13
Rogamos al lector nos perdone este salto en el tiempo. Regresemos rápidamente al otoño del año 1957. Y de nuevo hemos de pedir perdón. Y confiamos también que el Federal Bureau of Investigation sabrá perdonarnos si ahora hacemos referencia a la Harper Clinic, que, no tenemos la intención de revelar secretos del FBI, no se llama así. Y tampoco diremos dónde está enclavada esta clínica. Pero existe y sabemos dónde y sabemos también cuál es su verdadero nombre.
El 23 de octubre de 1957, el espía soviético Abel fue declarado culpable. El 25 de octubre visitaban a Edgar Hoover, en su despacho oficial en Washington, dos personas: Thomas Lieven y Pamela Faber.
La hermosa mujer de cabello negro azulado, labios gruesos rojos y brillantes, miraba de cuando en cuando, de reojo, a Thomas Lieven con expresión de íntimo enamoramiento.
Hoover estaba de muy buen humor, recibió muy cordialmente a sus visitantes.
—¿Qué puedo hacer por usted? -preguntó.
—Cumplir su promesa -dijo Thomas, muy amable. Recordará usted que solicité poder morir una vez cumplida mi misión.
—Lo recuerdo -dijo Hoover muy lentamente.
—¡Pues bien, ha llegado ese momento! -exclamó Pamela muy contenta-. ¡Y luego nos casaremos!
Hoover se mordió los labios.
—Está bien, voy a hacer honor a mi palabra -dijo Hoover-. Pero eso duele, duele mucho, señor Lieven.
—¿Qué no estaremos dispuestos a hacer para morir? -dijo Thomas-. Tengo entendido que tienen ustedes a unos excelentes especialistas en la Harper Clinic.
(No dijo Harper.)
—Bien, dispondré todo lo concerniente a la clínica. Le deseo una muerte muy hermosa y que sea feliz, muy feliz, al lado de Pamela. Pero, ¡puede que pasen unas semanas antes de qué pueda morir usted! ¡Necesitamos el cadáver! Y no es fácil encontrar un cadáver que se le parezca a usted.
—Por favor, señor Hoover, en un país tan inmenso como América ya encontrarán algo aprovechable.
Queridos lectores, ha llegado el momento. No podemos andarnos por las ramas. Hemos de relatarlo todo. No es muy alentador lo que vamos a contar a continuación y tampoco es bonito.
¡Nada más lejos de nuestra intención que tomarnos a broma un asunto tan serio! Sobre todo teniendo en cuenta el buen gusto y la sensibilidad de nuestros queridos lectores. A gusto silenciaríamos lo ocurrido, pero..., ¡sucedió! Sucedió en verdad y eso sí que no podemos remediarlo.
El 27 de octubre llegaba Thomas Lieven en compañía de Pamela Faber a la Harper Clinic, que, aislada del mundo, rodeada de altos muros, vigilada de noche y de día por los agentes del FBI, se encuentra en algún lugar de Estados Unidos.
Destinaron a Thomas a una habitación muy confortable con unas ventanas que daban sobre un gran parque. A Pamela le cedieron la habitación contigua. Pasaron las dos primeras horas juntos...
Finalmente, Pamela, cansada, pero feliz, dijo:
—¡Qué hermoso poder estar a solas, por fin!
—Si es que nos dejan -contestó Thomas, y acarició a la mujer-. En verdad, ésta es una situación muy rara. Si tenemos en cuenta que me van a hacer una cara nueva, me van a dar nueva documentación, un nuevo nombre y una nueva nacionalidad..., todo nuevo. ¿Quién puede alardear de tanta suerte a los cuarenta y ocho años de edad? -La besó-. ¿Cómo quieres que sea, amor mío?
—¿A qué te refieres?
—Presta atención. Ahora, antes de que vayan a moldear mi cara, creo que podré expresar ciertos deseos. Por ejemplo, las orejas. O la nariz.
Pamela rió divertida.
—Mira, de niña estaba loca por los griegos y siempre me decía que el hombre con el que me casara había de tener una nariz griega. Pero... pero... -Pamela se sonrojó-, ¡oh, todo eso son tonterías!
—¿Un perfil griego? -preguntó Thomas, muy amable-. ¡Si sólo se trata de eso! Y las orejas, ¿te parecen bien?
—Son muy bonitas, querido. Por lo que respecta a todo lo demás, todo me parece perfecto.
—¿Estás segura? Todavía estamos a tiempo. No cabe la menor duda de que los médicos me pueden mejorar mucho..., hacer lo que tú desees...
—¡No! -gritó presurosa-, ¡no, quiero que todo sea como ahora!