8
El Palast Café de Zwickau era tan triste como todo lo que había en aquella ciudad de 120.000 habitantes. Seis horas después de haber sido el causante involuntario de aquella huida en masa, se sentaba Thomas en un rincón del mencionado local y tomaba un vaso de limonada artificial.
No tenía ya nada que hacer aquel 27 de mayo. El capitán que le había ido a recoger a la frontera le había acompañado hasta la comandancia de Zwickau. El comandante soviético en la ciudad, un tal coronel Melanin, se había hecho disculpar por medio de un intérprete y había citado a Thomas para el día siguiente a las nueve.
Por este motivo, Thomas se había ido primeramente a un hotel muy triste y luego a aquel local. Veía a aquellos hombres tan tristes, a aquellos hombres que llevaban unos viejos trajes cruzados y las camisas remendadas, a las mujeres sin maquillar y con gruesas medias de lana, los viejos zapatos con tacones de corcho y el pelo sin arreglar. «Dios mío -se dijo Thomas-, allí de donde vengo todo vuelve a funcionar más o menos bien. Trabajan y ganan dinero y se dedican al mercado negro. Pero vosotros, pobrecillos, dais la impresión como si solamente vosotros hubieseis perdido la guerra.»
En la mesilla frente a Thomas se sentaba una pareja elegante, es decir, la única pareja elegante que Thomas había visto hasta aquel momento en Zwickau. La mujer era una opulenta belleza de pelo rubio trigo, rostro sensual de rasgos eslavos y brillantes ojos azules. Llevaba un vestido de verano, verde, muy ceñido, y sobre el respaldo de la silla colgaba un abrigo de leopardo.
Su acompañante era un gigante musculado de pelo gris muy corto. Llevaba el traje típico de los rusos, azul, pantalones muy anchos y chaqueta cruzada, le daba las espaldas a Thomas y hablaba con la dama. Sin duda alguna eran rusos.
De pronto se estremeció Thomas de pies a cabeza. ¡La dama flirteaba con él! Sonreía, le enseñaba sus dientes, entornaba la mirada.
—¡Hum...!
«Todavía no me he vuelto loco», se dijo, nuestro amigo, se volvió hacia un lado y encargó otra botella de limonada artificial. Pero después de tomar tres sorbos levantó de nueva la mirada.
La dama sonreía. También él sonrió. Entonces todo se sucedió de un modo muy rápido. El acompañante de la dama se volvió. Se parecía a un Tarzán, pero soviético. Se puso en pie de un salto. Con dos pasos se acercó donde estaba Thomas. Le cogió por la chaqueta. Gritos de los parroquianos. Esto enojó a Thomas. Pero más le enojó aún ver detrás del celoso gigante a la rubia que se había puesto igualmente en pie y daba la impresión de disfrutar lo indecible de la escena...
«Maldita seas -se dijo Thomas-, eso lo has provocado tú, te divierte que...»
Pero no se dijo nada más, puesto que en aquel momento el puño del gigante le dio en la boca del estómago. Thomas estaba fuera de sí de ira. Se agachó muy rápidamente, pasó por entre las piernas del gigante y por segunda vez aquel día hizo uso de una llave de jiu-jitsu, esta vez la «llave del velero».
El Otelo ruso voló por los aires y, en aquel momento, vio Thomas por el rabillo del ojo cómo un suboficial ruso sacaba su pistola de la funda.
El valor es una cuestión de inteligencia. Hay que saber a tiempo poner fin a una situación delicada. Thomas salió corriendo hacia la calle. Por suerte no vio a ningún soldado del Ejército rojo. Y los alemanes no se preocuparon por Thomas. Cuando un alemán corría gozaba de antemano de sus simpatías.
Thomas corrió hasta el lago de los cisnes. En el viejo y hermoso parque se dejó caer en un banco. Al cabo de poco rato se había recuperado. Y entonces, muy prudentemente, regresó a su hotel.
Al día siguiente, a las nueve en punto, el intérprete mandaba entrar a un elegante, recién afeitado y confiado Thomas Lieven en el despacho del comandante de la ciudad de Zwickau. Pero, de pronto quedó como petrificado. El comandante de la ciudad de Zwickau, que se ponía en pie detrás de su mesa escritorio, era el celoso Tarzán ruso, a quien Thomas la tarde del día anterior y haciendo uso de la llave del velero había hecho volar por los aires en el Palast Cafe...
Aquel día el gigante llevaba uniforme y sobre su pecho se veían muchas condecoraciones. En silencio, fijó su mirada en Thomas.
Zwickau, 28 de mayo de 1947
Con una pata de pollo aparece Dunia, la mujer rusa, en la vida de Lieven
Blini con caviar
Se toman, por persona, 2 tortillas delgadas, preparadas con mantequilla, del tamaño de la mano, y se sirven en platos precalentados. Se cubre la primera tortilla con una capa de, caviar, se coloca encima la segunda tortilla, se rocía con mantequilla caliente y, después, con espesa nata ácida. (La verdadera blini se prepara con harina de alforfón, pero ésta resulta bastante difícil de conseguir.)
Costillas a la Marèchal
Se quita el hueso de la pata de un tierno pollo cebado, sin lastimar la piel. Se prepara un relleno con pechuga de pollo picada, 1 cucharada de mantequilla, 1/4 de cucharadita de cebolla ascalonia picada, perejil y estragón, 1/4 de taza de migas de pan blanco reblandecidas en vino blanco, 1 cucharada de champiñones picados, pimienta y sal. Se pasa esta masa dos veces por una fina máquina de picar carne y se deja cocer, agitando constantemente sobre fuego reducido, añadiendo una cucharada de mantequilla y otra de nata ácida, pero sin dejar que la salsa se haga demasiado espesa. Se rellenan los muslos de pollo con el relleno enfriado, se reboza con pequeñas migas de panecillo, y se cuece en mantequilla, hasta que muestra una sabrosa tonalidad dorada. Las dos pechugas pueden rellenarse de la misma manera, cosiéndolas después, para lo cual se utiliza, como relleno, un asado de ternera fino, libre de tendones y grasa.
Pudding de caramelo
Se toma 1 litro de leche y se deja hervir con 100 gramos de azúcar y un pequeño pedazo de vainilla. Se baten 5 huevos y se incorporan, con un pellizco de sal, a la leche ligeramente enfriada. Se calientan 20 gramos dé azúcar para formar un caramelo no oscuro, se enfría con un poco de agua, se echa en un molde de pudding, previamente calentado, y se reparte bien por todos los lados, antes de que se solidifique. Se añade luego la masa de leche y se calienta el molde cerrado durante 3/4 de hora al baño maría. Se deja enfriar el molde durante algunas horas, con mucho frío, se echa luego el pudding sobré una fuente redonda, rodeándolo con el caramelo a modo de salsa.
«La oficina está en el tercer piso. ¿Saltar por la ventana? -se preguntaba, mientras tanto, nuestro amigo-. Demasiado peligroso. Adiós, Europa. En fin, hay personas que dicen que Siberia es una región maravillosa...»
En aquel momento habló el coronel Wassili L. Melanin en un alemán gutural muy acentuado.
—Gospodin Scheuner, ruego disculpe comportamiento mío ayer.
Thomas no logró decir ni media palabra.
—Lo siento. Dunia tener la culpa. -Y Melanin empezó a gritar como si hubiese perdido el juicio-. ¡Esa maldita bruja!
—¿El señor coronel habla de su distinguida esposa?
Melanin gritó entre dientes:
—¡Esa perra! Podría ser general de brigada. Dos veces me han degradado... por su culpa..., por haberme peleado...
—Coronel, domínese usted -le dijo Thomas, conciliador.
Melanin golpeó con el puño sobre la mesa.
—Yo amo a palomita Dunia. Basta ahora, al negocio. Antes hemos de beber algo, cher Scheuner...
Juntos se tomaron una botella de vodka y al cabo de una hora Thomas Lieven estaba completamente bebido y el coronel Melanin completamente sobrio. Los dos hablaban con mucho ingenio sobre el negocio, pero no lograban avanzar un solo paso.
El coronel Melanin representaba el siguiente punto de vista:
—Usted querer venderle a los rusos el proyectil secreto MKO. Ha mandado a su amigo aquí. Puede regresar con él al Oeste si nos entrega los planos.
—Vender -le corrigió Thomas.
—Entregar. Nosotros no pagamos -dijo el coronel, y añadió con significativa sonrisa-: Usted no es tonto... ¡Thomas Lieven!
—¿Qué acaba de decir usted, coronel? -preguntó nuestro amigo en voz muy baja mientras tenía la sensación de que se lo tragaba la tierra.
—Dicho Lieven, Thomas Lieven..., ¡así se llama usted! Hermanito, ¿usted creer que nosotros ser idiotas? ¿Cree usted que nuestro servicio secreto no tiene acceso a los archivos aliados? Nuestros hombres en Moscú se han muerto de risa sobre sus actividades.
Thomas se había recuperado.
—Si usted..., si ustedes saben quién soy, ¿por qué están dispuestos a dejarme marchar?
—¿Y qué podríamos hacer con usted, hermanito? Usted..., no tomárselo a mal..., es un agente ridículamente malo.
—Muchas gracias.
—Necesitamos agentes de primera categoría y no personajes cómicos como usted.
—Muy atentos.
—Sé que le gusta cocinar. ¡Me gusta comer! Venga a mi casa, Duniascha se alegrará. Tengo caviar suficiente. Y seguiremos hablando. ¿Le parece bien?
—Me parece una idea excelente -dijo Thomas Lieven.
Y se dijo profundamente abatido y deprimido:
«Un agente ridículamente malo..., un personaje cómico. Y permitir que me digan una cosa así.»
En la cocina de una casa confiscada, preparó un Kotelett Marèchal. No se sentía muy a gusto. El coronel Melanin parecía haberse esfumado. Cuando estaba preparando la carne entró la esposa del coronel. Pero no solamente en la cocina, por así decirlo, también entró en la vida de Thomas Lieven..., ¡sólo que él no lo sabía aún!
Una mujer muy hermosa. El pelo..., los ojos..., los labios..., las formas... ¡Maldita sea! Y una piel como mazapán. A primera vista se veía que Dunia podía prescindir de faja y sostenes y otros utensilios auxiliares que suelen usar las mujeres.
Entró en la cocina, cerró la puerta y se quedó mirando en silencio a Thomas. Entreabrió los labios y cerró a medias los ojos...
«Una maravillosa demente -se dijo Thomas-. Dios todopoderoso, ayúdame. Temo que si no la beso me estrangulará. O llamará a un oficial del NKVD y me denunciará como saboteador.»
Delante de la casita oyeron unos pasos. Se separaron.
—Sálvame -susurró Dunia-. Huye conmigo. Mi marido ya no me ama. Me matará. O yo le mataré. O tú huyes conmigo.
—Ma... ma... ma... hum, madame, ¿cómo se le ocurre decir a usted que su marido ya no la quiere?
Dunia sonrió diabólica.
—Tú le venciste ayer en el café. Antes él medio mataba a los hombres. A mí también. Ahora ya no me pega. Eso no es amor... Hablo bien el alemán, ¿verdad?
—Muy bien.
—Madre alemana. Desde el primer momento me fuiste simpático. Te haré feliz. Llévame al otro lado...
Los pasos se acercaban.
El coronel sonrió enigmático cuando entró en la cocina:
—Ah, estás aquí, mi palomita... ¿Aprendes a cocinar como en el Oeste capitalista en donde subyugan a los obreros? ¿Qué le pasa a usted, señor Lieven, no se encuentra bien?
—Me... me pasará al instante, coronel... ¿Podría..., podría servirme un vodka?