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Enarcando las pobladas y blancas cejas, penetró el mayordomo en la biblioteca de la lujosa Casa do Sul. Su voz sonó muy clara cuando le anunció al jefe del servicio de información británico en Portugal:
—Acaba de llegar la señora Rodrigues, señor.
El hombre que se hacía llamar Shakespeare se levantó con increíble agilidad. Con paso elástico salió al encuentro de la cónsul, que llevaba un vestido de hilo blanco muy ajustado, pintado a mano con pájaros y flores de varios colores y demasiado maquillaje. Daba la impresión de un animal noble acorralado.
Shakespeare le besó la mano. El mayordomo se retiró.
El jefe del servicio de información británico ofreció asiento a Estrella. Con la respiración entrecortada, muy inquieta y muy emocionada, la mujer se dejó caer en un mullido sillón. Estaba tan excitada que no sabía qué decir..., un fenómeno muy poco frecuente.
Muy compasivo y comprensivo dijo el hombre, que gustaba de usar el nombre del más grande poeta inglés:
—Acabo de telefonear hace una media hora a la señora Woodhouse. Sé que usted ha ido a verla, señora...
Estrella asintió en silencio.
—... La señora Woodhouse es una..., hum..., una muy buena amiga nuestra. Me ha dicho que estaba usted preocupada por un..., hum..., muy buen amigo de usted...
Estrella nunca tuvo la menor sospecha de lo que hacía cuando pronunció las siguientes palabras:
—Estoy tan preocupada por Jean, Dios mío, mi pobre y desgraciado Jean...
—Jean?
—Jean Leblanc..., un francés. Ha desaparecido desde ayer noche... Estoy medio muerta de miedo. ¿Podría usted ayudarme..., sabe usted algo de él? ¡Dígame la verdad, se lo suplico!
Shakespeare movió la cabeza con gesto significativo.
—¡Usted me oculta algo! -casi gritó la cónsul-. Lo presiento. Lo sé. Sea compasivo, señor, hable usted. ¿Ha caído mi pobre Jean en manos de esos miserables hunos? ¿Ha muerto?
Shakespeare levantó una mano que era delgada, noble y blanca como la leche.
—No, mi muy apreciada señora, no. Creo tener buenas noticias para usted...
—¿De veras, Santa Virgen de Bilbao; de verdad?
—Quiere la casualidad que hace unas horas nos haya visitado un caballero que muy bien podría ser el que anda usted buscando...
—¡Oh, Dios; oh, Dios; oh, Dios!
—El mayordomo ha ido a despertarle. -Llamaron a la puerta-. Ya está aquí... ¡Adelante!
Se abrió la puerta. Hizo acto de presencia el engreído mayordomo y entró Thomas Lieven en la biblioteca, en babuchas y con el batín que habían encontrado a bordo del Baby Ruth.
—¡Jean!
El grito de Estrella rasgó el aire. Corrió al encuentro de su amado, se arrojó entre sus brazos, le abrazó y le besó apasionadamente.
—Oh, Jean, Jean...; mi amor, mi único... Soy la mujer más dichosa del mundo...
Shakespeare se inclinó con un comprensible movimiento de cabeza.
—Le dejo a solas con la señora -declaró muy decente-. Hasta luego, monsieur Leblanc.
Thomas Lieven cerró los ojos. Mientras los besos de Estrella cubrían su cara como el granizo, se dijo desesperado:
«¡Todo ha terminado! ¡Fin! No hay escapatoria posible. Adiós hermosa libertad. Adiós General Carmona. Hasta nunca, hermosa América del Sur...»