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La prisión central de Frèsnes estaba situada a dieciocho kilómetros de París. Altos muros rodeaban aquel sucio edificio medieval, construido en tres grandes naves centrales y muchos edificios anexos. Solitaria y desierta se elevaba la edificación en una agreste llanura.

En la primera nave estaban los prisioneros alemanes, los presos políticos y los desertores. En la segunda, los combatientes de la Resistencia, tanto alemanes como franceses. Y en la tercera, solamente franceses.

La prisión de Frèsnes estaba dirigida por un capitán alemán de la reserva. El personal era mixto. Había guardianes alemanes y franceses. Los alemanes eran predominantemente antiguos suboficiales de Baviera, Sajonia y Turingia.

En el ala C de la nave I había solamente guardianes alemanes. Este ala C estaba reservada para el SD de París. De día y de noche ardían aquí las lámparas eléctricas en las celdas individuales. Nunca gozaban los presos de la ocasión de dar un paseo por el patio de la prisión. La Gestapo había ideado un método muy sencillo para que ninguno de aquellos presos pudiera ser jamás identificado por una autoridad superior: sencillamente, no registraban la entrada de los presos en cuestión. Eran almas muertas; prácticamente, habían dejado de existir...

Inmóvil, se sentaba a primeras horas de la mañana del 12 de noviembre un hombre joven, de rostro delgado y ojos oscuros e inteligentes, en su camastro de la celda 67 del ala C. Thomas Lieven tenía muy mal aspecto. Llevaba un viejo uniforme de presidiario. El uniforme le estaba muy grande. Thomas tenía frío. Las celdas no tenían calefacción.

Hacía ya más de siete semanas que llevaba encerrado en aquella horrenda celda maloliente. En la noche del 17 al 18 de septiembre le habían entregado sus secuestradores cerca de Chalonge-sur-Saone a dos agentes de la Gestapo. Éstos le habían llevado a Frèsnes. Y desde aquel día esperaba que se presentara alguien para interrogarle. Pero esperaba en vano. Y esta espera empezaba a consumir sus nervios.

Thomas había intentado establecer contacto con los guardianes alemanes. En vano. Con sus encantos personales y por medio del soborno había intentado obtener una mejor comida... En vano. Un día sí y otro también le daban sopa de coles; Había intentado mandar un mensaje a Chantal... En vano.

¿Por qué no se presentaban ya de una vez y le colocaban contra el paredón? Cada mañana a las cuatro sacaban a hombres de sus celdas y luego se oía el pisar de botas y las órdenes de los guardianes y los gritos de desesperación de los que llevaban. Y los disparos a continuación, cuando eran fusilados... Y ningún ruido cuando eran ahorcados... En estos casos, no se oía nada.

Thomas se incorporó de pronto en su camastro. Oyó el pisar de botas que se acercaban. Vio cómo se abría la puerta. Un sargento alemán estaba en el umbral de la puerta... y a su lado dos gigantes en uniformes del SD.

—¿Hunebelle?

—Yo mismo.

—¡Síganos para ser interrogado!

«Ha llegado el momento -se dijo Thomas-. Ha llegado el momento...»

Fue conducido al patio con las manos atadas. Allí había un gran ómnibus sin ventanas. Un agente del SD empujó a Thomas por un estrecho y oscuro corredor que atravesaba el ómnibus y que tenía muchas puertas. Detrás de las puertas había diminutas celdas en las que sólo podía estarse con los miembros encogidos.

Thomas fue empujado dentro de una de estas celdas. Cerraron la puerta. A juzgar por los ruidos, también las otras celdas estaban ocupadas. Olía a sudor y miedo.

El vehículo se puso en marcha por una carretera llena de baches. El viaje duró casi media hora. Finalmente se detuvo el bus. Thomas oyó voces, pasos y maldiciones. Luego abrieron su celda.

—¡Salga!

Thomas Lieven, temblando de debilidad, salió al exterior. Vio al instante en donde se encontraba: en la distinguida Avenue Foch, en París. Thomas sabía que el SD había requisado muchas casas allí.

Un agente del SD condujo a Thomas por los corredores de la casa número 84 hasta una biblioteca transformada en despacho.

Allí dentro se sentaban dos hombres, los dos de uniforme. Uno de ellos era obeso, jovial y de cara rojiza; el otro era pálido y tenía un aspecto poco sano. El primero era el sturmbannführer Walter Eicher; el segundo, su ayudante Fritz Winter.

En silencio se plantó Thomas delante de ellos.

El agente del SD que lo había conducido hasta allí saludó y desapareció.

En un francés muy deficiente, dijo el sturmbannführer:

—Bien, Hunebelle, ¿qué le parece un coñac?

Thomas estaba muy mareado.

—Gracias, no. Desgraciadamente no tengo el suficiente colchón en el estómago para un coñac.

El sturmbannführer no entendió exactamente lo que dijo Thomas en francés. Su ayudante hubo de traducírselo. Eicher rió divertido. Winter añadió entre dientes:

—Creo que podemos hablar en alemán con el caballero, ¿verdad?

Thomas había visto al entrar sobre una mesa un expediente que llevaba la inscripción HUNEBELLE. No tenía objeto mentir.

—Sí, hablo también alemán.

—Bien, maravilloso, maravilloso. Y tal vez es usted compatriota, ¿eh? -El sturmbannführer le amenazó con el dedo índice-. Bien, granujilla... Dígalo de una vez...

Y sopló a la cara de Thomas una nube de humo de su cigarro. Thomas guardó silencio.

El sturmbannführer se puso serio:

—Mire usted, señor Hunebelle..., o como se llame usted... Tal vez crea usted que nos divierte tenerle encerrado e interrogarle. Ha oído usted contar, con seguridad, muchas historias crueles sobre nosotros, ¿eh? Le aseguro a usted que nos limitamos a cumplir con nuestro deber. Los alemanes, señor Hunebelle, no están hechos para estos casos. -El sturmbannführer suspiró melancólico-. Pero si lo exige el servicio a la patria... Hemos jurado fidelidad al Führer. Después de la victoria final, nuestro pueblo habrá de asumir el gobierno de todos los pueblos del mundo. Y esto hay que prepararlo a tiempo. La patria necesita de cada uno de nosotros.

—Y también de usted -intervino Winter.

—¿Cómo?

—Usted nos ha engañado, Hunebelle. En Marsella. Con el oro, las joyas y las divisas. -El sturmbannführer rió hosco-. No lo niegue, lo sabemos. Confieso que procedió usted de un modo muy hábil. Un muchacho inteligente.

—Y puesto que es un muchacho inteligente, nos dirá ahora cómo se llama usted en realidad y dónde están todos los objetos que estaban en poder de Lesseps y Bergier -dijo Winter.

—Y con quién colaboró usted, eso también -dijo Eicher-. Hemos ocupado la ciudad de Marsella. Podemos encarcelar a sus compañeros allí.

Thomas callaba.

—¿Bien?

Thomas denegó con un movimiento de cabeza. Lo había previsto todo como estaba sucediendo.

—¿No quiere usted hablar?

—No.

—¡Ya le obligaremos!

De pronto desapareció la sonrisa de la cara de Eicher y su expresión condescendiente. Su voz sonó muy ronca:

—¡Maldito sea, imbécil! ¡Ya me he entretenido bastante con usted!

Se puso en pie. Arrojó el cigarro dentro de la chimenea y le dijo a Winter:

—¡Vamos, a los sótanos!

Llevaron a Thomas a los sótanos. Allí Winter llamó a dos hombres vestidos de paisano. Éstos le ataron a la caldera de la calefacción. Luego lo apalearon.

Así durante tres días seguidos. El viaje de Frèsnes a París. El interrogatorio. La paliza en los sótanos. Un calor espantoso en los sótanos y un frío insoportable en la celda.

La primera vez cometieron el error de pegarle demasiado rápidamente y con demasiada brutalidad. Thomas perdió el conocimiento.

La segunda vez no cometieron este error y tampoco la tercera. A la tercera vez le faltaban a Thomas dos dientes y tenía el cuerpo muy dolorido. Después de la tercera vez lo destinaron durante dos semanas al hospital de la prisión de Frèsnes.

Luego empezaron de nuevo.

Cuando el 12 de diciembre le llevaron de nuevo a París, Thomas había llegado al final de sus fuerzas. No podía soportar ya por más tiempo ser atormentado de nuevo. Se dijo: «Me arrojaré por la ventana. Eicher me interroga ahora siempre en el tercer piso. Sí, me arrojaré por la ventana. Si tengo suerte, moriré al instante. ¡Ay, Chantal, ay! Bastián, con lo mucho que me hubiese gustado volver a veros...»

Thomas Lieven fue conducido hacia las diez del 12 de diciembre de 1942 al despacho del señor Eicher. Un hombre al que Thomas no había visto antes estaba al lado del sturmbannführer: alto, delgado, de pelo blanco. El hombre llevaba el uniforme de coronel de la Wehrmacht alemana y lucía muchas condecoraciones, y debajo del brazo llevaba una carpeta en la que Thomas descifró la palabra GEKADOS.

Eicher daba la impresión de estar muy enojado.

—Éste es el hombre, mi coronel -dijo en voz baja, y tosió.

—Me acompañará ahora mismo -dijo el coronel de las muchas condecoraciones.

—Puesto que es un «Gekados», no puedo impedirlo, mi coronel. Firme, por favor, la entrega.

Todo empezó a girar en torno a Thomas Lieven: la habitación, los hombres, todo... Se tambaleó. Le faltaba el aire para respirar y recordó unas palabras que había leído en un libro del filósofo Bertrand Russell: «En nuestro siglo solamente sucede lo imprevisto...»

No sólo de caviar vive el hombre
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