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El comandante Débras se hacía esperar. Pasó una semana, luego otra... y no hacía acto de presencia. «¡Qué suerte si nunca hiciera acto de presencia!», se decía Thomas, alias Jean.

Empezó a instalarse en Chez Jeanne como si estuviera en su propia casa. Siempre que disponía de tiempo para ello ayudaba a la propietaria de la casa.

—Mi cocinero ha huido, Jean -se lamentó Jeanne a su huésped de ascendencia alemana, a quien tomaba por un auténtico parisiense y a quien ya al segundo día llamó por su nombre de pila-. Y cada vez hay menos víveres. No sabe usted lo que ganaría si pudiera hacer funcionar el restaurante...

—Jeanne -respondió Thomas, que también al segundo día había empezado a llamar a la mujer por su encantador nombre de pila-, voy a hacerle una proposición. Voy a cocinar y a organizar el suministro de víveres. Y nos repartiremos las ganancias. ¿De acuerdo?

—¿Siempre es usted tan impulsivo?

—¿Le molesta acaso?

—¡Al contrario, Jean, al contrario! Me muero de impaciencia por conocer sus otros talentos ocultos...

En su intento por poner de nuevo en marcha el restaurante de Jeanne, reveló el coronel Siméon su buena disposición para el servicio secreto. Después de una ausencia de dos días informó orgulloso a Mimí y Thomas:

—Los dos mecánicos no han querido decirme nada, pero he registrado el garaje y he descubierto muchas cosas allí. Una llave. Un mapa. Anotaciones. Voilà! ¡El viejo Perrier enterró un depósito de bencina!

—¡Diablos! ¿Dónde?

—En el bosque de Villefranche-de-Laragais. A cincuenta kilómetros de aquí. Bajo tierra. Por lo menos cien bidones. Acabo de llegar de allí.

Mimí se puso en pie y le dio a Siméon un largo y ostentoso beso...

«Eso por lo de Jeanne», se dijo Thomas. Y en voz alta añadió:

—¡Le felicito, mi coronel!

—¡ Ah! -exclamó el coronel cuando de nuevo estuvo en condiciones de hablar, muy modesto y muy amable-, mire usted, amigo mío, me alegro de verdad de haber hecho, por fin, algo útil.

«Ojalá todos los agentes secretos fueran tan sinceros», se dijo Thomas.

Fueron a buscar la bencina al bosque. Thomas encerró el Chrysler negro en el garaje y se compró por unos pocos, de sus veintisiete mil setecientos treinta dólares, un pequeño Peugeot. Consumía menos combustible.

Poco después era Thomas un personaje conocido por las carreteras de Toulouse. Todos los campesinos le saludaban, sonreían y callaban. En primer lugar, Thomas siempre pagaba buenos precios y, luego, les suministraba aquello que les hacía falta y que él les traía de la ciudad...

Thomas cocinaba que era un verdadero placer. Jeanne le ayudaba. En la cocina hacía calor. Y Jeanne se defendía contra el calor de un modo muy radical. Una sociedad perfecta: ella le admiraba, él la admiraba. Y Mimí daba largos paseos en compañía de Siméon.

El restaurante estaba ocupado cada día hasta la última silla.

Se trataba casi única y exclusivamente de clientes masculinos, fugitivos de todas partes. La cocina era muy variada y los fugitivos estaban encantados, Y también por aquellos precios tan humanos.

Más entusiasmadas aún estaban las muchachas de la casa. El joven y encantador cocinero las conquistaba a todas ellas con su elegancia y osadías, con su amabilidad e inteligencia. Y siempre se consideraban tratadas como señoras, puesto que él las trataba con honorabilidad.

A los pocos días ya Thomas hacía las veces de padre confesor, prestamista, consejero en materias jurídicas y médicas, y las escuchaba muy paciente cuando le abrían su corazón.

Jeanette tenía un chiquillo en el campo. La familia de campesinos presentaba exigencias cada vez mayores. Thomas hizo que recapacitaran.

A Sonia le correspondía una herencia que un malvado abogado no tenía la intención de entregarle. Thomas la consiguió para ella.

Bebé tenía un amigo que la engañaba continuamente y, además, le pegaba. Haciendo ciertas alusiones a la policía y con una llave de jiu-jitsu, Thomas le persuadió a comportarse de un modo decente.

El amigo se llamaba Alphonse. Y más adelante había de resultar un verdadero estorbo para Thomas...

Entre los clientes habituales del restaurante había un banquero llamado Walter Lindner. Había escapado de Viena huyendo de Hitler y luego de París.

Durante la huida, Lindner se había visto obligado a separarse de su esposa y esperaba ahora que ésta llegara a Toulouse, puesto que se habían citado en esta ciudad.

Walter Lindner demostró una gran simpatía por Thomas. Cuando se enteró de que también Thomas era banquero, le hizo la siguiente proposición:

—Véngase conmigo a América del Sur. Tan pronto llegue mi esposa, nos vamos. Tengo una fortuna allí. Seamos socios...

Y le presentó a Thomas un extracto de cuentas del Río de la Plata Bank. El extracto le había sido mandado recientemente y presentaba una cantidad superior a un millón de dólares.

Éste fue el momento en que Thomas Lieven, a pesar de todas las experiencias por que había pasado hasta entonces, cobró nuevos ánimos y confió en la sensatez de la Humanidad y en un futuro mejor.

Tenía la intención de liquidar el asunto de la «cartera negra» del modo más digno posible. Ni el Abwehr alemán, ni tampoco el servicio secreto francés habían de entrar en posesión de la cartera.

¡Y luego abandonar lo más rápidamente posible aquella vieja y degenerada Europa, siempre tan predispuesta a las guerras! ¡Un nuevo mundo! Ser de nuevo banquero, un hombre honrado y decente, un respetado ciudadano. ¡Oh, qué alegría!

Pero este deseo no había de verse cumplido. Pronto había de verse libre Thomas de los remordimientos de conciencia de haber trabajado para los franceses contra los alemanes. Pronto habría de trabajar con los alemanes en contra de los franceses. Y luego, de nuevo en favor de los franceses. Y contra los ingleses. Y con los ingleses. Y para los tres. Y contra los tres. La locura no había hecho sino empezar. Esta buena persona que era Thomas Lieven, que odiaba la guerra y amaba la paz, no sabía aún lo que le esperaba...

Pasó el mes de junio y también el mes de julio. Hacía ya dos meses que estaban en Toulouse. Una cálida mañana celebraron Siméon, Jeanne y Thomas un pequeño consejo de guerra.

Siméon se reveló un tanto excitado, pero de esto se percató Thomas solamente algo más tarde. El coronel dijo:

—Hemos de ampliar nuestro radio de acción, amigo mío. Madame tiene una nueva dirección para usted. -Se inclinó sobre el mapa-. Mire usted, aproximadamente a ciento treinta kilómetros al noroeste de Toulouse, en el valle del Dordogne, cerca de la ciudad de Sarlat.

—Allí hay un pequeño palacio -dijo Jeanne, que fumaba muy nerviosa..., pero también de esto se percató Thomas más tarde-; junto mismo al pueblo de Catelanua-Fayrac. Se llama Les Milandes. Tienen una granja allí, muchos cerdos y muchas vacas, de todo...

Tres horas más tarde, el pequeño Peugeot corría en dirección noroeste por las polvorientas carreteras. A orillas del Dordogne la región se hizo más romántica y también muy romántico se levantaba el castillo Les Milandes..., una edificación alta y blanca del siglo XV, con dos torreones grandes y dos más pequeños, rodeado de un viejo parque que lindaba con campos y prados.

Thomas aparcó el coche frente a la puerta abierta del castillo y llamó repetidas veces en voz alta. Nadie respondió.

Thomas se encaminó hacia la entrada y en aquel momento apareció una maravillosa mujer de piel morena en el umbral. Llevaba unos pantalones muy ceñidos y una blusa blanca. De las delgadas muñecas pendían muchos aros de oro. Llevaba el cabello negro partido por el centro.

Thomas contuvo la respiración, puesto que conocía a la mujer y la admiraba desde hacía muchos años. No sabía qué decir. Estaba preparado a todo, pero no a encontrarse, en aquellos días de locura, en medio de una Francia conmovida por la guerra y la derrota, de pronto, con el ídolo de todo un mundo, la perfecta encarnación de la belleza exótica: la célebre bailarina negra Josefina Baker.

Con una maravillosa sonrisa saludó al hombre:

—Buenos días, monsieur.

—Madame..., usted tiene..., usted..., ¿vive aquí?

—De momento, sí. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Me llamo Jean Leblanc. Mi primitiva intención era comprar aquí unos víveres..., pero a la vista de usted, madame, no lo recuerdo ya con exactitud -dijo Thomas. Subió los pocos peldaños y besó la mano de la mujer-. Y, de veras, poca importancia tiene el motivo de mi visita. Me siento feliz de estar ante una de las mujeres más admirables de nuestros tiempos.

—Es usted muy amable, monsieur Leblanc.

—Poseo todos sus discos e incluso «J'ai deux amours». La he visto en tantas de sus revistas... -Lleno de admiración contemplaba Thomas Lieven a la Venus Negra. Sabía que había nacido en la ciudad americana de San Luis, hija de un comerciante español y de una negra. Sabía que había empezado su carrera más pobre que una rata y se había hecho mundialmente célebre en París y había enloquecido al público bailando danzas exóticas, cubriéndose solamente con una corona de plátanos.

—¿Viene usted tal vez de París, monsieur?

—Sí, he huido.,.

—Tiene usted que contármelo todo. Amo tanto París. ¿Es éste su coche? -Sí.

—¿Ha venido usted solo?

—Sí, ¿por qué?

—Lo preguntaba solamente. Por favor, monsieur Leblanc, sígame usted...

El castillo estaba decorado con muebles antiguos. Thomas comprobó que allí dentro se alojaba todo un parque zoológico. Glou Glou, la pequeña mona; Mica, un mono de aspecto muy serio; Gusuee, muy vivaracho; un enorme dogo danés llamado Bonzo; una serpiente pitón, Agata; el papagayo Aníbal, y dos pequeñas ratas que Josefina Baker le presentó como la Señorita Horquilla y la Señorita Interrogante.

Todos estos animales vivían en una perfecta comunidad.

—Un mundo feliz -comentó Thomas.

—Estos animales saben vivir en paz -dijo Josefina Baker.

—Los hombres, desgraciadamente, no.

—Llegará el día en que también los hombres sabrán vivir en paz -dijo la bailarina-. ¡Pero ahora cuénteme de París!

Thomas Lieven contó. Estaba tan fascinado por el encuentro que se olvidó por completo del tiempo. Finalmente consultó su reloj de repetición.

—Las seis, ¡por amor del cielo!

—La tarde ha sido encantadora. ¿Por qué no se queda un rato más y cena conmigo? Tengo muy poca cosa en casa, no estaba preparada para esta visita. Y la muchacha ha salido...

—¿Me invita usted? Bien, en este caso yo cocinaré. Incluso con muy poca cosa se pueden preparar unos platos deliciosos...

—Es verdad -dijo Josefina Baker-. No siempre ha de ser caviar...

La cocina era grande y muy anticuada. Thomas se puso a trabajar en mangas de camisa. El sol se hundía ya tras las colinas al otro lado del río y las sombras se hacían cada vez más largas.

Josefina Baker le contemplaba sonriente y mostró un interés especial por los huevos picantes que preparaba Thomas.

—Madame, se trata de una composición propia que en su honor bautizo desde este momento con el nombre de «Huevos a la Josefina».

—Muchas gracias. Ahora le dejaré solo para cambiarme. Hasta ahora... -Y Josefina Baker desapareció.

Entusiasmado, Thomas continuó cocinando. «¡Vaya mujer!», se dijo.

Cuando Thomas terminó de preparar la cena se lavó las manos en el cuarto de baño y entró en el comedor. Allí ardían doce velas en dos candelabros. Josefina Baker se había puesto un vestido verde muy ceñido y se hallaba junto a un hombre alto y robusto que llevaba un traje oscuro. El rostro del hombre estaba quemado por el sol y su cabello corto presentaba hebras grises en las sienes. El hombre tenía ojos de buena persona y una boca sensible. Josefina Baker le cogió de la mano cuando hizo las presentaciones.

—Monsieur Leblanc, perdone usted la sorpresa, pero he de ser muy prudente. -Miró muy cariñosa al hombre de las sienes blancas-. Maurice, deseo presentarte a un amigo.

El hombre del traje oscuro le tendió la mano a Thomas.

—Me alegro sinceramente de conocerle por fin, Thomas Lieven. He oído hablar mucho de usted.

Cuando oyó tan inesperadamente pronunciar su nombre, Thomas quedó como petrificado. «¡Qué locura, he vuelto a caer en una trampa!», se dijo.

—Oh, qué estúpida soy -exclamó Josefina Baker-, usted no conoce aún a Maurice. Éste es Maurice Débras, el señor Lieven, el comandante Débras, del Deuxième Bureau...

No sólo de caviar vive el hombre
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