9
En la fachada, debajo del pequeño saliente del tejado del quiosco de periódicos, en la praça Dom Pedro IV, se leían las últimas noticias en la pantalla luminosa. Miles de ojos seguían las letras...
(United Press) Madrid. Circulan insistentes rumores sobre conversaciones secretas germano-españolas. La Wehrmacht alemana solicita, al parecer, el libre paso por España, para atacar Gibraltar y cerrar la entrada al Mediterráneo. Franco decidido a mantener la neutralidad. El embajador británico previene a Franco contra una decisión unilateral. Demostraciones antibritánicas en Barcelona y en Sevilla...
Dos hombres habían tomado asiento en una de las terrazas de un café. Tenían dos vasos de Pernod delante de ellos. Luis Tamiro, el hombrecillo obeso, hojeaba el pasaporte que había sido falsificado aquella misma tarde. Gruñó lleno de admiración: -Excelente labor..., ¡maravilloso! -¿Cuándo sale el avión de usted? -Dentro de dos horas.
—Salude de mi parte a Débras. Que venga lo antes posible. Mi barco sale dentro de cinco días. -¡Confiemos que pueda llegar a tiempo! -¿Qué quiere decir con esto? -preguntó Thomas Lieven. Luis Tamiro tiró, preocupado, de su delgado cigarro, brasileño:
—Tres «turistas» alemanes siguen los pasos del comandante por Madrid. Él lo sabe. Pero no logra desprenderse de esos individuos. Se llaman Löffler, Weise y Hart. Se alojan en el Palace Hotel, lo mismo que él. Desde que le han quitado el pasaporte al comandante, no puede abandonar Madrid. Los tres alemanes saben quién es, pero no tienen pruebas. Quieren saber lo que hace en Madrid. Y tan pronto abandone Madrid, ofrecerán la ocasión a la policía española para detenerle.
—Tiene que liberarse de esos tres...
—Sí, pero, ¿cómo?
Thomas Lieven fijó una mirada inquisitiva en el hombrecillo.
—Dígame, Tamiro, ¿qué profesión tiene usted?
El hombrecillo suspiró y luego cortó una mueca:
—Criado para todo lo que está prohibido. Trata de blancas, contrabando de armas. Tenía una joyería en Madrid. Durante la guerra civil la asaltaron y me robaron. Estoy harto. Ahora sólo trabajo contra dinero efectivo, dinero contante y sonante.
—¿Y acaso conoce usted en Madrid a otros hombres tan desengañados de la vida?
—¡Sí!
—¿Y dice usted que todo tiene su precio?
Thomas Lieven miró sonriente al hombrecillo.
—Dígame, Luis..., entre amigos..., ¿cuánto costaría una pequeña demostración popular?
—¿En qué está pensando?
Y Thomas Lieven le explicó su plan...