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La tarde del 13 de junio de 1940 corría un Chrysler negro y pesado en dirección suroeste cruzando el barrio parisiense de Saint Cloud. Avanzaba muy lentamente, puesto que en la misma dirección corrían muchos otros vehículos..., la columna de fugitivos de París.
En el lado izquierdo del Chrysler negro ondeaba el banderín de Estados Unidos de América. Todo el techo del coche estaba cubierto por una bandera americana de tamaño mediano. Y relucientes brillaban en la parte posterior las letras C.D.
Thomas Lieven se sentaba al volante del coche. Mimí Chambert se sentaba a su lado. Detrás, entre sombrereras y maletas, se sentaba el coronel Jules Siméon. De nuevo llevaba ahora su traje azul oscuro de paisano, un traje ligeramente usado. Y lucía también los gemelos de oro y la aguja de corbata de oro. Siméon contemplaba a Thomas con una mezcla de agradecimiento, vergüenza y gran confusión.
Thomas trataba de borrar la tensión hablando con buen humor.
—Nos protegerá nuestra buena estrella. -Fijó la mirada en el banderín y añadió-: Mejor dicho, nuestras cuarenta y ocho buenas estrellas.
—Huir es una cobardía -gruñó el coronel en el asiento posterior-, ¡Debería quedarme aquí y luchar!
—Jules -dijo Mimí, muy amable-, pero si hemos perdido ya la guerra. Si te cogen te pondrán contra el paredón.
—Sería más digno -replicó el coronel.
—Sería más estúpido -dijo Thomas-. Tengo interés por saber cómo va a terminar esa locura. ¡Un sincero interés!
—Si los alemanes dan con usted, también le pondrán contra el paredón -comentó el coronel.
—Los alemanes -dijo Thomas, mientras enfilaba por un camino menos frecuentado y en dirección a un pequeño bosque- han cerrado en tres cuartas partes el anillo en torno a París. Y el espacio abierto queda situado aproximadamente entre Versalles y Corbeil. Y esta es la zona en donde nos encontramos.
—¿Y si los alemanes hubiesen llegado ya hasta aquí?
—Confíe en mí. Por esta carretera secundaria y en esta zona no hay alemanes. Ni uno solo.
Atravesaron el bosque y salieron de nuevo a una zona despejada y libre. Por la carretera secundaria avanzaba en dirección contraria a la de ellos una larga columna de carros de combate alemanes.
Mimí lanzó un grito.
El coronel Siméon gimió.
Thomas Lieven dijo:
—¿Y qué hacen ésos por aquí? Deben haber equivocado el camino.
—Todo está perdido -dijo el coronel, pálido como la muerte.
—No empiece de nuevo, ¡me pone usted nervioso!
Con voz ahogada, declaró Jules Siméon:
—En mi cartera de mano llevo expedientes secretos y la relación con los nombres y direcciones de todos los agentes franceses.
Thomas tragó saliva.
—¿Ha perdido el juicio? ¿Por qué trajina todo eso con usted?
—¡Orden del general de llevar todos esos documentos sin falta a Toulouse! -gritó el coronel-. He de entregarlos allí a una determinada persona, cueste lo que cueste.
—¿Y no hubiese podido haberlo dicho antes? -le chilló Thomas Lieven.
—Y si se lo hubiese dicho antes, ¿me hubiese llevado con usted?
Thomas rió divertido.
—¡En esto dice usted la verdad!
Un minuto más tarde se tropezaron con la columna alemana.
—Tengo una pistola -susurró el coronel-, mientras viva nadie se apoderará de esta cartera.
Thomas detuvo el coche.
Unos curiosos y polvorientos soldados alemanes se les acercaron. De un automóvil militar bajó un alto y rubio teniente. Se acercó igualmente al Chrysler, se llevó la mano a la gorra y dijo:
—Buenos días. ¿Sus papeles, por favor?
Mimí estaba como paralizada. No lograba emitir una sola palabra. Los soldados rodeaban ahora el Chrysler desde todos los lados.
—It's okay -dijo Thomas Lieven, orgulloso-. We are Americans see?
—I can see the flag -dijo el rubio teniente en un perfecto inglés-. And now I want to see your papers!
—Here you are -dijo Thomas Lieven, y le alargó el documento.
El teniente Fritz Egmont Zumbusch estudió el pasaporte diplomático, luego al elegante caballero que se sentaba al volante y que adoptaba unos aires de suma indiferencia y aburrimiento.
El rubio Zumbusch preguntó:
—Your name is William S. Murphy?
—Yes -respondió el joven caballero, bostezó, pero bien educado se llevó al instante la mano ante la boca.
Cuando uno no se llama William S. Murphy, sino Thomas Lieven, cuando como agente del servicio secreto francés figura en la lista negra del servicio secreto alemán y por extraña coincidencia se mete uno entre una columna de carros de combate alemanes, cuando, además, le acompañan a uno en su coche una pequeña amiguita francesa y un alto oficial del Deuxième Bureau vestido de paisano y cuando, además, se sabe que este oficial lleva documentos secretos en su maletín negro con la relación de nombres y direcciones de todos los agentes franceses..., en fin, entonces no queda otro remedio que comportarse del modo más indolente y aburrido posibles.
Con forzada amabilidad devolvió el teniente Zumbusch el pasaporte diplomático. Aquel 13 de junio de 1940 Estados Unidos eran todavía neutrales. Y Zumbusch, que se encontraba a veintiún kilómetros de París, no deseaba verse envuelto en complicaciones. Pero su matrimonio era desgraciado y por esto le gustaba ser soldado. Y dijo, cumpliendo con su deber:
—El pasaporte de la señora, por favor.
La bonita Mimí no entendía, pero sí adivinó lo que pretendía el oficial alemán, abrió su bolso y sacó el documento. Dirigió una sonrisa a los soldados que rodeaban el coche que al instante, despertó un murmullo popular.
—My secretary -le explicó Thomas al teniente.
«Esto sale a pedir de boca -se dijo-. Ahora sólo falta Siméon y habremos superado la prueba.»
Pero al instante siguiente ocurrió la catástrofe.
El teniente Zumbusch metió la cabeza por la ventanilla para devolverle su pasaporte a Mimí. A continuación se volvió hacia Siméon, que se sentaba entre las sombrereras y las maletas con la cartera de mano sobre sus rodillas.
Tal vez Zumbusch se volvió demasiado rápidamente cuando extendió la mano. El coronel Siméon retrocedió ante la mano del teutón, que se dirigía a él, y apretujó con expresión fanática la cartera contra su pecho.
—Vamos a ver -dijo Zumbusch-, ¿qué lleva usted ahí dentro?
—Non, non, non! -gritó el coronel.
Thomas, que quería actuar de intermediario, se encontró de pronto con el codo del teniente en la boca. Un Chrysler no ofrece espacio para más.
Mimí empezó a gritar. Zumbusch se dio un golpe en la cabeza con el techo del coche y empezó a maldecir.
«Ese estúpido de héroe», se dijo Thomas Lieven, enojado.
Y de pronto, con gran horror por su parte, vio cómo Siméon esgrimía en su mano su pistola de reglamento del Ejército francés, y le oyó gritar:
—¡Manos afuera o yo disparar!
—¡Imbécil! -gritó Thomas.
Por poco se disloca el brazo al levantar con la suya la mano del coronel. El disparo sonó como un trueno. La bala atravesó la techumbre del coche.
Thomas le arrebató al coronel el arma, al tiempo que le decía en francés y muy enojado:
—¡Usted sólo proporciona complicaciones!
El teniente abrió la portezuela del coche y gritó:
—¡Bajen!
Sonriendo muy amable, Thomas bajó del coche. El teniente esgrimía ahora una pistola en su mano. Los soldados se mantenían inmóviles alrededor del coche, las manos en sus armas. De pronto se hizo un profundo silencio.
Thomas arrojó el arma de Siméon a un trigal y con las cejas enarcadas fijó su mirada en los cañones de quince pistolas.
«Sólo me resta apelar a nuestro complejo de autoridad nacional», se dijo Thomas. Respiró a fondo y le gritó a Zumbusch:
—¡Ese caballero y esta dama estar bajo mi protección! ¡Mi coche llevar banderín de los United States!
—¡Salgan o disparo! -le gritó Zumbusch al coronel Siméon, vestido de paisano, que estaba pálido como la muerte.
—¡No se mueva usted! -gritó Thomas, y no se le ocurrió nada mejor que decir-: ¡Este coche es extraterritorial! ¡Los sentados en este coche se sientan en suelo americano!
—Me importa un comino...
—Okay, okay, de modo que usted querer provocar un incidente internacional... Por culpa de un accidente así entramos en la Primera Guerra Mundial...
—¡Yo no provoco a nadie! ¡Cumplo con mi deber! ¡Ese hombre puede ser un agente francés!
—¿Cree usted que entonces él comportarse de un modo tan estúpido?
—¡Quiero saber lo que lleva en esa maleta!
—¡Correo diplomático, protegido internacionalmente! ¡Me quejaré a sus superiores!
—¡Eso lo podrá hacer ahora mismo!
—¿Qué pretende insinuar?
—¡Que me acompañe!
—¿A dónde?
—¡Al puesto de mando del Cuerpo! Un ciego vería que hay algo aquí que no está acorde. Siéntese al volante. Dé media vuelta al coche. Y si intenta huir, dispararé, pero no contra los neumáticos -dijo el teniente Zumbusch. Y lo dijo en voz baja.