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La rue des Bergères, con sus bistros, sus pequeños restaurantes y sus pequeños bares, estaba situada en la parte vieja, tan pintoresca, de Toulouse. Thomas Lieven sonrió tristemente cuando entró en el estrecho callejón. Lo mismo que tres años antes, cuando había emprendido la huida ante los alemanes en compañía de su amiga Mimí Chambert y aquel estúpido héroe llamado coronel Siméon, paseaban también ahora unas jóvenes y bonitas muchachas por la calle, maquilladas de un modo un tanto exagerado y todas ellas vestidas de un modo demasiado ligero y provocativo.
Thomas se había enterado ya de que Jeanne Perrier, la propietaria de pelo de león de aquel hotel tan discreto, no residía ya en la ciudad. Con mucho gusto la hubiese vuelto a ver a ella y sus muchachas. Claro está, sólo para refrescar viejos recuerdos...
Se detuvo. La casa era vieja. El vestíbulo, sucio. Subió hasta el tercer piso.
En la puerta había un letrero que rezaba:
Thomas sonrió cuando oprimió el botón del timbre.
«Valores inmobiliarios -pensó Thomas-; cuando les conocí, eran falsificadores, ladrones de hoteles y forzadores de cajas fuertes. Voilà, han hecho carrera.»
Oyó unos pasos al otro lado de la puerta; la abrieron. Paul de la Rue, descendiente de hugonotes, estaba en el umbral. Iba vestido con mucho gusto y muy bien peinado.
Un hombre alto y delgado, de cráneo estrecho, con una presencia realmente aristocrática.
—Buenos días, caballero, ¿en qué podemos servirle? -Empezó, pero de pronto, lanzó un grito-: Nom de Dieu, es Pierre...
Y le dio un fuerte golpe en el hombro a Thomas Lieven, a quien había conocido con el nombre de Pierre Hunebelle. Durante unos segundos se olvidó de su buena educación:
—Hombre, ¡ni que me lo hubiesen jurado! ¿Vives? ¡Me habían contado que la Gestapo te había liquidado!
—Estáis muy bien instalados aquí -dijo Thomas, liberándose del abrazo de Paul y entrando en la vivienda-. Mis lecciones dieron buenos frutos.
Paul le miraba incrédulo.
—¿Dónde has estado? ¿Cómo has llegado aquí?
Thomas expuso la situación en la que se encontraba. Paul le escuchó en silencio. De vez en cuando asentía con un movimiento de cabeza. Finalmente, dijo Thomas:
—... Me he presentado aquí con mi coronel, convencido de que vosotros me podéis ayudar. Os habéis convertido, al parecer, en unos comerciantes dignos y honestos...
—¡Déjate de tonterías! Eso del letrero en la puerta carece de todo valor, nos dedicamos al mercado negro..., como todo el mundo. Pero creo que de un modo más inteligente que los demás..., viejo amigo. Nos hiciste un gran favor en aquella ocasión con tu cursillo intensivo.
—Sí -dijo Thomas-, y ahora vosotros podéis corresponder a aquel favor. Quiero saber quién mató al untersturmführer Petersen. Quiero saber si se trata de un crimen cometido por la Resistance.
—No ha sido ningún asesinato político.
—Demuéstramelo. Cuéntame cómo fue asesinado Petersen. Cómo y por qué.
Toulouse, 27 de septiembre de 1943
Ante una picante comida, revienta una estafa de millones
Tallos de apio rellenos
Se toman tallos firmes de apio blanqueado y se lavan bien. Se mezcla mantequilla fresca y Roquefort o Gorgonzola, en partes iguales, y se bate a fondo. Se corta algo más profundamente el hueco natural de los tallos, según su longitud, se rellena con la masa de queso y se pone muy frío. Los apios se sirven tiesos, con las pequeñas hojas en lo alto, en un recipiente de vidrio parecido a un jarrón, rellenando los intersticios con pedacitos de hielo.
Fricco a la española
Carne del filete de ternera se prepara y golpea en forma de pequeños bistecs, que sé untan con pimienta, mostaza y sal. Después se cortan patatas crudas, peladas en delgadas rodajas, mientras se calienta una abundante cantidad de cebollas picadas en mantequilla. En un molde de pudín, untado con mantequilla y cubierto con migas de panecillo, se coloca una capa de rodajas de patata, encima copos de mantequilla, algo de sal y pimienta, después una capa de carne, cubierta con cebollas cocidas, luego, de nuevo patatas y así sucesivamente. Como capa superior, de nuevo patatas, cubiertas con copos de mantequilla. Se agita después media taza de vino tinto, nata y caldo de pescado, se vierte luego sobre el molde y se deja hervir a continuación el molde de pudín, bien cerrado, durante hora y media al baño maría, y, para servirse, se echa directamente, sin agitar, encima de una gran fuente.
Melocotones llameados
Se calientan tres rollitos de mantequilla con azúcar fino y almendras picadas, hasta formar caramelo claro, se enfría con zumo de naranjas y limones recién preparado, en la proporción de 1 a 2. Se añade un chorro de Cointreau, Maraschino y coñac, introduciendo a continuación bonitos pedazos, bien secos, de melocotón en conserva. Los melocotones se rocían constantemente con el líquido, hasta quedar bien calientes, se vierte luego de nuevo coñac encima y se prende fuego. Se colocan los melocotones calientes en un plato, encima de una bola de helado de vainilla, se vierte salsa encima y se adorna con algo de nata batida.
(Para este postre, que se prepara ya en la mesa, se requiere una sartén muy limpia, niquelada interiormente, sobre un recalentador de alcohol.)
—Pierre, comprende, no puedo traicionar a un compatriota por haber matado a un nazi. Eso no lo puedes exigir de mí.
—Voy a decirte una cosa, Paul. Los nazis han detenido a ciento cincuenta personas, compatriotas tuyos. Fusilarán a los rehenes. ¡A más de uno! Y eso sólo lo podemos evitar si demostramos que no ha sido un asesinato político, que ese Petersen tenía la conciencia muy negra, por muchos otros motivos. ¿Te das cuenta de lo que está en juego, cabeza de imbécil?
—Vamos, ¡no me chilles a mí! Voy a ver si averiguo algo...