenía que pasar una pequeña barrera que contenía un detector de metales. Uno de los guardias les indicó con el rifle que se dirigieran al detector mientras el otro se apartaba y se preparaba para disparar en caso de que ocurriera algo inesperado.

Connie entregó el ordenador de bolsillo al guardia que había junto al detector y pasó a través de la unidad de escaneo. Él guardia examinó el ordenador, se lo devolvió y detuvo a Francesca al tiempo que levantaba una mano.

—¿Está limpia?

Connie asintió con la cabeza.

—Déjela pasar. Al empezar mi turno me han comunicado que pasó una revisión hace tres días.

El guardia encendió su radio para comunicarse con los superiores. Leyó en voz alta el número de DI de la placa de voluntaria de Francesca y asintió.

—No intervendrá en su tratamiento, ¿no?

—No. Sólo ayudará a limpiar cuando yo acabe.

El guardia hizo un gesto a Francesca para que pasara, quien hizo lo indicado sin quitarse nada. El guardia volvió a comprobar los nombres de sus etiquetas, tecleó algo en su ordenador de bolsillo y golpeó la puerta de la habitación de Joshua. Se oyó el chasquido de dos cerrojos y la pesada puerta a prueba de bombas se abrió lentamente.

Aparte del guardia armado que les había abierto la puerta, Joshua era el único ocupante de la habitación. Sobre la cama, cuya cabecera estaba colocada contra la pared izquierda, había un chico calvo que miraba con interés un equipo holovisual instalado cerca del techo en la esquina más alejada de la habitación. Francesca advirtió que se trataba de un viejo holovídeo —uno de la serie del Guerrero inmortal—, pero no fue capaz ni de identificar la estrella cubierta de barro ni de distinguir a los luchadores. Aunque la serie no era más que unos dibujos de acción en directo, Joshua parecía estar absorto en ella.

—Buenas noches, Joshua.

El chico giró la cabeza al instante y la radiante sonrisa de sus labios empezó a disiparse.

—Enfermera Drácula, el sol todavía no se ha puesto.

—Llevo crema protectora del ochenta y ocho.

—¡Otro intento frustrado! —exclamó el chico de pecho hundido mientras se subía la manga izquierda—. Ten cuidado. La última vez tuve morados.

—Sí, es cierto, pero desaparecieron más rápido que antes, lo cual es buena señal.

Connie abrió un botiquín, extrajo unas bolas de algodón, un bote de alcohol y una probeta de vaciado para muestras sanguíneas y lo colocó todo sobre una pequeña bandeja en la mesa que había junto a la cama de Joshua.

Joshua desvió la vista de Connie y miró a Francesca.

—Hola, soy Joshua Marik.

Francesca inclinó la cabeza.

—Encantada de conocerlo, duque Joshua. Yo soy Francesca Jenkins, pero puedes llamarme Fran. Ayudo a la enfermera Drácula.

—Ella ordenará tu habitación y cambiará las sábanas mientras te baño —explicó Connie, arqueando una ceja mientras miraba a su joven paciente—. Quizá sería mejor que te bañase primero y luego te sacase sangre. ¿O me prometes que esta vez no chapucearás en el agua?

Joshua no contestó, sino que se limitó a mirar a Connie con los ojos enormes y tristes de un cachorro de perro.

La enfermera hizo un guiño a Francesca y tomó una bola de algodón, la apretó contra la apertura del bote de alcohol repetidas veces y limpió la parte interior del codo de Joshua. Tiró el algodón a la papelera, tomó la probeta de vaciado y la presionó contra el brazo del chico. Al ajustarle la goma de constricción a la parte superior del brazo, las venas adoptaron un color morado.

La probeta de vaciado tenía un sistema sencillo. En el interior había una aguja que llegaba hasta un tapón con una abrazadera y sobresalía por la parte trasera. Connie seleccionó un tubo de ensayo cerrado al vacío y lo insertó en el tapón. La parte posterior de la aguja punzó la delgada membrana, manteniendo el vacío, y Connie introdujo la aguja en el brazo de Joshua. El vacío succionó la sangre hacia el interior del tubo de ensayo.

Cuando el primer tubo estaba casi lleno, Connie pulsó un botón del tapón y detuvo el flujo sanguíneo. Cuando consiguió separar el tubo de ensayo, lo colocó en la mesa. La membrana que cubría la parte superior se soltó para evitar que se derramara la sangre. Insertó un segundo tubo en la abrazadera, soltó el botón y volvió a llenar el tubo de sangre.

Joshua alzó la vista hacia ella con cara de preocupación.

—¿Cuántos son hoy?

—Sólo dos —contestó Connie antes de mirar a Francesca—. Llevaré estos dos al laboratorio, si crees que puedes limpiarlo y vendarlo tú sola.

Francesca hizo un gesto de asentimiento.

—Eso está hecho.

Se dirigió a la mesita y se hizo con dos bolas de algodón. Impregnó una de ellas en alcohol mientras apretaba la otra con dos dedos. Mantuvo la bola húmeda en la mano derecha y un vendaje en la izquierda y asintió con la cabeza para indicar a Connie que estaba preparada.

La enfermera recogió la probeta de vaciado del brazo de Joshua, y Francesca se acercó a él. Mientras ocultaba sus movimientos con su cuerpo, cambió las bolas de algodón y apretó la que estaba seca contra la herida durante tres segundos, asegurándose de que la presión no cortaba la circulación de la sangre. Cuando Connie se giró hacia la puerta, Francesca aprovechó la oportunidad para cambiar el algodón. Al tiempo que mantenía la presión con la bola de algodón húmeda sobre el agujero se llevó la otra mano al bolsillo del vestido.

Palpó la apertura que se había hecho en la costura e introdujo el algodón con la muestra de sangre en la parte superior de las medias, cerciorándose de que estaba seguro entre éstas y la pierna. Volvió a sacar la mano, frotó la herida con la bola húmeda y la tiró a la papelera. Colocó el vendaje sobre el agujero del brazo del chico y le regaló una agradable sonrisa.

—Ya estamos —le dijo. No era más que media mentira.

 

Cuatro horas más tarde, Francesca Jenkins salió del Centro Médico del Instituto de Ciencia de Nueva Avalon. Llevaba diez días al servicio de la Inteligencia Marik y sólo le quedaban setenta y dos hora para completar su misión. El Departamento de Inteligencia la había examinado y le había concedido una misión de voluntariado en el ICNA para acceder a Joshua Marik gracias a su carrera ejemplar. A excepción de tres períodos de cuatro meses, la supervisora de gráficos informáticos de veintiséis años había pasado toda su vida en Nueva Avalon. Durante ese tiempo había reunido seis entradas de aparcamiento y un informe de impuestos de auditoría.

Como había nacido en Nueva Avalon —hija de un avalonita y su compañera de guerra de Castor—, Francesca había vivido sin correr muchos riesgos. Cuando cumplió catorce años, sus padres se divorciaron y su madre recuperó el nombre de soltera de Jenkins. Francesca también cambió de nombre. Madre e hija estaban muy unidas, ya que Francesca era hija única y su madre vivía lejos de su casa y su familia de la remota Liga de Mundos Libres.

Mientras tanto, el padre de Francesca se había obsesionado con obtener la custodia de su hija e incluso había intentado secuestrarla en dos ocasiones. Ambos intentos fueron fallidos y la madre de Francesca obtuvo una orden de restricción para mantener a su ex marido alejado de ambas. El día que cumplía dieciséis años, Francesca volvió a casa después del colegio y se encontró a su madre tirada en el suelo de la cocina sobre un charco de sangre y a su padre sentado en la mesa y muerto de una bala que él mismo se había disparado en la cabeza.

Al quedar huérfana, la hermana de su padre se hizo cargo de ella. Aunque su nueva familia era amable y trataba muy bien a Francesca, todos creían que su madre tenía parte de culpa en la tragedia y el hecho de que Francesca decidiese mantener el nombre de Jenkins no mejoró la situación.

El verano siguiente, los padres de su madre, a los que nunca había visto, le enviaron un billete para que fuera a visitarlos a Castor. Francesca no se lo pensó dos veces pese a que estaría tres meses de viaje y sólo dispondría de un mes para estar con sus abuelos. Cuando llegó a Castor conoció a Stefan y Adrianne Jirik —su madre había adoptado el nombre de Jenkins para integrarse mejor en Nueva Avalon— y buscó refugio en la calidez de la familia Jirik.

Le explicaron que los Jirik tenían una gran tradición de servicio a la Liga. Durante aquel mes, Francesca descubrió las raíces históricas y familiares en las que basar su imagen y autoestima. Después de oír toda la historia, confesó a sus abuelos que quería quedarse con ellos en lugar de volver a casa de sus tíos, pero ellos le advirtieron que no se precipitase. Le recordaron que Nueva Avalon era un mundo donde podía aprender mucho y que la familia Jirik valoraba en gran medida la educación. También sabían que su tía se había portado bien con ella y que recompensar su amabilidad con tal ingratitud sería deshonroso.

La chica aceptó volver a Nueva Avalon muy a su pesar.

Durante las dos siguientes visitas a Castor, los Jirik acabaron de convertir a Francesca en una agente para la Liga de Mundos Libres. En Castor se dirigían a ella como Frantiska, la versión más común de su nombre en la Liga. Le enseñaron cifras sencillas pero casi universales, cómo crear y trabajar en puntos de recogida, cómo utilizar un cortacircuito e, incluso, cómo conservar y disparar una amplia gama de pistolas. Le aseguraron que como espía en Nueva Avalon nunca le pedirían que hiciera daño a nadie, sino que se limitaría a reunir información en zonas donde la Mancomunidad Federada era fuerte y la Liga débil. Le confesaron que sólo se trataba de espionaje industrial y le prometieron de nuevo que nunca le encomendarían una misión realmente peligrosa.

Hacía diez días que había llegado el fatídico mensaje por correo electrónico a su oficina. A la hora de la comida se dirigió al punto de recogida que había establecido —un pequeño sobre sujeto bajo un banco del primer confesionario de la iglesia de Saint Andrews— y extrajo un disco de ordenador. No sabía quién lo había puesto allí, pero tampoco le importaba. Precisamente, aquél era el propósito de los puntos de recogida. Era parte del juego y ella estaba decidida a jugar lo mejor que pudiera.

En casa, el ordenador había descodificado el mensaje sin problemas y le había encomendado una tarea sencilla: obtener una muestra de la sangre de Joshua Marik sin llamar la atención, llevar a cabo una investigación genética e informar en caso de que concordase con los datos del archivo del disco.

Francesca se puso en marcha enseguida. Al refrescar la memoria sobre biología básica, descubrió que la cantidad de sangre necesaria para obtener una pareja de genes era relativamente pequeña. Nadie advertiría un vendaje utilizado u otro artículo similar, pero seguro que un vial de sangre llamaría la atención.

Eso significaba que tenía que acercarse a Joshua. No tardó en pensar en trabajar como voluntaria en el hospital para conseguir acceso a su habitación. Empezó a hablar con sus amigos sobre lo vacía que era su vida, sobre el hecho de que le faltaba algo pese a su éxito en el trabajo. Insinuó su deseo de quedarse embarazada y educar a un niño ella sola. En un intento por disuadirla de aquella idea, sus amigos le sugirieron que hiciera trabajos de voluntariado con los niños del hospital y, siguiendo su consejo, llamó al hospital.

Los dos agentes del Departamento de Inteligencia que la habían investigado también hablaron con sus amigos. Les informaron de que le habían sugerido que trabajase con niños para intentar ayudarla, lo cual daba todavía más credibilidad a su engaño. En cuarenta y ocho horas, Francesca obtuvo permiso para acceder a Joshua si el deber lo requería.

 

Tres días después ya había conseguido su muestra sanguínea.

Había muchos laboratorios privados que podían proporcionar un informe genotípico completo como el que se utilizaba normalmente en los juicios de paternidad o maternidad, pero eran costosos y requerían tiempo. Además, podían dejar unas pruebas que Francesca no quería. Se dirigió a un centro educativo con la historia de que daba clases particulares de ciencia al hijo de unos vecinos y necesitaba un botiquín de experimentos genéticos para la escuela secundaria. Pagó en efectivo y se marchó.

Hacía siglos que existían las herramientas básicas para la manipulación genética, pero su disponibilidad no había desembocado en la explosión de formas de vida genéticamente alteradas que muchos teóricos de la biología habían pronosticado hacía un milenio. Una cosa era identificar una cadena de pares básicos de nucleótidos y otra muy distinta cambiar un gen conocido por otro. Pero, ni siquiera en este último caso, era posible cambiar el universo y volver a empezar la vida de cero. Como informaba uno de los libros de instrucciones, la ciencia de la genética había llegado a un punto en el que podía reconocer las formas de las piezas del rompecabezas e incluso cambiar algunas piezas de uno a otro. Otra cosa era combinar veinte millones de rompecabezas y conseguir una imagen coherente sacando piezas de otros. Era una hazaña que nadie había conseguido todavía.

En casa sacó la gasa de algodón del bolsillo y la metió en un tubo de ensayo que había llenado de agua destilada. Después de apretarla obtuvo tres centímetros cúbicos de un líquido rosado, a los que añadió tres centímetros cúbicos más de solución amplificadora de ADN del botiquín. Siguiendo los diagramas del libro de instrucciones, introdujo el tubo de ensayo en el horno y lo programó para que calentara y enfriara la solución durante las siguientes treinta horas.

El amplificador era una solución química que contenía los nucleótidos necesarios para recrear todos los detalles de la doble hélice del ADN. También incluía algunas cadenas químicas especiales diseñadas para aislar secuencias genéticas específicas. Para poderlas identificar, la solución química se concentraba en dos parejas de cromosomas: X, Y y la pareja número 1. Las secuencias X e Y permitirían establecer una relación por sexos mientras que las muestras de la pareja número 1 proporcionarían un contraste de las contribuciones de cada progenitor en un cromosoma en el que ambos habían participado. Después del ciclo de treinta horas, se había creado un millón de copias de las secuencias seleccionadas particularmente.

Después de ampliar el contenido de ADN de la muestra, Francesca extrajo un centímetro cúbico de fluido y lo repartió entre cinco tubos de ensayo. Introdujo el último centímetro cúbico de fluido del tubo de ensayo original dentro de una bolsa de plástico y lo metió en el congelador por si necesitaba repetir las pruebas o sus supervisores querían ver el material. Con sólo repetir el paso mediante la solución amplificadora de ADN podría crear tantas muestras como necesitara.

Añadió una sola gota de cada una de las cinco soluciones cortantes-reductoras incluidas en el botiquín a cada uno de los cinco tubos de ensayo. Estas gotas contenían cortantes químicos que buscaban una estructura exactamente igual de pares nucleótidos dentro de las muestras duplicadas: adenina, citosina, guanina y timina, y, como sólo se une la adenina con la timina y la citosina con la guanina, es habitual encontrar gran cantidad de repeticiones secuenciales. Los cortantes buscaban secuencias específicas, de unos sesenta pares básicos de longitud, y las sacaban de las cadenas duplicadas.

Durante las cinco horas que tardaban las soluciones químicas en preparar las muestras, Francesca hirvió el gel de vendaje y lo echó en una sartén plana que parecía una plancha para hacer crépes. El gel se enfrió y se endureció hasta convertirse en una película translúcida con un fondo negro que le recordaba el hielo que se acumulaba en la carretera durante los inviernos más duros de Ciudad de Avalon.

Vertió una gota de tinte permanente en cada tubo de ensayo, lo mezcló y utilizó una pipeta para extraer una gota del primer tubo. Introdujo el extremo de la pipeta en el gel a unos diez centímetros de distancia de la parte superior de la lámina y depositó allí la gota. Utilizó pipetas individuales para las otras soluciones y repitió el procedimiento hasta tener cinco gotas en el gel. Colocó la tapa en la incubadora, la enchufó, la encendió y la dejó funcionando durante dos horas.

Mientras esperaba, Francesca lavó toda la cristalería experimental, la hirvió y finalmente la rompió antes de meterla en una bolsa. Quemó la caja y las instrucciones —salvo las dos últimas páginas, que recogían los procedimientos para completar el experimento— en la chimenea, removió la ceniza y la barrió para tirarla más tarde. Vació los viales químicos de plástico en el fregadero, los lavó y los fundió, pero, como la fundición en la chimenea no acabó de funcionar, tuvo que rascar el plástico que se había enganchado a los ladrillos cuando éste se hubo enfriado.

Dos horas más tarde, la incubadora se cerró automáticamente. No había cocido la solución en el gel, sino que la había separado de éste. Una descarga de corriente eléctrica atravesó el gel de izquierda a derecha y dos horas más tarde envió los grupos de secuencias del punto inicial al otro lado del gel. Cuanto más grandes eran los segmentos separados de cada grupo, más se alejaban del punto inicial en el campo eléctrico.

El tinte permanente manchó los segmentos de fluorescente. Francesca retiró la tapa de la incubadora y sometió el gel a una fuerte luz durante cinco minutos. Colocó la rejilla superior sobre el gel y apagó todas las luces. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio unas líneas relucientes en ciertos puntos de la matriz de la rejilla y anotó las coordenadas cautelosamente: X, 3, 25; Y, 12, 24; 1, 1, 2, 9, 20, 31; 1, 2, 4, 15, 37, 43; 1, 3, 7, 16, 30, 42.

Volvió al ordenador y tecleó las coordenadas para conseguir la muestra doble y poder compararlas.

Cromosoma Joshua Muestra doble
X 3, 25 2, 18
Y 12, 24 15, 45
1,1 2, 9, 20, 31 3, 7, 23, 39
1,2 4, 15, 37, 43 12, 17, 31, 33
1,2 7, 16, 30, 42 2, 14, 19, 37

Francesca esbozó una sonrisa. Aunque sólo tenía veintiséis años y había llevado una vida normal en Nueva Avalon —salvo que había sido reclutada como espía por sus abuelos—, nunca había recibido protección. Mientras preparaba las soluciones, las trabajaba, las ordenaba y las incubaba, había estado pensando en por qué sus superiores de la Liga de Mundos Libres querían un doble genético para Joshua. Cuando los plásticos empezaron a gotear por los ladrillos de la chimenea descubrió el motivo: con la muerte reciente de Sophina Marik, alguien debía de haberse adelantado alegando ser el padre biológico de Joshua. Para evitar que los medios de comunicación hicieran un festín con el falso escándalo, el capitán general necesitaría una prueba para negar la repugnante alegación. Por eso la habían escogido para conseguir una muestra de sangre y llevar a cabo esa sencilla prueba.

Francesca estudió los resultados. No había correspondencia entre las dos muestras. No había modo alguno de relacionarlas, así que el hombre que decía ser el padre de Joshua era un fraude. Con una bola de algodón, un botiquín escolar y una buena dosis de paciencia, ella, Frantiska Jirik, había salvado a la Liga de Mundos Libres de la mayor amenaza a la soberanía que jamás hubiera existido.

Orgullosa de su contribución histórica a la nación de sus conciudadanos, codificó los datos y preparó la hoja de cifras que dejaría en el punto de recogida para que se la llevasen a Atreus. Cuando lo hubo hecho, destrozó el resto del botiquín y lo tiró en diferentes contenedores lejos de donde vivía.

Se detuvo para hacer una confesión abreviada en Saint Andrews y volvió al hospital, donde continuó su labor como voluntaria. Se sentía bien estando tan cerca de Joshua, ayudándolo cuando lo necesitaba, y, aunque no habló con él cuando sus caminos se volvieron a encontrar, creía que Joshua sabía instintivamente que en ella tenía una amiga fiel.

En pie de guerra
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