10
Llevaba un abrigo de piel roja, zapatos rojos y un sombrero rojo, debajo del cual asomaba el pelo negro azulado. Los labios de la mujer eran grandes y rojos, los ojos eran grandes y negros. La piel de la cara era muy blanca. Llevaba hundidas las manos en los bolsillos del abrigo y miraba a Thomas Lieven con expresión inquisitiva. Su voz sonó metálica y un poco vulgar:
—Buenas, Pereira. Usted no me conoce.
—Yo... -empezó Thomas, pero la mujer le interrumpió con un violento movimiento de cabeza, haciendo volar los pelos de un lado a otro.
—No tema usted, no soy de la «poli». Al contrario.
«Me toma por Reynaldo Pereira -se dijo Thomas-. No es de extrañar.»
—¿Quién..., quién le ha dado la dirección? -tartamudeó Thomas.
La mujer de rojo le miró con ojos entornados.
—¿Qué le ocurre a usted? ¿Nervios? ¿Miedo? ¿Coñac?
—Pero, ¿por qué...?
—¿Qué hace usted continuamente con su cara? ¿No puede estarse quieto? ¡Está temblando continuamente!
—Ya pasará..., suele ocurrirme algunas veces, al atardecer. ¿Quién le ha dado a usted la dirección?
La mujer de rojo se le acercó un paso. Olía muy bien. Y era muy hermosa. En voz baja, dijo:
—Su dirección de usted me la ha dado un tal monsieur Débras.
«El comandante Maurice Débras, del servicio secreto francés -se dijo Thomas, y experimentó un ligero sobresalto-. Esto era lo que me faltaba. El tercero al que he engañado. En fin, tenía que suceder un día u otro. Todos ellos me siguen los pasos: los franceses, los ingleses y los alemanes... Sólo puede ya tratarse de horas y soy un hombre muerto.»
Como desde muy lejos oyó a la mujer hacer la siguiente pregunta. Y, de pronto, Thomas lo vio todo negro y rojo a su alrededor. La pregunta de la mujer confirmó sus peores presentimientos:
—¿Conoce usted a un tal Jean Leblanc?
Thomas hizo un ruido exagerado con la sartén y luego murmuró de una forma muy poco audible:
—¿Jean Leblanc? Nunca he oído este nombre...
—¡Déjese de tonterías, Pereira; usted conoce al hombre!
La hermosa bestia se sentó en un taburete y cruzó sus largas y bonitas piernas.
—Vamos, no tenga tanto miedo.
«Hay que ver cómo me trata esa mujer -se dijo Thomas-. Mi situación es indigna, muy indigna, insultante. ¿Por qué me he merecido todo esto? Yo, el banquero privado más joven de Londres. Yo, miembro de uno de los clubs más exclusivos de Londres. Yo, un hombre de excelente educación..., y ahora estoy aquí, en una pequeña y sucia cocina portuguesa, con una mujer para comérsela que me dice que no he de tenerle miedo. ¡Ésa va a saber quién soy yo!»
Y Thomas Lieven, siempre tan educado, replicó a las palabras de la mujer:
—¡Oye, muñeca, largo de aquí o vas a saber lo que es bueno!
Un instante después había cambiado la situación. Se oyeron unos pasos y entró en la cocina un hombre barbudo, en pantalones de pana y un suéter raído. El hombre estaba muy borracho. A pesar de ello, su rostro se iluminó cuando vio a Thomas y saludó muy contento:
—Bien venido a mi mísera cueva. Pero, meu amigo, ¿qué has hecho de tu pelo?
Reynaldo, el pintor, había vuelto al hogar...
De pronto, las tres personas que se encontraban en la cocina empezaron a hablar al mismo tiempo. La mujer de rojo se puso en pie de un salto, clavó sus ojos en Thomas y gritó:
—¿De modo que usted no es Pereira?
—Pues claro que no es Pereira -gritó a su vez el pintor-. ¿Qué es lo que ha bebido usted? Yo soy Pereira y éste es mi...
—¡Cierra el pico!
—... mi viejo amigo Leblanc.
—¡Oh!
—¿Y quién es usted..., hips-, mi hermosa dama?
—Me llamo Chantal Tessier -dijo la hermosa mujer sin apartar la mirada de Thomas. Una expresión hambrienta dominó su rostro de gata. Y arrastrando las palabras, dijo-: ¿Monsieur Jean Leblanc en persona? ¡Vaya una feliz casualidad!
—¿Qué desea de mí?
—En cierta ocasión le proporcionó usted un pasaporte falso a su amigo Débras. Débras me dijo: «Cuando precises de un pasaporte falso ve a Reynaldo Pereira, en la rua do Poco des Negros, y dile que te manda Jean Leblanc...»
—¿Esto es lo que le dijo su amigo Débras?
—Esto es lo que dijo mi amigo Débras.
—¿Y no dijo nada más?
—Sólo que era usted un hombre estupendo que le salvó la vida.
«En fin, mejor de lo que cabía esperar», y añadió en voz alta y muy amable:
—¿Se queda usted a comer con nosotros? ¿Me permite que le ayude a quitarse el abrigo, señorita Tessier?
—Para usted, ¡Chantal! -La cara de gata sonrió y descubrió una fuerte dentadura de animal de presa.
Chantal Tessier era una mujer muy consciente de sí misma, una mujer valiente, y con toda seguridad, fría como el hielo. Pero al parecer no estaba acostumbrada a que un caballero le ayudara a quitarse el abrigo.
El animal de presa llevaba una falda negra muy ceñida y una blusa de seda blanca.
«¡Diablos! -se dijo Thomas-, vaya cuerpo. A esta chiquilla no se le mojarán los pies cuando llueva...»
Había pasado el momento de peligro. Thomas era de nuevo el de siempre. Muy educado y muy caballero frente a las mujeres. ¡Frente a toda clase de mujeres!
Se sentaron al lado del pintor, que había empezado a comer ya. Comía con los dedos y hablaba con la boca llena.
—¡Si yo supiera pintar como tú sabes cocinar, el viejo Goya sería un miserable perro a mi lado! -dijo el pintor.
Thomas se volvió muy amable hacia la mujer:
—¿De modo que usted tiene necesidad de un pasaporte, Chantal?
—No. -Sus ojos estaban un poco húmedos y la aleta izquierda de la nariz le temblaba ligeramente. Era ésta una costumbre en ella-. No necesito un pasaporte, necesito siete.
—¿Puedo preguntar algo? -preguntó el pintor, con la boca llena.
—Primero trague lo que tiene en la boca -le cortó Thomas, irritado-. Y no nos interrumpa continuamente. Procure despabilarse un poco. -Y a Chantal-: ¿Y para quién necesita usted estos pasaportes?
—Para dos caballeros alemanes, dos franceses y tres húngaros.
—Al parecer, tiene usted amigos en todas las partes del mundo.
—No es de extrañar, teniendo en cuenta mi profesión -rió Chantal-. ¡Soy guía turista!
—¿Y qué rutas les enseña a los turistas?
—Desde Francia, a través de España hasta Portugal. Un negocio que rinde mucho.
—¿Y cuántas veces hace el viaje?
—Una vez al mes. Los grupos son cada vez más numerosos. Con pasaportes falsos o, incluso, sin ellos...
—Puesto que hablamos de pasaportes... -intervino el pintor; pero Thomas le obligó a callarse con un gesto de su mano.
—Acompaño solamente a personas ricas. Soy muy cara. Pero nunca les ha pasado nada malo a los de mi grupo. ¡Conozco la frontera palmo a palmo! ¡Conozco a todos los agentes en la frontera! Y en la última expedición he traído a siete caballeros que necesitan siete pasaportes. -Le dio un golpecito al pintor-. Podrás ganar mucho dinero, viejo.
—También yo necesito un pasaporte -dijo Thomas.
—Ay, madre de Dios -exclamó el barbudo-. Cuando no me queda un solo pasaporte.
—¿De los treinta y siete pasaportes viejos que le traje a usted...? -preguntó Thomas, indignado.
—¿Cuándo? Hace ya seis semanas de ello. ¿Qué cree que ha pasado aquí? En sólo catorce días desaparecieron todos. Lo siento de veras..., pero no me queda uno solo... ¡Ni uno solo! Esto es precisamente lo que quería explicarle todo el rato...