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Con andar comedido, un sombrero de alas duras en la cabeza, una gran cartera de piel en la mano avanzaba, el mediodía del 4 de septiembre de 1940, un joven y elegante caballero de apuesto aspecto por el laberinto de la Alfama, el barrio viejo de Lisboa.
En aquellos callejones, con palacios rococó y distinguidas casas medievales, jugaban los chiquillos descalzos, discutían hombres de piel morena y corrían las mujeres hacia el mercado, llevando cestas de frutas y pescado sobre la cabeza.
De las cuerdas tendidas de uno al otro lado de la calle colgaba una ropa blanca inmaculada. Delante de altos ventanales moros brillaban unas rejas de hierro negro.
El elegante caballero entró en una carnicería, en donde compró un filete de ternera. En la tienda contigua compró una botella de Madeira, una botella de vino tinto, aceite de oliva, harina, huevos, azúcar y toda clase de especias. En la plaza del mercado, que relucía en mil colores distintos, adquirió, finalmente, una libra de cebollas y dos hermosos repollos.
Se quitó el sombrero ante la vendedora y le sonrió con sonrisa conquistadora.
Enfiló hacia la oscura y estrecha rua do Poco des Negros, en donde entró en el patio de una casa medio en ruinas.
Un anciano ciego se hallaba sentado en un rincón soleado del patio, rasgaba su guitarra y cantaba con voz delgada y alta:
Mi suerte, no me abandona.
Y sólo conozco la tristeza,
ella nació para mí,
y yo para ella...
Thomas Lieven echó unas monedas en el sombrero del anciano y preguntó, en portugués:
—Dígame, ¿dónde vive Reynaldo, el pintor?
—Por la segunda puerta, Reynaldo vive en la última planta, bajo el tejado.
—Muito obrigado -respondió Thomas Lieven, y de nuevo se quitó el sombrero de alas duras, a pesar de que el ciego no podía agradecer el gesto.
Las escaleras estaban a oscuras. Cuanto más subía Thomas, tanta mayor claridad había. Oyó muchas voces. Olía a aceite de oliva y pobreza. En la última planta sólo había dos puertas. La primera conducía al tejado y en la otra aparecía escrito con grandes letras rojas: «REYNALDO PEREIRA.»
Thomas llamó a la puerta. Silencio. Llamó esta vez más fuerte. Silencio. Apoyó la mano en el pomo y se abrió la puerta.
Thomas Lieven cruzó un oscuro vestíbulo y entró en un gran taller de pintor. Allí había mucha claridad. Un gigantesco ventanal hacía que la luz del sol cayera sobre infinidad de lienzos, una mesa atestada de pinceles y botes de pintura, botellas, ceniceros y sobre un hombre de unos cincuenta años de edad que, completamente vestido, dormía en un diván.
El hombre tenía el cabello negro y espeso. Tenía, las mejillas pálidas y hundidas e iba sin afeitar. Roncaba de un modo fuerte y rítmico. Junto al diván se veía una botella de coñac vacía.
—¡Pereira! -llamó Thomas Lieven.
El hombre no reaccionó.
—¡Pereira, eh!
El hombre lanzó un nuevo ronquido y se volvió del otro lado.
—Está bien, mientras tanto vamos a preparar el almuerzo...
El pintor Reynaldo Pereira despertó media hora más tarde. El que despertara se debió a tres motivos: primero, el sol le pegaba en la cara; segundo, oyó ruido en la cocina, y, tercero, hasta su olfato llegó el olor de sopa de cebolla...
—¿Juanita? -preguntó con voz ronca.
Se levantó un poco aturdido, se metió la camisa dentro de los pantalones y con paso tambaleante se dirigió a la cocina.
—Juanita, mi corazón, mi vida, ¿has vuelto?
Abrió la puerta de la cocina. Y vio entonces a un hombre, al que no conocía, que se había puesto un viejo delantal y estaba cocinando junto al fogón.
—Bom dia -saludó el desconocido, y sonrió muy amable-. ¿ha dormido bien?
El pintor empezó de pronto a temblar de píes a cabeza, se acercó a un sillón y se dejó caer en el mismo. Lanzó un gemido.
4 de septiembre de 1940
Este menú pone en forma a un falsificador de pasaportes
Sopa de cebollas gratinada
Se corta un buen número de cebollas en delgadas rodajas y se calientan con mantequilla o aceite hasta adquirir un tono pardo claro. Se añade agua caliente -algo más de lo que desea para sopa- y se deja hervir durante cinco minutos, salándose luego, según el gusto de cada uno. Puede utilizarse también caldo de carne. Entretanto, se cortan delgadas rebanadas de pan blanco, que se colocan sobre la sopa, retirada ya del fuego, y se cubren de queso rallado. Se introduce luego la fuente en el horno bien caliente, hasta que el queso forme una capa ligeramente pardusca.
Resulta más bonito cuando para cada persona puede utilizarse una pequeña fuente resistente al fuego.
Medallones de ternera en salsa de Madeira
Se cortan varios bonitos pedazos de filete de ternera, se golpean ligeramente y se asan por unos momentos por ambos lados, de modo que por dentro queden ligeramente rosados. No deben salarse hasta después del asado. Previamente se ha cortado muy finamente media cebolla, cinco almendras y un puñado de setas, calentándose ligeramente con aceite o mantequilla. Después se vierte encima un gran vaso de vino de Madeira y se deja hervir todo durante unos quince minutos, se sazona con sal y pimienta. Esta salsa se vierte encima de los medallones de ternera acabados de asar, añadiendo luego patatas fritas y ensalada verde.
Tortillas al fuego
Se cuecen unas cuantas tortillas vulgares, no demasiado delgadas, cuyo tamaño corresponda al plato en que deben servirse, y se cubren con una gruesa capa de azúcar. En la mesa se rocían con un buen chorro de ron y se prende fuego. Se enrollan a continuación las tortillas ardiendo y se gotea con zumo de limón.
—Maldito coñac, ya hemos llegado a lo que tanto temía...
Thomas Lieven llenó un vaso de vino tinto, se lo alargó al pintor, mientras le apoyaba la otra mano en el hombro.
—No se excite, Reynaldo, no se trata aún del delirium tremens..., soy una persona de carne y hueso. Me llamo Jean Leblanc. Tome usted un trago. Y luego a comer...
El pintor tomó un trago, se pasó el reverso de la mano por los labios, y preguntó:
—¿Qué hace usted en mi cocina?
—Preparar una sopa de cebolla y medallones de ternera con salsa de Madeira...
—¿Se ha vuelto usted loco?
—... como postres, tortillas al fuego. Sé que tiene usted hambre. Y necesita una mano muy segura...
—¿Para qué?
—Para, después de la comida, falsificar un pasaporte para mí -dijo Thomas, muy amable.
Reynaldo se puso en pie y cogió una pesada sartén:
—Largo de aquí o le parto el cráneo...
—Cálmese, traigo una carta para usted. -Thomas se secó las manos en el delantal, metió la mano derecha en el bolsillo interior de la chaqueta, y sacó un sobre que alargó a Reynaldo.
El pintor abrió el sobre, sacó una hoja de papel, la leyó y al cabo de un rato levantó la mirada:
—¿De qué conoce a Luis Tamiro?
—Nuestros caminos se cruzaron ayer noche en la sala de juego de Estoril. El pequeño y obeso Luis me comunicó ayer noche que un amigo suyo se encontraba en una situación muy delicada, en Madrid. Le robaron su pasaporte. Por este motivo necesita uno nuevo. Y lo más rápidamente posible. Luis Tamiro me ha dicho que usted era el hombre indicado. Un verdadero artista. Primera clase. Una experiencia de muchos años...
—Lo siento, pero ni pensarlo. Esto mismo le he dicho a Juanita. Juanita es mi esposa...
—... que le ha abandonado porque no tiene dinero. Luis me lo ha contado todo. No lo lamente. Una mujer que abandona a su marido cuando éste está en la ruina, no merece ser amada. Ya verá usted cómo regresa cuando tenga dinero...
—Dinero, ¿de quién?
—Entre otras personas, de mí...
Reynaldo se pasó la mano por la barba y denegó con un nuevo movimiento de cabeza. Habló como un maestro a un discípulo débil mental.
—Oiga usted, estamos en guerra. Sólo se puede imitar un pasaporte cuando se dispone del correspondiente papel con la marca al agua. Y este papel hay que robarlo en cada país respectivo para el cual va destinado el pasaporte...
—Todo eso ya lo sé.
—Y entonces sabrá que en tiempos de guerra este papel no entra en el país. Por consiguiente, no se pueden falsificar pasaportes...
Thomas probó la salsa de Madeira y luego dijo:
—Acérquese a la ventana y sobre la repisa verá un regalo para usted.
Reynaldo se dirigió a la ventana.
—¿Qué es esto?
—Cuatro pasaportes caducados con sus sellos correspondientes. De Costa Rica. Le regalo tres, si falsifica el cuarto para mí.
El falsificador cogió uno de los pasaportes en su mano, respiró a fondo y luego miró a Thomas con evidente admiración:
—¿De dónde ha sacado estos pasaportes?
—Los he encontrado. Esta noche.
—¿Ha encontrado esta noche cuatro pasaportes de Costa Rica?
—No. -¡Ah!
—No he encontrado solamente cuatro pasaportes de Costa Rica, sino cuarenta y siete -dijo Thomas Lieven, mientras sacaba la sartén con la sopa de cebolla del horno-. La comida está preparada, Reynaldo.
«Qué suerte que esa joven y hermosa cónsul guardara todos esos pasaportes», se dijo Thomas Lieven.
«Y aquí, en casa del señor Pereira, en la rua do Poco des Negros aprenderé cómo se falsifica un pasaporte. Hace poco era el banquero privado más joven de Londres. Ay, qué tiempos, y lo terrible del caso es que no puedo contarles todo esto en el club.»