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¡Alto!
No corramos tanto en nuestro relato. Antes de depositar los lingotes de platino en Suiza, Thomas Lieven pasó unas horas muy difíciles y peligrosas, pero no por culpa de la policía, ni tampoco de los hombres de Villeforte, no, sino única y exclusivamente por culpa de Chantal...
La mujer se le echó encima como una furia cuando se enteró de su plan.
—¿Suiza? Ah, ya entiendo... ¡Te largas! ¡Me vas a dejar plantada aquí! ¿Y crees que no sé con quién? -Contuvo la respiración durante unos instantes y luego gritó-: ¡Con esa desgraciada de Yvonne! ¡Hace ya semanas que soy testigo de cómo te asedia!
—Chantal, estás loca, locamente perdida. Te juro...
—¡Cierra el pico! ¡Yo no he fijado la mirada en ningún otro hombre desde que te conozco a ti! Y tú... tú... Oh, todos los hombres sois unos cerdos... ¡Y ahora sólo faltaba que con una así como ésa...! ¡Una teñida!
—No se tiñe, hija mía... -dijo Thomas, muy dulcemente.
—¡Ayyyy! -Se le echó de nuevo encima, enseñando las garras-. ¿Y cómo lo sabes tú, dime?
Se pegaron, se reconciliaron. Thomas necesitó toda una noche para demostrarle a Chantal que nunca en su vida había amado a la rubia Yvonne y de que nunca la amaría.
Hacia el amanecer, la mujer se dejó convencer y se comportó entonces como un corderillo y como una bañadora de Hong-Kong. Y después del desayuno, fue en busca de un pasaporte suizo para su amante...