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Ésta es la historia que le contó Thomas Lieven al coronel Débras, en un elegante bar, a última hora de una bonita tarde, en París.
De pronto, Débras compuso una expresión muy seria.
—Usted es alemán, Lieven -dijo el coronel-. Le necesitamos a usted en Alemania. Nadie mejor que usted sabrá diferenciar entre los grandes cerdos y los simples oportunistas. Y nos ayudará usted a que no se castigue a los inocentes. ¿Quiere colaborar con nosotros?
—Sí -contestó Thomas Lieven.
—Pero en Alemania no le quedará otro remedio que llevar uniforme. -¡No!
—Lo siento de verdad, lo dice el reglamento. Y también tenemos que darle un nombre francés y un rango militar. Yo propondría el de capitán.
—Dios santo, ¿y qué uniforme?
—Éste es asunto de su incumbencia, Lieven. ¡Elíjalo usted mismo!
Thomas Lieven fue a visitar al primer sastre de efectos militares en París, y eligió unos pantalones de color gris paloma, como los llevaban los oficiales de aviación, una guerrera de color beige, con grandes bolsillos, un largo pliegue en la espalda y un cinturón estrecho.
El uniforme diseñado por Thomas gustó tanto, que un mes más tarde era usado oficialmente por todos aquellos que trabajaban en su misma organización.
Y con las tropas aliadas en su avance, regresó Thomas, como capitán René Clairmont, a su patria. Cuando terminó la guerra se encontraba en Baden-Baden y allí instaló su oficina, en el antiguo cuartel general de la Gestapo en la Kaiser-Wilhelm-Strasse.
Bien, y ahora sabe el lector por qué nuestro amigo, el 7 de julio de 1945, en Baden-Baden, cocinaba para un general de dos estrellas.
En la casa número 1 de la Kaiser-Wilhelm-Strasse trabajaban diecisiete hombres. Vivían en una villa frente por frente adonde tenían instaladas las oficinas. Su trabajo era pesado, su trabajo era poco agradable. A esto cabe añadir que por motivos políticos y otros, no se entendían muy bien entre ellos. Thomas Lieven, por ejemplo, se enemistó ya desde un principio con el teniente Pierre Valentine, un hombre joven y guapo, de mirada helada y labios estrechos, a quien hubiesen podido haber tomado por un soldado de las SS.
Valentine requisaba y arrestaba de un modo arbitrario. En tanto los oficiales decentes de la organización francesa, lo mismo que los oficiales americanos e ingleses honrados se atenían a las listas de las Wanted Persons distribuidas por el Gobierno militar, Valentine usaba de su poder sin escrúpulos de ninguna clase.
Cuando Thomas le llamó la atención, se limitó a encogerse de hombros y dijo:
—Odio a todos los alemanes.
Thomas Lieven protestó contra esa estúpida generalización.
—Me limito a las cifras -dijo Valentine-. Sólo en nuestro sector y en el curso de un solo mes hemos recibido seis mil denuncias de alemanes contra alemanes. Cuando avasallan a pueblos pequeños son entonces unos superhombres.
Cuando les pegas en la nariz se ponen a tocar Beethoven y se denuncian los unos a los otros. ¿Y quiere que se le tenga respeto a un pueblo así?
Y en este sentido el teniente Valentine estaba en lo cierto: una repugnante ola de denuncias inundaba el país desde que había terminado la guerra.
Llegó el 2 de agosto de 1945. Aquel día, Thomas Lieven fue testigo de una experiencia que le conmovió profundamente. Un hombre delgado y demacrado, de cabello blanco y traje arrugado, se presentó en su oficina. Este hombre se quitó el sombrero y dijo:
—Buenos días, caballero. Me llamo Werner Helbricht. Usted me busca. Fui jefe de los campesinos de este distrito.
Thomas se quedó mirando a aquel hombre demacrado de cabello blanco.
—¿Por qué se presenta usted? -le preguntó Thomas.
—Porque he visto que mi patria ha cometido crímenes terribles. Estoy dispuesto a llevar mi castigo, construir carreteras, picar piedras, lo que ustedes manden. Lamento sinceramente haber estado al servicio de un Gobierno criminal. Había creído en ellos; pero me han engañado.
Thomas se puso en pie.
—Señor Helbricht, es la una. Antes de seguir hablando, permítame una pregunta: ¿Quiere almorzar conmigo?
—¿Almorzar? ¿Con usted? ¡Pero si le acabo de decir que fui un nazi!
—A pesar de ello, me gusta su sinceridad.
—En este caso, he de dirigirle yo un ruego a usted... Vayamos a mi granja. Quiero enseñarle algo allí. En el bosque, detrás de la granja -dijo el antiguo jefe de campesinos.