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El 23 de marzo de 1944 fue invitado Thomas Lieven a una gran fiesta social que daba un francés amigo suyo de negocios. En esta recepción se aburrió de lo lindo hasta que hizo acto de presencia una mujer en un vestido de noche verde. ¡Y entonces consideró que la fiesta era la más divertida de este mundo!
La dama de verde tendría unos veintiocho años de edad. Llevaba el pelo peinado hacia arriba. Los ojos eran de un color marrón castaño. Se parecía muchísimo a la actriz de cine Grace Kelly.
—¿Quién es? -le preguntó al instante Thomas Lieven al anfitrión.
Y éste le dijo quién era la mujer.
Vera, princesa de C..., así es como nosotros llamaremos a la dama. Vive entre nosotros y goza de nuestra mayor simpatía. Por este motivo vamos a silenciar su apellido.
—Una de las más antiguas familias de la nobleza alemana -explicó el anfitrión a nuestro amigo-. Está emparentada con las familias nobles de todo el mundo, con el viejo Guillermo, los Windsor, el conde de París... ¡Con todo el mundo!
—¿Tendría la amabilidad de presentarnos? -suplicó Thomas.
El anfitrión los presentó.
La princesa se comportó de un modo muy raro. ¡Jamás en su vida había conocido Thomas a una mujer tan reservada, fría y engreída!
El hombre sacó a relucir todos sus encantos. Pero la princesa sonreía de un modo mecánico, y cuando él hacía una de sus observaciones más agudas, se limitaba a decir:
—¿Qué quiere decir con esto, señor... Lieven?
Esta actitud excitó a nuestro amigo. ¡La mujer le gustaba! Poco le importaba su ascendencia aristocrática. No era un snob. No necesitaba a ninguna princesa en su colección. No, era la mujer en sí...; ¡la mujer le encantaba!
Y por este motivo prosiguió sus esfuerzos. Preguntó si podrían volver a verse..., ir a la Ópera...
—... cocino y dicen que lo hago bastante bien. ¿Puedo cocinar algo para usted? ¿Mañana, tal vez?
—Del todo imposible. Esta semana estoy invitada todas las noches en casa del señor Lakuleit. ¿Le conoce usted?
—¿Lakuleit? -En otra ocasión había oído Thomas ese nombre. ¿Cuándo? ¿Dónde?-. No, no conozco a este feliz para el que usted dispone de tanto tiempo.
Finalmente, nuestro amigo desistió. Era en vano. Inútil. Enojado, fue el primero en abandonar la reunión.
Dos días más tarde, la princesa le llamaba inesperadamente a su casa. Se disculpó por haber tratado con aquella frialdad a Thomas. Cuando se marchó, el anfitrión le contó que era oriundo de Berlín y que poseía un pequeño Banco en París.
El anfitrión sólo conocía a Lieven como banquero. Nadie, excepto los directamente afectados, estaban al corriente de las actividades de Thomas Lieven en París como agente...
—... le hablé a usted del señor Lakuleit -le, oyó decir Thomas a la princesa-. Imagínese usted, ¡también él es berlinés! Es decir, nació en Koenigsberg... Me dijo usted que le gustaba cocinar y entonces, él ha tenido una ocurrencia muy divertida. Le gustaría comer Königsberger Klopse, y aquí no hay nadie que sepa hacerlos... Venga usted mañana a nuestra casa, es decir, a casa del señor Lakuleit...
Nuestro amigo aceptó la invitación. Y, luego, comenzó a meditar...
Lakuleit... Lakuleit...
«¿Dónde he oído con anterioridad ese nombre?» Thomas lo preguntó al coronel Werthe, pero la información que éste le dio no le satisfizo.
Oskar Lakuleit era propietario único de la Intercommerciale S.A. (IC) en París. Esta firma había recibido el encargo del «plenipotenciario del parque móvil» (BdK) en el Alto Estado Mayor alemán para comprar, en nombre de la Wehrmacht, todos los automóviles usados que había en Francia. Lakuleit trabajaba a plena satisfacción de sus mandatarios. Un hombre muy eficiente. En Berlín había sido propietario de un garaje. Ahora tenía dinero, mucho dinero...
Lakuleit... Lakuleit... ¿Dónde había oído Thomas ese nombre?
Lakuleit vivía en París, cerca del bulevard Pereire. Un criado de librea abrió la puerta a Thomas y le acompañó a una sala que daba la impresión de ser una tienda de antigüedades. En las paredes colgaba un cuadro al lado del otro. Una alfombra sobre la otra. Thomas creía no poder respirar allí dentro.
El criado condujo a Thomas a la biblioteca. Allí estaba el dueño de la casa, y telefoneaba. Desde el primer momento le resultó antipático a Thomas: era muy alto y muy obeso. Contaría unos cuarenta años. Cráneo redondo. Frente estrecha. Pelo rubio muy corto, ojos húmedos y penetrantes. Y sobre los gruesos labios, un bigote rubio pálido...
París, 26 de marzo de 1944
Ante la especialidad prusiana oriental, se comporta extrañamente una princesa...
Fondos de alcachofa rellenos
Se toman unos ocho fondos de alcachofa -que pueden conseguirse en todo momento en latas o potes de conserva-, se disponen sobre una fuente y se gotean con zumo de limón. Se cubren con 50 gramos de aceitunas negras sin hueso y rodajas de dos pequeños puntos rojos y huevos duros. Se agita zumo de limón, aceite, cebollas finamente picadas y perejil para formar una salsa, y se vierte sobre los fondos de alcachofa rellenos, adornándose la fuente con perejil.
Finas albóndigas de Koenigsberg
Se toma medio kilo de carne de ternera y otro medio kilo de cerdo, se pasa por la máquina de picar carne y se mezcla bien con un panecillo sin miga, bien ablandado, 2 huevos y cebollas hervidas finamente picadas. Se sazona con sal, pimienta y pasta de sardinas, formando con todo ello albóndigas redondas, de mediano tamaño, con las manos desnudas. Se prepara una salsa clara de mantequilla con un poco de harina, se añade caldo de carne y un vaso de vino blanco, se deja hervir bien, introduciendo luego en el líquido las albóndigas, se agita la salsa con dos yemas mezcladas con nata ácida, se añade aún una cucharada de alcaparras, se sazona con pimienta, sal y zumo de limón y se dejan calentar las albóndigas durante algún tiempo en la salsa, pero sin que llegue a hervir.
Beignets de ananás
Se toman rebanadas de ananás fresco o en conserva y se cortan por la mitad. Se prepara una espesa masa de 1/8 de litro de leche, 125 gramos de harina, dos huevos enteros, algo de sal y un chorro de ron. Se introducen en la masa los pedazos de ananás y se cuece en manteca caliente, hasta adquirir una tonalidad amarilla dorada. Se deja gotear la grasa y se sirven los beignets adornados con azúcar.
No dejó de telefonear cuando entró Thomas y se limitó a indicarle, con un movimiento de su mano, que tomara asiento. Con rostro muy encarnado gritó al auricular:
—Oiga usted, Neuner, me importa una m... que su esposa de usted esté enferma. Bah, bah, bah, ¡ni injusticias ni cuentos por el estilo! Sí, a eso lo llamo yo robar. ¡Robar! Le advierto a usted, Neuner, no me provoque usted o hago que le manden a primera línea del frente. ¿Inútil para todo servicio? Vamos, no me haga reír. Basta ya. ¡Queda usted despedido!
Lakuleit dejó caer el auricular en la horquilla y se levantó sonriente.
—Hola, señor Lieven. Encantado. Era uno de mis contables. Le he puesto de patitas en la calle. Un insolente, ese individuo. Cosas como éstas no las podemos consentir, ¿no le parece a usted? -Le dio unos golpecitos en el hombro a Thomas-. Bien, viejo berlinés, vamos a tomar una copa y luego le llevo a la cocina. La princesa llegará de un momento a otro. Mi esposa se está retrasando en el vestir..., como siempre.
Thomas observó que Lakuleit lucía tres anillos con brillantes en sus dedos de salchicha. El caballero le resultaba cada vez más antipático...
La cocina era inmensa. Una cocinera, un cocinero y dos criadas ayudaron a Thomas. Lakuleit bebía el Hennyse en vasos de agua.
Luego entró la princesa Vera de C. en la cocina. Llevaba un vestido de noche rojo, muy escotado. Y si durante el primer encuentro se mostró fría y reservada, durante el segundo exageradamente provocadora. Thomas Lieven se dejó llevar por un terrible presentimiento.
Cuando conoció en el salón comedor a la señora Lakuleit se agudizó aún más este presentimiento. Olga Lakuleit tenía las mejillas hundidas, el pelo teñido de rubio y los ojos apagados. Y no daba la impresión, a pesar de ello, de tener mucho más de treinta años...
«Oh, Dios, esa pobre mujer -se dijo Thomas-. ¿Acaso la princesa es la amante de ese gordo? Al parecer. ¿Por qué habré aceptado la invitación? ¡Soy un ser repugnante!»
La velada se fue haciendo cada vez más repulsiva. Olga Lakuleit no pronunció una sola palabra. No bebió y apenas probó la comida. De pronto, las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas.
—Será mejor que subas, Olga-dijo Lakuleit, tajante y brutal.
Olga Lakuleit se puso en pie y abandonó el salón comedor.
—¿Otro Klops, señor Lieven? -preguntó el anfitrión.
La princesa le dirigió una encantadora sonrisa. Pero Thomas había perdido el apetito.
Después de la cena se dirigieron hacia la biblioteca. Y allí, mientras tomaban el café y sorbían coñac francés, el gordo no se anduvo ya por las ramas:
—Mire usted, Lieven. Usted es berlinés, yo soy berlinés. Usted tiene un Banco y yo un gran negocio. Pero los tiempos en que vivimos son una m... No nos engañemos, el carro ha quedado atascado y pronto volcará. Hemos de pensar en el futuro. ¿Estoy en lo cierto?
—No sé de qué está hablando usted, señor Lakuleit -replicó Thomas, con extrema frialdad.
El gordo rió divertido.
—¡Pues, claro que lo sabe usted! ¿Quién sino usted? No cabe la menor duda de que usted ha transferido ya su dinero a Suiza.
Lakuleit se expresó de un modo muy claro: Él y sus amigos habían amasado una verdadera fortuna en Francia. Si Thomas encontraba un camino, gracias a sus buenas relaciones, para transferir el dinero a Suiza, le garantizaban que esto no sería en verdad en perjuicio para él.
—¡Le reservaremos a usted la parte del león, Lieven!
Thomas estaba harto ya. Se puso en pie.
—Temo que se ha equivocado usted en mi persona, señor Lakuleit. Yo no hago esas cosas.
En aquel momento intervino la princesa. Intercedió en favor de Lakuleit. Esto acabó con las buenas intenciones de Thomas. La amiga de un hombre casado... y de un hombre como aquél. ¡Diablos!
—Señor Lieven, tal vez le interese a usted el negocio si sabe quiénes son los amigos del señor Lakuleit...
—¿Ha oído hablar alguna vez de Goering? -preguntó el gordo-. ¿Bormann? ¿Himmler? ¿Rosenberg? Le aseguro a usted que hay millones en este negocio..., ¡también para usted!
—No me dejo comprar.
—¡Déjese de tonterías, hombre! Todos los hombres se dejan comprar, todo depende del precio.
Éste fue el final. Thomas se despidió de un modo muy brusco. Estaba fuera de sí de ira. ¡Ese obeso cerdo! «Voy a ver lo que se esconde detrás de todo esto. El asunto no me parece muy limpio...»
Mientras Thomas se ponía su abrigo en el vestíbulo surgió, de pronto, la princesa.
—También yo me voy. ¿Puede usted llevarme a casa? Vivo muy cerca de aquí.
Thomas asintió en silencio. Era tanta su ira, que no tenía ánimos para hablar. Y tampoco habló cuando salieron a la calle. En silencio, acompañó a la dama hasta la puerta de su casa. La mujer abrió la puerta y, luego, se apoyó contra el marco.
—¿Bien, Tommy? -dijo la descendiente de la más antigua nobleza alemana. Su voz sonó muy ronca.
Thomas se la quedó mirando, atónito.
—¿Cómo...?
—Vamos, bésame... ¿Qué esperas?
Le cogió por el brazo, le abrazó y le besó salvajemente.
—Quiero que me ames -susurró la princesa. Le volvió a besar y dijo, en voz casi demasiado alta, unas frases que nos vemos obligados a no reproducir.
¡Vaya con esos Hohenzollern! ¡Vaya con esos Windsor, Colonnas! ¡Querido conde de París! Por respeto a todos vosotros, vamos a silenciar lo que dijo aquella mujer de pelo rubio..., por respeto a todos vosotros y a la censura.
En el mismo momento en que Thomas Lieven escuchaba aquellas cosas tan monstruosas de labios de la princesa Vera de C., un súbito presentimiento asaltó a Thomas Lieven.
¡¡¡Lakuleit!!!
Ahora sabía dónde había leído este nombre. En el Diario del difunto untersturmführer Petersen. En aquel diario figuraban los nombres de muchos complicados en negocios sucios...
Lakuleit... Sí, muy claramente veía ahora Thomas Lieven escrito el nombre. Y, detrás, tres signos de exclamación. Debajo, las siglas de otro nombre: «V. v. C.: 2.» Y detrás, un interrogante...