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En el año 1942, seis mil soldados alemanes rodearon el viejo barrio portuario de Marsella y obligaron a sus habitantes, unas veinte mil personas, a abandonar en el plazo de dos horas sus viviendas, permitiéndoles llevarse consigo un máximo de treinta kilos de peso. Fueron detenidas más de trescientas personas con antecedentes penales. Todo el barrio del puerto fue volado. De esta forma, desaparecía el centro del vicio más conocido y colorido de Europa, el punto de partida de empresas criminales de toda índole.
Pero durante los años 1940 y 1941, el viejo barrio portuario experimentó su más alto y vivo florecimiento. En las sombrías casas detrás del ayuntamiento residían súbditos de todos los países: fugitivos, traficantes del mercado negro, asesinos buscados por la policía, falsificadores, conjuradores políticos y legiones de mujeres de vida fácil.
La policía se sentía impotente y procuraba siempre no verse obligada a penetrar en el «barrio viejo». Los dueños y señores de aquel oscuro imperio eran los jefes de las diversas bandas que se combatían sin cuartel. Y los miembros de estas bandas eran franceses, africanos, armenios, muchos corsos y también españoles.
Los jefes de las bandas eran conocidos en toda la ciudad. Sólo en compañía de sus guardaespaldas hacían acto de presencia en los oscuros y estrechos callejones.
El Estado destinaba a los funcionarios del Controle économique, a combatir el contrabando y el tráfico en el mercado negro. Pero la mayor parte de estos comisarios se dejaban sobornar y, además, se revelaron como muy cobardes. Cuando se hacía oscuro no se atrevían ya a salir a la calle y entonces empezaba el transporte de las mercancías y también de cabezas de ganado que eran sacrificados en los mataderos clandestinos y suministrados a determinados restaurantes.
Y de estas fuentes procedían también las patas de cordero, la mantequilla, las judías verdes y otros condimentos con los que la noche del 25 de noviembre de 1940 preparaba Thomas Lieven una sabrosa cena en la cocina de Chantal Tessier.
Chantal residía en la rue Chevalier Rose. Si se asomaba por la ventana, podía ver las sucias aguas del «viejo pueblos y las coloridas luces de los numerosos cafés que lo rodeaban.
Las dimensiones y la decoración del piso de Chantal habían sorprendido y desconcertado a Thomas. Mucho era bárbaro, por ejemplo, la combinación de unas lámparas ultramodernas al lado de muebles antiguos de auténtico valor. Era evidente que Chantal había ido creciendo sin tener la menor noción de lo que es cultura.
Aquella noche lucía un elegante vestido de seda china, muy ceñido, muy cerrado. Se había sujetado a la cintura un cinturón de piel muy pesada de unos cuatro dedos de ancho.
Chantal revelaba un gusto extraño por la piel sin curtir y por su olor.
Thomas, muy cortés, no hizo la menor crítica a esta disparatada combinación entre seda y piel. Por primera vez en su vida llevaba un traje que no era suyo, pero que le sentaba de maravilla.
Inmediatamente después de su llegada, Chantal había abierto un gran armario lleno de camisas y ropa interior de caballero y en donde había muchas corbatas y trajes.
—Toma lo que quieras -le dijo Chantal-. Pierre era de la misma talla que tú.
Thomas precisaba de todo, puesto que no tenía nada que fuera suyo.
Cuando preguntó por Pierre, le contestó la mujer:
—No hagas tantas preguntas. Un amor mío. Nos hemos separado. Desde hace un año. No volverá por aquí...
Chantal se había mostrado muy fría durante aquellas horas. Como si jamás hubiesen existido aquellos momentos de amor en la frontera. Y también ahora, durante la cena, estaba silenciosa, su rostro ensombrecido por graves pensamientos. Cuando empezaron a comer la pata de cordero, Thomas vio cómo volvía a temblar la aleta izquierda de su nariz. Cuando Thomas le sirvió las frutas en caramelo, un cercano campanario dio las diez.
De pronto, hundió Chantal su cara entre sus manos y empezó a murmurar unas palabras incomprensibles.
—¿Qué te pasa, querida? -preguntó Thomas.
La mujer levantó la mirada. La aleta de su nariz seguía temblando, pero su hermoso rostro estaba ahora rígido como una máscara. En aquel momento habló de un modo muy sereno, y muy audible.
—Las diez.
—Sí, ¿y qué?
—En estos momentos están abajo. Cuando enchufe la gramola y ponga el disco J'ai deux amours, subirán.
Thomas dejó sobre la mesa la cucharita de plata que sostenía entre los dedos, y preguntó:
—¿Quién subirá?
—El coronel Siméon y sus hombres...
—¿El coronel Siméon? -preguntó Thomas, en voz baja.
—Del Deuxième Bureau, sí. Te he traicionado, Jean. Soy el pedazo de basura más mísero que existe en el mundo.
Se hizo el silencio en la habitación.
Por fin, dijo Thomas:
—¿Quieres otro melocotón?
—¡Jean! ¡No seas así! ¡No lo resisto! ¿Por qué no me chillas, por qué no me pegas...?
—Chantal -dijo Thomas, y tuvo la sensación de que le invadía un increíble cansancio-. Chantal, ¿por qué has hecho una cosa así?
—Las autoridades aquí me tienen en su poder... Un asunto muy grave relacionado con Pierre. Una estafa... Y de pronto se presenta ese coronel Siméon y me dice: «Tráigame usted a Leblanc y tal vez podamos arreglar el asunto.» ¿ Qué hubieses hecho tú en mi lugar, Jean? ¡Yo no te conocía!
«En fin, así es la vida -se dijo Thomas-. Y la vida continúa, y continúa y continúa... Uno persigue al otro. Una traiciona al otro. Uno mata al otro para que no le maten a él,
—¿Y qué quiere Siméon de mí? -preguntó, en voz baja
—Tiene instrucciones..., tú llamaste a engaño a los suyos con ciertas listas..., ¿es verdad?
—Sí, es verdad.
La mujer se puso en pie, se acercó a él y apoyó su maná en su hombro.
—Quisiera llorar. Pero no me salen las lágrimas. Pégame¡ Mátame. ¡Haz algo, Jean! Y no me mires con esos ojos.
Thomas se sentó silencioso y meditó. Luego preguntó en voz muy baja:
—¿Qué disco has de poner?
—J'ai deux amours -contestó la mujer.
De pronto, una extraña sonrisa iluminó el pálido rostro del hombre. Se puso en pie. Chantal retrocedió un paso. Pero el hombre no la tocó. Fue a la habitación contigua. Allí estaba la gramola. Sonrió de nuevo cuando leyó el título de la canción. Dio cuerda al aparato. Colocó la aguja en la primera ranura. Sonó la música. Y la voz de Josefina Baker cantó J'ai deux amours, la canción de los dos amores...
Los pasos delante de la puerta se fueron acentuando. Más cerca. Muy cerca. Chantal estaba al lado de Thomas. Su respiración llegaba hasta él a través de los dientes, sus dientes de animal de presa que brillaban húmedos. Su pecho se alzaba y bajaba bajo la seda del vestido tan ceñido.
—Lárgate, todavía estás a tiempo..., bajo la ventana del dormitorio hay un tejado...
Thomas denegó con un movimiento de cabeza y sonrió.
Chantal empezó a enfurecerse.
—¡Imbécil! ¡Te convertirán en papilla! ¡Dentro de diez minutos serás un cadáver que flotará en las aguas del viejo puerto!
25 de noviembre de 1940
Con una pierna de cordero, suelta Thomas Lieven una lengua de mujer
Moules marinières
Se toman mejillones frescos, se lavan y cepillan cuidadosamente, y se introducen luego en una cacerola con una poca cantidad de líquido hirviendo, mitad agua, mitad vino blanco. Se dejan cocer con la cacerola tapada, agitando a menudo, hasta que se abren los mejillones, se echan luego sobre un tamiz y se separa la carne de los mejillones abiertos de sus conchas. Entretanto, se ha preparado una salsa blanca con mantequilla y harina, a la que se añade el caldo de los mejillones, pasado a través de un tamiz, y se deja hervir bien todo el conjunto. Se añade todavía un chorro de vino blanco, se sazona con sal, pimienta y algo de zumo de limón y se mezcla luego la salsa con yema de huevo, batiendo bien. Se añade ahora la carne de los mejillones y perejil bien picado a la salsa y se deja hervir todavía una vez más.
Pierna de cordero asada con ingredientes
Se toma una buena pierna de cordero, se hace una pequeña incisión en el punto de inserción del hueso y se introduce en ella un diente de ajo. Se coloca la pierna en la sartén y se cubre abundantemente con mantequilla, se asa bien por todos los lados y se sala y adoba con pimienta a continuación. Se introduce después en el horno y se acaba de asar, con un buen calor.
Se toman judías tiernas verdes, se limpian y se hierven con poca agua, hasta ablandarse. Si se utilizan conservas deben echarse sobre un tamiz, se deja escurrir bien el agua y se vierte luego encima agua hirviendo. Con ello pierden el sabor a conserva que pudieran tener. Se añaden las judías bien escurridas a la mantequilla, y se dejan calentar en ella. Al servirlas, se salpican con un poco de sal. Se pasan patatas hervidas con sal a través de la trituradora, se baten con huevos enteros, hasta formar una fina masa, y se adoba con una pizca de nuez moscada. Se moldean con la masa pequeñas bolas y se cuecen en manteca caliente, hasta que se abren, y adquieren un bello color pardusco.
Frutas al caramelo
Se toma azúcar fino y se deja fundir, agitando continuamente en una cacerola hasta tomar un color amarillo claro. Se echa luego agua y se deja hervir bien el caramelo de color claro. Se toman varios melocotones y peras peladas, cortados en cuatro pedazos, así como uvas frescas y se dejan ablandar en el caramelo. Se rellenan moldes de vidrio con la compota ya fría, se adorna con salpicaduras de nata y se echan por encima almendras picadas finamente.
—Hubiese sido preferible que hubieses pensado en todo eso antes, mi corazón -dijo Thomas, muy amable.
La mujer levantó la mano como si fuera a pegarle y dijo fuera de sí:
—No digas tonterías..., precisamente en estos momentos... -Pero, al instante siguiente empezó a sollozar.
Llamaron a la puerta.
—Abre -dijo Thomas, con voz dura.
Chantal se llevó los puños a la boca y no se movió.
Volvieron a llamar. Esta vez con mayor insistencia. Josefina Baker seguía cantando.
Una voz de hombre que Thomas reconoció inmediatamente gritó:
—¡Abran o disparamos contra el cerrojo!
—Querido y bueno Siméon -murmuró Thomas-, siempre tan impulsivo. -Pasó por delante de Chantal que temblaba de pies a cabeza y se dirigió a la puerta.
Golpeaban con los puños contra la puerta. Chantal había colocado una cadena de seguridad. Thomas bajó el pomo de la puerta y ésta se abrió hasta donde lo permitió la cadena de seguridad. Y por la rendija de la puerta asomó un zapato y un revólver.
Thomas pisó con todas sus fuerzas el zapato y tiró hacia atrás el cañón del arma al tiempo que decía:
—¡Tenga la bondad de retirar estas dos cosas, coronel!
—¡Oiga usted! -gritó el coronel Siméon desde el otro lado de la puerta-. ¡Si no abre, disparo!
—Pues dispare -contestó Thomas-, puesto que mientras apriete contra la puerta no puedo retirar la cadena de seguridad.
Al cabo de unos segundos de vacilación, el coronel accedió a la petición de Thomas. Thomas abrió la puerta y, al instante siguiente el heroico Jules Siméon se plantaba delante de él y le hundía el cañón del revólver en la boca del estómago.
«Pobrecillo -se dijo Thomas-, al parecer, en estos últimos meses no ha ganado mucho dinero; lleva el mismo abrigo de siempre.»
—¡Qué alegría, coronel! -dijo Thomas, en voz alta-. ¿Cómo está usted? ¿Y qué hace nuestra encantadora Mimí?
Marcando una mueca de desprecio con sus labios, dijo el coronel:
—¡Su juego ha terminado, asqueroso traidor!
—¿No le importaría a usted apuntar con el cañón de su revólver en otra dirección? Donde sea, pero no en la boca del estómago; acabo de comer.
—Dentro de media hora se le habrán pasado a usted todos los problemas de digestión, ¡cerdo! -gritó Siméon, con apasionamiento.
Otro hombre entró en el cuarto, un hombre alto, elegante, de sienes grises y ojos inteligentes, el cuello del abrigo subido, las manos en los bolsillos, y un cigarrillo en la comisura de los labios... Maurice Débras.
—Buenas noches -dijo Thomas- Sospeché que usted no andaría muy lejos, cuando Chantal me dijo el título del disco que había de tocar. ¿Cómo está usted, comandante Débras?
—¡Corone] Débras! -gritó Siméon.
Débras no respondió.
En el instante, siguiente, un salvaje grito hizo volver la cabeza a todos ellos. Agazapada como un gato salvaje antes de dar el salto, apareció Chantal en el umbral de la puerta del salón con un puñal malayo en su diestra.
—¡Fuera de aquí u os mato a los dos al mismo tiempo! ¡Dejad en paz a Jean...!
Asustado, Siméon retrocedió dos pasos.
«¡Gracias a Dios, ya no eres ni tan estúpido, ni tan ingenuo como cuando la conquista de París!», se dijo Thomas. Y añadió con expresión dura:
—Déjate de tonterías, Chantal. A fin de cuentas, le habías prometido al coronel que me traicionarías.
Chantal, inclinada hacia delante, gritó con voz aún más ronca:
—Eso me importa un comino..., me he comportado como une salope..., pero puedo reparar este error...
—¡Compórtate ya de una vez! -le dijo Thomas-. ¡Lo único que lograrás con todo esto es que te encierren entre rejas, estúpida!
—Que me encierren..., todo me importa un comino... nunca había traicionado a una persona... ¡Corre al dormitorio, Jean!
Estaba ahora al lado de Thomas. Thomas suspiró y movió la cabeza. De pronto, levantó su pie derecho y pegó con la punta del zapato en la muñeca derecha de Chantal. La mujer lanzó un grito de dolor. El puñal voló por los aires y, quedó clavado en el marco de la puerta.
Thomas arrancó el puñal de la madera y se lo dio a Débras.
—No sabe cuán penoso es para mí usar de la violencia con las mujeres, pero, con la señorita Tessier no se puede, al parecer, proceder de otro. modo... -Cogió su sombrero y abrigo-. ¿Nos vamos?
Débras asintió en silencio y Siméon empujó a Thomas por la espalda obligándole a salir al corredor.