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Por delante del hotel rodeaban los pesados carros de combate y los vehículos militares. El ruido de las cadenas y el zumbido de los motores aturdía los oídos de Thomas Lieven.
Fue un movimiento reflexivo. Sacó su reloj de repetición y abrió la tapa: las doce y media. El general permanecía inmóvil. Thomas meditaba a una velocidad de vértigo. «En fin, no queda otro remedio, he de intentar lo imposible...»
—Está bien. No puedo actuar de otra forma. A pesar de que con ello violo una severa orden... Ruego al señor general una audiencia a solas. -Hablaba ahora un alemán sin acento.
—Oiga usted, míster Murphy, o como se llame, le prevengo... Un tribunal marcial tarda muy poco tiempo en ser convocado...
—Cinco minutos a solas, mi general. -Thomas Lieven hizo un esfuerzo por darse importancia.
El general meditó durante largo rato. Luego, con un movimiento de cabeza, mandó salir a su ayudante.
Apenas abandonó éste el salón, empezó a hablar Thomas como si fuera una ametralladora:
—Mi general, le hago partícipe de un secreto. Cuando salga yo de aquí, olvídese al instante de haberme conocido jamás...
—¿Ha perdido usted el juicio?
—... Voy a revelarle un «secreto de Estado». Quiero su palabra de honor de que nunca lo mencionará a nadie...
—¡Jamás he sido testigo de una desfachatez semejante...!
—... Se trata de una orden directa de Canaris...
—¿Canaris?
—... Canaris en persona, de insistir, en todos los casos y en todas las circunstancias, en mi identidad de diplomático americano. Pero las actuales condiciones me obligan ahora a revelarle a usted mi identidad verdadera. Mire usted... -Thomas Lieven se desabrochó el chaleco y sacó un documento de identidad-. Lea usted, mi general.
Felseneck leyó.
El documento que sostenía en sus manos era una certificación auténtica del Abwehr alemán, extendida por un tal comandante Fritz Loos, oficial del Abwehr en la Región militar de Colonia. Thomas se había guardado el documento, convencido de que llegaría el día en que podría hacer uso del mismo...
El general dijo:
—¿Trabaja usted... en el Abwehr?
—¡Usted mismo puede comprobarlo! -no había ya nada que ahora pudiera retener a Thomas-. Si usted, mi general, alberga todavía alguna duda, solicite al instante una conferencia con Colonia.
«Si telefonea, estoy perdido. Si no telefonea, estoy a salvo.»
—Comprenda usted...
«Al parecer, estoy salvado», se dijo Thomas. Y gritó:
—¿Sabe usted quiénes son los que se encuentran en la habitación de al lado? ¡Altos jefes del servicio secreto francés, dispuestos a trabajar para nosotros! -Golpeó con la palma de la mano sobre la cartera negra-. Y aquí tengo la lista y dirección de todos los agentes del Deuxième Bureau. ¿Comprende ahora lo que está en juego?
El general Von Felseneek estaba aturdido. Nervioso, tamborileaba sobre el tablero de la mesa. Thomas Lieven se decía: «Expedientes, listas, nombres de agentes. Si mis compatriotas, los alemanes, se apoderan de estas listas, entonces matarán a los agentes franceses. Correrá sangre, mucha sangre. Pero, ¿y si los alemanes no se apoderan de estas listas? En este caso, los franceses harán todo lo imaginable para matar a cuantos más alemanes mejor. No me gusta ni lo uno, ni lo otro. Odio la violencia y la guerra. Por consiguiente, he de meditar muy bien lo que hacer con esta cartera. Pero eso lo haré luego. Ahora tengo que salir de aquí...»
El general tartamudeó:
—Sin embargo..., sin embargo, no entiendo todo esto. Si esa gente va a trabajar para nosotros, ¿a qué tanto misterio?
—Mi general, ¿de veras que no lo entiende usted? ¡Nos persigue el servicio secreto francés! ¡A cada momento podemos ser víctimas de un atentado! Por ese motivo al almirante Canaris se le ocurrió la idea de transportar a esas dos personas bajo la protección diplomática de un Estado neutral y llevarles a un castillo, cerca de Burdeos, hasta que se firme el armisticio. -Thomas rió amargado-. Claro está, no calculamos la posibilidad de que un teniente alemán, fiel cumplidor de sus órdenes, nos estropeara la jugada. Hemos perdido mucho tiempo, mi general, un tiempo muy valioso. Mi general, si esas dos personas cayeran en manos de los franceses, entonces, las consecuencias... las consecuencias internacionales... no son de prever... ¡Y ahora tenga ya la bondad de solicitar la conferencia con Colonia!
—¡Pero si yo le creo a usted!
—¿Que usted me cree? ¡Qué amable! En este caso, permítame usted que sea yo quien llame a Colonia para informarles del incidente.
—Mire usted, ya le he hablado que he tenido otro disgusto. ¿Es necesario...?
—¿Que si es necesario? ¿Y cómo quiere usted que continúe esto? ¡Cuando salga de aquí me expongo a que uno de sus oficiales, siempre tan cumplidores de su deber, me detenga en la próxima esquina!
El general suspiró:
—Le extenderé un salvoconducto..., no le detendrán a usted... nunca más...
—Está bien -asintió Thomas-. Otra cosa, mi general, no le haga ninguna clase de reproches al teniente Zumbusch. Imagínese por un momento que yo soy un agente francés y él me hubiese dejado pasar...