17

Cada vez más rápido rodaba el avión correo con la cruz gamada por la pista de despegue del aeropuerto de Marsella. Una mañana triste. Caía una fina llovizna.

Desde una de las ventanas del edificio del aeropuerto miraba un hombre que tenía muchos nombres falsos. Su nombre verdadero era Thomas Lieven.

En el avión correo viajaba Yvonne Dechamps. Emprendía el vuelo hacia Madrid y desde allí a Lisboa.

Se habían amado en el curso de una sola noche... Y, sin embargo, mientras el avión desaparecía entre las nubes, Thomas se sentía muy solo, muy abandonado, muy viejo.

Se estremeció ligeramente.

«Mucha suerte, Yvonne -dijo, sumido en sus pensamientos-. Por vez primera en tus brazos no he pensado ya en Chantal. Pero no nos es permitido continuar juntos. Ésta no es una época para el amor. Esta época separa a los que se aman o los mata. Mucha suerte, Yvonne; lo más probable es que no volvamos a vernos nunca más.»

¡Pero en esto se equivocaba!

El 22 de septiembre de 1943, Thomas Lieven estaba de regreso en París. Nanette, su bonita doncella de pelo negro, le comunicó:

—Monsieur Ferroud ha llamado ya cuatro veces. ¡Dice que tiene que hablar con mucha urgencia con usted!

—Váyame a ver a las cuatro a mi casa -le dijo Ferroud, cuando por fin Thomas logró dar por teléfono con el banquero en su Banco.

Cuando llegó nuestro amigo, el elegante banquero de pelo blanco abrazó a Thomas con lágrimas en los ojos.

Thomas carraspeó.

—Señor Ferroud, Yvonne está en seguridad. Usted no. Usted lo está menos que nunca.

Explíquese, por favor.

—Antes de pasar a los negocios..., yo he cumplido mi promesa. Ahora le toca a usted. Le voy a relatar rápidamente el resultado de mis investigaciones con respecto a sus transacciones.

Entretanto, Thomas había averiguado que las transacciones de Ferroud eran de una índole muy especial: traficaba, como muchos otros que intervenían en el mercado negro, con impresionantes cantidades de bienes muy valiosos para la guerra, pero no los vendía a los alemanes, sino que, al contrario, los ponía en seguridad frente a los alemanes. Hacía todo lo contrario de aquellos otros traficantes en el mercado negro que vendían Francia a los alemanes. Trataba de salvar los bienes franceses. Para este fin, Ferroud había falsificado balances, había dado falsas cifras de producción de aquellas entregas que eran controladas por su Banco y vendido sobre el papel cantidades ingentes de mercancías a los alemanes.

Todo eso se lo dijo Thomas en aquellos momentos. Ferroud palideció. Quiso protestar, pero lo pensó mejor, guardó silencio y, finalmente, le volvió la espalda a Thomas.

—Lo que usted ha hecho es, sencillamente, idiota, señor. ¿Cuál será el resultado de todo esto? Confiscarán sus fábricas. ¿Y luego? Lo que usted ha hecho lo comprendo muy bien desde el punto de vista de los franceses. Por este motivo, le voy a dar un consejo personal antes de que descubran sus artimañas: solicite lo más rápidamente posible un fideicomiso alemán. Y entonces nadie se ocupará ni se preocupará de sus fábricas... Y no creo que le resulte difícil llegar a un acuerdo con esos fideicomisarios alemanes, ¿verdad?

Ferroud se volvió de nuevo. Asintió con un movimiento de cabeza. Por dos veces tragó saliva y luego dijo:

—Gracias.

—Bien, y ahora a lo nuestro. Pero le prevengo a usted, Ferroud. Si sus informaciones carecen de valor no tendré compasión de ninguna clase. A fin de cuentas, Yvonne ha sido salvada gracias a la ayuda que le han prestado los alemanes.

—Lo sé y lo reconozco -dijo Ferroud, y se acercó un paso-. Y lo que yo voy a revelarle a usted puede servirle para destruir uno de los complejos del mercado negro más importante de todos los tiempos. Una organización que ha causado los mayores daños, no solamente a mi país, sino también al de usted. Durante los últimos meses circulan por Francia, como nunca antes, letras de crédito del Reich. Usted ya debe saber lo que son estas letras de crédito.

Thomas lo sabía. Las letras de crédito del Reich eran una especie de moneda de ocupación con ayuda de las cuales querían evitar que circularan demasiados billetes de Banco alemanes por el extranjero. Estas letras de crédito se negociaban en todos los países ocupados por los alemanes.

—Estas letras de crédito -dijo Ferroud- llevan una numeración correlativa, pero hay dos cifras que indican a los expertos en qué país deben ser negociadas. Pues bien, amigo mío, durante este último año han sido compradas mercancías francesas en el Marche noir por un valor aproximado de dos mil millones de francos. ¡Pero circulan letras de cambio por un valor de aproximadamente mil millones de francos que no llevan la clave para Francia, sino para Rumania!

—¿Rumania? -exclamó Thomas, atónito-. ¿Y cómo pueden haber llegado estas cantidades tan elevadas de letras de crédito rumanas a Francia?

—Eso no lo sé. Ferroud se acercó a su mesa-escritorio y sacó dos fajos de letras de crédito del Reich por valor cada una de ellas de diez mil marcos-. Lo único que sé es que circulan. Mire usted, la clave rumana. Y, señor, no creo que hayan sido los franceses los que, en lugar de transferir estas letras a Rumania, las hayan hecho llegar a Francia...

No sólo de caviar vive el hombre
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