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«¡Oh, no sabes cuánto te amo aún, perro!», gemía la apasionada y hermosa Estrella Rodrigues.
Al mismo tiempo que Thomas Lieven, en su celda del Aljube, leía aquella carta de despedida y sentía cómo un vivo estremecimiento recorría su médula espinal, la morena y atractiva cónsul se encontraba al otro lado del globo terráqueo en el apartamento más costoso del hotel más caro de San José, la capital de la República de Costa Rica.
Los ojos de Estrella estaban inyectados en sangre. Trataba de proporcionarse un poco de fresco con un abanico. Su corazón latía de un modo acelerado, su respiración era inquieta.
«Jean, Jean, día y noche pienso en ti, en ti, miserable perro que te llamas Thomas Lieven, embustero, me has engañado... ¡Dios mío, y pensar lo mucho que te quiero!»
La cónsul, enfrentada con esta terrible realidad, tomó otro doble de coñac. Con un estremecimiento cerró los ojos, con un estremecimiento recordó los últimos días de su vida en Portugal.
Vio de nuevo ante ella al agente inglés que le reveló toda la verdad, la verdad con respecto a Thomas Lieven. Y se vio a sí misma después de haberla abandonado el inglés: Una mujer abatida, aniquilada...
Sin saber lo que se hacía, Estrella Rodrigues se encaminó la noche del 9 de septiembre de 1940 a la gran caja fuerte que había en su dormitorio. Con los ojos llorosos abrió la combinación. Con manos temblorosas abrió la puerta. Allí estaba el dinero de aquel miserable. Marcos alemanes, escudos, dólares. Con los ojos bañados en lágrimas, la desesperada mujer hizo recuento de todo lo que había allí.
¡Aquella noche vivieron los jugadores del casino de Es- toril una auténtica sensación!
Estrella Rodrigues se presentó con un capital de casi veinte mil dólares, mucho más hermosa que nunca, mucho más pálida que nunca, mucho más escotada que nunca. Y aquella mujer, que era compadecida por todos los croupiers, puesto que siempre perdía, aquella noche ganó, ganó y ganó.
Como en trance jugaba, con el dinero de Thomas Lieven, sólo hacía las apuestas máximas. Jugó al once. Y el once salió tres veces seguidas. Jugó al veintinueve pleno y a caballo. Salió el veintinueve. Jugó la docena mediana rojo, impar, passe y el veintitrés en pleno y a caballo, apuestas máximas. ¡Salió el veintitrés!
Estrella jugaba. Estrella ganaba allí donde apostaba.
Las lágrimas asomaron a sus hermosos ojos. Curiosos contemplaban los caballeros de smoking y las damas en sus capas de visón a aquella mujer que cada vez que ganaba emitía un suspiro.
Los jugadores se levantaban de las otras mesas. Acudían de todos los lados, se empujaban y contemplaban a la hermosa mujer en su vestido rojo de noche que ganaba y ganaba y cada vez aparecía más y más desesperada.
«Es usted demasiado hermosa. ¡Tiene usted demasiada suerte en el amor! ¡Sería injusto si también tuviera suerte en el juego!»
Estas palabras, que pronunció Thomas Lieven la noche en que se conocieron, ardían como fuego en la memoria de Estrella. Demasiada suerte en el amor, por este motivo siempre había perdido, siempre, y ahora..., ahora...
—Veintisiete, rouge, impair et passe...
¡Exclamaciones!
¡Suspiros de Estrella! Había vuelto a ganar, todo lo que se puede ganar cuando se hace la apuesta máxima en la sala de jugo de Estoril en veintisiete, rouge impair et passe.
—No... puedo... más... -suspiró la hermosa mujer.
Dos criados de librea la acompañaron hasta el bar. Otros dos criados de librea llevaron las fichas a la caja para cambiarlas por billetes. ¡Aquella noche ganó ochenta y dos mil setecientos treinta y cuatro dólares y veintiséis centavos!
Estrella mandó que le extendieran un cheque. En su bolso de noche bordado en oro encontró una ficha de diez mil escudos.
Desde la barra la arrojó por encima de las cabezas de los jugadores sobre el tapete verde. La ficha cayó sobre rojo.
Salió el rojo...
«Salió el rojo», recordaba Estrella Rodrigues con los ojos enrojecidos en el apartamento más lujoso del hotel más caro de San José, aquel 5 de noviembre de 1940. En San José eran las nueve y media de la mañana, hora de Costa Rica. En Lisboa eran las doce y media, hora de Portugal. En Lisboa tomaba Thomas Lieven un coñac doble para vencer el susto. Y en San José, la hermosa cónsul hacía lo mismo.
Durante aquellos últimos días había bebido mucho, cada vez más y más. Sufría palpitaciones. ¡Y el mejor remedio era la bebida!
Cuando no bebía, no podía desprenderse del recuerdo de Jean, su dulce amigo, el único, el maravilloso Jean -¡ese perro, ese bárbaro!-. Cuando tomaba un doble de coñac lograba olvidarse de él.
Era rica, se habían terminado las preocupaciones. Nunca más le volvería a ver. Había lavado la vergüenza con que él la había cubierto.
Con manos temblorosas sacó Estrella una botella de oro de su bolso de piel de cocodrilo. Con manos temblorosas llenó de nuevo una copa. Y mientras las lágrimas resbalaban por sus hermosas mejillas se decía:
«¡Nunca, nunca más olvidaré a ese hombre!»