12
Los sinuosos y estrechos callejones del barrio viejo de la ciudad, con sus antiguos palacetes estilo Rococó y sus mansiones de colorados ladrillos, se hallaban sumidos en el silencio de la hora de la siesta.
De infinidad de cuerdas pendía una ropa de una blancura inmaculada. Árboles retorcidos crecían en los patios empedrados. De vez en cuando se abrían los muros y entonces podía verse el cercano río.
Y Thomas Lieven miraba también en dirección al río. Se hallaba junto a la ventana de su amigo, el pintor borracho. Chantal Tessier estaba a su lado. Había vuelto a la rua do Pocos des Negros para despedirse. Tenía que regresar a Marsella. E insistía en que Thomas la acompañara.
Chantal estaba muy inquieta, la aleta de su nariz temblaba de nuevo. Apoyó su mano en el brazo de Thomas Lieven.
—Venga usted conmigo; seremos socios. Tengo algunos negocios para usted y no se trata de acompañar turistas. Aquí está usted atado de manos y pies. Pero en Marsella..., oh, Dios, ¡allí podríamos hacer las cosas en grande!
Thomas denegó con un movimiento de cabeza y fijó su mirada en las aguas del Tajo. Las aguas fluían hacia el Atlántico, lentas e indolentes. Y allá abajo, en la desembocadura del Atlántico, había barcos prestos a hacerse a la mar y llevarse a los perseguidos, a los humillados y aterrorizados a países lejanos y libres. Allí esperaban los barcos a aquellos pasajeros que estuvieran en posesión de pasaportes y visados de entrada y dinero.
Thomas no poseía ya ningún pasaporte. Y tampoco un visado de entrada, Y menos aún, dinero. Lo único que poseía era el traje que llevaba encima.
De pronto se sintió terriblemente cansado. Como en un círculo vicioso, toda su vida anterior giraba por su mente; una vida de la que no había escapatoria posible.
—Su proposición me honra, Chantal. Es usted una mujer hermosa. Y, sin duda alguna, un maravilloso camarada. -Volvió la mirada hacia la mujer y le sonrió, y aquella mujer, que tenía cara de gata salvaje, se ruborizó como una colegiala. Dio unos golpecitos con el pie contra el suelo y dijo:
—Déjese ya de tonterías...
Pero Thomas prosiguió:
—Y tiene usted también un buen corazón. Pero, mire usted, yo he sido banquero y quiero volver a ser banquero.
Reynaldo Pereira levantó la mirada de la mesa cubierta de colores, tubos y pinceles. En aquellos momentos estaba sobrio y pintaba un cuadro muy extraño.
—Jean, creo que Chantal está en lo cierto. Ella le llevará hasta Marsella. Y en Marsella es mucho más fácil conseguir un pasaporte falso que aquí, donde la policía le anda buscando a usted. Y no hablemos ya de sus otros amigos.
—Pero, Dios santo, ¡si acabo de llegar de Marsella! ¿Acaso todo ha sido en vano?
Chantal habló de un modo brutal y agresivo:
—Es usted un sentimental estúpido si no quiere comprender lo que está en juego. Ha tenido usted mala suerte. Está bien. ¡Todos nosotros, alguna que otra vez, hemos tenido mala suerte en la vida! Pero lo que usted necesita en estos momentos es dinero y vestirse de nuevo de un modo decente.
«Si no hubiese tomado aquellas lecciones particulares en la celda de Alcoba, no sabría ahora cuáles son las intenciones de la mujer», pensó Thomas.
Con expresión muy triste, dijo:
—Con ayuda de Pereira conseguiré un pasaporte nuevo. Y, en cuanto al dinero, tengo un amigo en América del Sur al que voy a escribir. No, no, déjeme, sé valerme por mí mismo, yo...
Pero no terminó la frase, puesto que en aquel momento unos disparos rompieron el silencio.
Chantal lanzó un grito ahogado. Al ponerse en pie de un salto, Pereira volcó un tarro de pintura. Los tres se miraron horrorizados. Pasaron tres segundos...
Luego se oyeron las voces alarmadas de unos hombres y los gritos de mujeres y lloros de niños.
Thomas corrió hacia la cocina y abrió la ventana. Miró hacia el viejo patio. Hombres, mujeres y niños corrían y rodeaban a una figura humana que estaba tendida sobre las losas; un hombre bajo, pequeño y jorobado...