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Louis Monico, un hombre muy delgado y muy pálido, depositó dos pesadas maletas llenas de lingotes y monedas de oro sobre la mesilla estilo rococó en el salón del apartamento 203 en el hotel Victoria. El esfuerzo que había hecho hacía que respirara con dificultades. Sus ojos brillaban febriles.
Un hombre bajo, en traje de franela, estaba frente al «soñador». Aquel hombre tenía los ojos húmedos y una boca casi sin labios, llevaba la raya del cabello peinada casi a tiralíneas. Louis sabía de él que se llamaba Petersen. Y que compraba oro. Pero no sabía nada más.
—¿Cuánto es esta vez? -preguntó Petersen.
—Trescientos luises de oro y treinta y cinco lingotes de oro.
El «soñador» abrió las dos maletas. El oro relucía a los reflejos de la luz eléctrica.
—¿Dónde está el dinero?
Petersen se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Cuando sacó de nuevo la mano sostenía en la misma unas credenciales. La voz de Petersen sonó muy helada cuando habló:
—Soy el untersturmführer Petersen, del SD. Queda usted detenido.
Louis Monico había metido la mano en el bolsillo exterior derecho de su chaqueta. No la volvió a sacar. Disparó. Tres balas dieron en el pecho de Petersen. Murió al instante.
Y el «soñador» le dijo entonces al muerto:
—A mí, esos trucos no, perro. -Y pasando por encima del muerto, cogió sus dos maletas, se dirigió a la puerta y salió al corredor. Nadie le prestó la menor atención en el vestíbulo del hotel.