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Bien, ¿cómo prosigue la historia? ¿Cómo termina? ¿Qué ha sido de Thomas Lieven y de su Pamela? ¿Quién nos ha relatado todas estas aventuras tan desconcertantes? ¿A qué se debe que hayamos podido relatar estos sucesos tan secretos, sí, secretísimos de nuestra época?
Son éstas muchas preguntas. Pero podemos contestar a todas ellas. Aun cuando sea necesario que salga un hombre de las sombras que, por su profesión, debe permanecer siempre en ellas.
Y este hombre soy yo. Yo, el autor que ha descrito para ustedes las aventuras y las recetas culinarias del agente secreto Thomas Lieven.
Por encargo de mi editorial me trasladé, en el mes de agosto de 1958, a Estados Unidos. Había de permanecer un mes allí... Me quedé cuatro meses. Había de reunir allí material para una novela. Pero la novela no llegó a escribirse.
¡Pero sí fue escrito el relato que acaban de leer ustedes!
Allí descubrí la pista, y, ¿cómo si no?, a través de una mujer de un atractivo irresistible.
Por motivos por demás comprensibles no puedo citar la ciudad en donde conocí a aquella mujer. Fue una cálida mañana del mes de septiembre. Tenía hambre. Un amigo periodista me había recomendado un buen local. Y allí dirigí mis pasos. Y allí la vi...
Caminaba delante de mí. Con tacones altos. Un traje sastre color beige muy ceñido. Tenía el cabello azul oscuro. Un cuerpo arrebatador. De mediana estatura. Con curvas como un yate de carreras.
Apresuré el paso. Alcancé a la dama. Tenía unos labios rojos muy gruesos y brillantes, unos grandes ojos negros y una bonita frente.
De pronto se me pasó el hambre...
Perdóname, mi querida Lulú: sabes que todos los hombres son iguales y que ninguno de ellos es merecedor de nada, sobre todo, cuando se les envía de viaje.
Durante el siguiente kilómetro proseguí mi juego malicioso. A veces la adelantaba, otras la dejaba pasar. Cuanto más la miraba, tanto más me gustaba.
¡Perdóname, dulce Lulú, perdóname, sabes muy bien que sólo te amo a ti!
La dama se dio clara cuenta de lo que sucedía. Una vez me sonrió. No estaba enfadada. Las damas guapas y elegantes nunca se enfadan. Sólo apresuró el paso. Yo también.
Y entonces vi el local que me había recomendado mi amigo. Sucedió a continuación algo inesperado. La excitante dama no pasó frente al local, no, entró en el mismo.
Sin dudarlo un solo instante la seguí. ¡Sin tener la menor sospecha de lo que me aguardaba al otro lado de la puerta!
Alcancé a la maravillosa mujer en el guardarropía. Estaba delante del espejo y se arreglaba el cabello.
—Hola -saludé en inglés.
Sonrió al espejo y dijo igualmente:
—¡Hola!
Me incliné ligeramente y le dije mi nombre. Y añadí:
—Señorita, desde que nací padezco una terrible timidez crónica. Nunca antes, ni en sueños, me hubiese atrevido a dirigir la palabra a una persona desconocida.
—¿De veras? -Y se volvió hacia mí.
—De veras. Pero hoy, al verla a usted, ¡todo ha sido superior a mis fuerzas! Madame, me ha ayudado usted a vencer mi complejo. Le estoy profundamente agradecido. Éste es un motivo para celebrarlo. Dicen que aquí sirven una pechuga de faisán maravillosa. Me miró muy seria.
En algún lugar de Estados Unidos, 28 de octubre de 1958
En esta comida nació este libro
Rodaballo
Se coloca un rodaballo hervido en agua caliente, sin que quede demasiado blando, y con el lado blanco hacia arriba, en una fuente previamente calentada, y se rodea con ostras al horno.
Ostras al horno
Se hacen abrir las ostras por el pescadero, se guardan en hielo hasta el momento de su utilización y se separan entonces de las valvas. Se secan con un paño, se rebozan en harina, huevo batido, finas migas de panecillo, se tuestan rápidamente en mantequilla morena y se sirven inmediatamente.
Salsa holandesa con caviar
Se baten dos yemas con una salpicadura de vinagre y una cucharada mediana de agua caliente en una pequeña cacerola, se coloca al baño maría en la llama pequeña, se añaden, agitando constantemente, 125 gramos de mantequilla, se bate, hasta que la salsa se vuelve espesa, sin hervir, y se sazona con sal y limón. En el último momento antes de servirse se añaden 50 gramos de caviar a la salsa caliente, batiendo bien.
Filete Wellington
Se toma un filete de mediano tamaño, se cuece ligeramente, se coloca, una vez frío, sobre una capa de hojaldre con cebollas escalonias picadas, cocidas con mantequilla, champiñones, perejil y estragón. Se cubre el lado superior con hígado de ganso calentado con Madeira, pedacitos de trufas, se cubre con el hojaldre, se pega bien con yema de huevo y se cuece en el horno, hasta adquirir un bello tono moreno. Del líquido del asado y de la cocción se prepara una salsa, que se sazona fuertemente con Madeira.
Albondiguillas de Salzburgo
Se baten 6 claras de huevo en una gran fuente hasta formar una espesa nieve, se baten luego 6 yemas, 2 cucharadas de harina y de azúcar, 60 gramos de mantequilla y 1/4 de taza de leche caliente, endulzada con vainilla. Se calientan otros 60 gramos de mantequilla en una sartén profunda, se añade la masa y se calienta en el horno, hasta que se colorea por debajo. Con el molde se cortan grandes albondiguillas, se les da la vuelta y se ponen de nuevo al horno bien tapadas, hasta que se doran por debajo, se añade luego 1/4 de taza de la leche con vainilla y se deja reposar por unos instantes la sartén, aún tapada, para que se absorba la leche y las albondiguillas resulten más esponjosas. Cubiertas de azúcar, deben servirse inmediatamente para que no se deshagan.
—Sí, el faisán lo preparan muy bien aquí.
—Bien..., ¿me permite que me adelante? -Me siguió.
El local era de dimensiones medianas, muy bien decorado, con muebles antiguos y muy confortable. Sólo quedaba una mesa vacía en un rincón, pero sobre la misma había una cartulina que decía: «RESERVADO.»
Le alargué un billete de cinco dólares al camarero y le dije:
—Le agradezco habernos reservado la mesa.
Luego ayudé a la encantadora dama a tomar asiento. Y la dama dijo:
—Faisán, Henry. Y antes sopa de cola de cangrejo. Pero antes un aperitivo. ¿Qué le parece a usted un Martini seco, señor Simmel?
Por suerte tengo un editor muy generoso. ¡Amigos, vaya cuenta la que voy a presentar a mi regreso!
—Si no le importa a usted, prefiero un whisky.
—Yo también. Dos dobles, Henry -dijo la dama.
—Muy bien, jefa -dijo el camarero, Henry, y se alejó.
—¿Ha dicho jefa?
—Ha dicho jefa.
—Pero, ¿por qué?
—Porque soy la jefa aquí. -Rió-. ¡Se hubiese podido ahorrar los cinco dólares!
—En fin, mire usted, esto lo paga mi editor.
—¿Editor? ¿Es usted escritor?
—Unos dicen que sí, otros dicen que no, señorita..., hum...
—Thompson, Pamela Thompson -dijo.
Y, de pronto, se me quedó mirando con gran interés. ¿Por qué?
—Porque es usted escritor, señor Simmel. Tengo una predilección especial por los escritores -dijo.
—¡Maravilloso, señorita Thompson!
Vamos a resumir, queridos lectores. La sopa de cola de cangrejo fue excelente; el faisán, maravilloso. Hablé ininterrumpidamente. Muy ingenioso, claro está. Cuando tomamos el café estaba dispuesta a acompañarme al cine.
—Okay, míster Simmel. Yo me encargo de las entradas, conozco al propietario del cine. La función empieza a las ocho y media. ¿Me pasará a recoger usted?
—Será un placer, señorita Thompson.
—¿Digamos a las siete y media? Antes tomaremos una copa...
—A las siete y media me parece muy bien.
Amigos, debo ejercer una fascinación especial sobre las mujeres. Diablos, ¿por qué no me he decidido a trabajar en el cine?