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Con los brazos extendidos y dibujando una ancha sonrisa en su rostro salió Bastián Fabre al encuentro de Thomas Lieven. Los dos hombres estaban ahora cara a cara en el estrecho corredor que comunicaba la cocina del restaurante con el cuarto de Bastián. Con sus gigantescas manos palmoteo en el hombro de Thomas.
—¡Esta sí que es una alegría, amigo! ¡Precisamente quería ir en tu busca!
—Sácame tus patas de encima, bandido -dijo Thomas, indignado.
Empujó a Bastián a un lado y entró en la vivienda.
En el primer cuarto había neumáticos de automóvil, bidones de bencina y cartones de cigarrillos y, en el cuarto siguiente, una gran mesa y encima un completo tren eléctrico con montañas, túneles, valles, puentes y bosques.
—¿Entretienes a los niños aquí? -preguntó Thomas, irónico.
—Este es mi hobby -dijo Bastián, ofendido-. Por favor, no te apoyes en esta cajita, romperás el transformador... Dime, ¿por qué estás tan enfadado?
—¿Y aún lo preguntas? Ayer desapareciste tú. Hoy ha desaparecido Chantal. Hace dos horas, la policía ha detenido a los agentes de la Gestapo, los señores Bergier y Lesseps. El señor Lesseps partió con mucho oro, joyas, monedas y divisas y ha llegado a Marsella sin divisas, sin oro, sin nada. La policía ha registrado el tren y no ha encontrado nada, absolutamente nada.
—¡Hay que ver qué cosas suceden! -sonrió Bastián, y apretó un botón encima de la mesa.
Uno de los trenes empezó a correr en dirección a un túnel.
Thomas arrancó un interruptor de su enchufe. El tren se detuvo. Sólo dos vagones quedaban fuera del túnel.
Bastián echó la cabeza hacia atrás, daba ahora la impresión de un orangután enfurecido.
—¡Voy a aplastarte el cráneo, pequeño! ¿Qué quieres?
—¡Quiero saber dónde está Chantal! ¡Quiero saber dónde está el oro!
—¿Y dónde quieres que esté? En mi dormitorio.
—¿Dónde? -Y Thomas Lieven tragó saliva.
—¿Qué es lo que te habías imaginado, eh? ¿Que me largaba con la mercancía? Ella tenía la intención de arreglarlo todo con cierto amor y cariño, con velitas y todo lo demás para darte una alegría. -Bastián levantó el tono de su voz y preguntó-: ¿Todo listo, Chantal?
Se abrió una puerta y apareció Chantal Tessier, más hermosa que nunca. Llevaba unos pantalones largos de piel verde muy ajustados, una blusa blanca y un cinturón de piel. Sus dientes de animal de presa aparecían iluminados por una brillante sonrisa.
—Hola, mi dulce amor -dijo y cogió a Thomas de la mano-. Entra..., ¡ha llegado Papa Noel para el niño!
Thomas se dejó llevar a la habitación contigua. Ardían allí los restos de cinco velitas que Chantal había pegado a unos platitos. Su blanda luz iluminaba el dormitorio con una impresionante cama de matrimonio.
Cuando Thomas se acercó a la cama, volvió a tragar saliva. Sobre la cama, a la luz de las velitas se veían: dos docenas de lingotes de oro, infinidad de monedas y anillos de oro, collares, pulseras, modernas y antiguas, un crucifijo, un icono y fajos de billetes de dólares y libras esterlinas.
Thomas Lieven tuvo la sensación de que se le doblaban las rodillas. En un ataque de debilidad, se dejó caer en un balancín que, al instante, se puso en movimiento.
Bastián se acercó a Chantal, se frotó las manos, le dio un golpecito a su jefe y dijo alegremente:
—¡Estabas en lo cierto! ¡Mira qué calladito está el niño!
—Hoy es un día hermoso..., para todos nosotros -dijo Chantal.
En su infinito asombro veía Thomas Lieven los rostros de los dos como si se mecieran sobre las aguas del mar. Subían y bajaban. Apretó muy fuertemente los pies contra el suelo. El balancín se detuvo en sus rítmicos movimientos. Ahora veía claramente los dos rostros, unos rostros infantiles, sin malicia, sin recelos, ingenuos.
—Estaba en lo cierto -gimió-. Habéis robado todo esto.
Bastián lanzó un resoplido y se golpeó en el pecho:
—¡Para ti y para nosotros! ¡Con esto pasaremos mejor el invierno! ¡Muchacho, amigo, esa sí que ha sido una buena jugada!
Chantal se acercó a Thomas y le dio infinidad de besos.
—¡Ay, si supieras lo guapo que estás ahora! -gritó la mujer-. ¡Para comerte! ¡Estoy completamente loca por ti!
Se sentó sobre sus rodillas, el balancín se puso en movimiento, y una ola de debilidad inundó a Thomas.
Como a través de un mar de algodón, llegó la voz de Chantal hasta su oído:
—Les dije a los muchachos: eso hemos de hacerlo nosotros solos. Para un golpe así, mi amado es un hombre demasiado moral, tiene demasiados escrúpulos. No queremos cargar su conciencia con una cosa así. ¡Cuando le presentemos la mercancía, se alegrará de verla!
Thomas movió incrédulo la cabeza y preguntó:
—¿Y cómo... habéis logrado... apoderaros de la mercancía?
Bastián informó al detalle:
—Pues ayer, cuando estuve contigo en casa de ese ma... quiero decir, del caballero Bergier, dijo que su compañero Lesseps estaba en Bandol con un cargamento gigantesco. Yo y tres compañeros nos encaminamos a Bandol. Tengo amigos allí, ¿entiendes? Averiguo que Lesseps está en negociaciones con dos ferroviarios. Tiene miedo a los controles. Quiere ocultar la mercancía bajo el carbón del ténder, ¿entiendes? -Bastián hizo un esfuerzo para ahogar un ataque de risa-. Bien, le dejamos hacer. Luego, buscamos a una bonita muchacha..., por suerte, el individuo es de una raza diferente a tu amigo Bergier. Bien, ¡a la mañana siguiente, nuestro amigo se presentó en la estación medio borracho aún y doblándosele las rodillas!
—¡Qué bonito! -exclamó Chantal, y pasó sus dedos por el pelo de Thomas Lieven.
—Bien, y mientras el amigo Lesseps estaba ocupado en estos quehaceres, yo y mis amigos jugamos un poco a trenes. Ya te he dicho que es mi hobby. Hay muchos ténders en una estación y el uno se parece al otro como si fueran uno solo.
—¿Y Lesseps no mandó vigilar su ténder?
—Sí, por dos ferroviarios. -Bastián levantó las manos y las volvió a bajar-. Les regaló un lingote a cada uno de ellos..., y nosotros otros dos...; los teníamos a montones...
—El poder del oro -dijo Chantal, y mordió a Lieven en el lóbulo de la oreja izquierda.
—¡Chantal!
—Dime, cariño...
—Levántate.
La mujer se puso en pie y quedó al lado de Bastián. Éste apoyó una mano en su hombro.
También Thomas se puso en pie y, con infinita tristeza, dijo:
—Dios mío, me duele el corazón tener que estropearos la fiesta, pero eso no puede ser...
—¿Qué es lo que no puede ser? -preguntó Bastián.
Su voz sonaba seca y sin expresión:
—Quedarnos con todo esto. Hemos de entregarlo a Cousteau y Siméon.
—Lo...cooo -Y Bastián dejó caer la mandíbula inferior. Fijó una mirada incrédula en Chantal-: ¡Se ha vuelto locooo...!