5
—El hombre, nacido de mujer, lleva una existencia muy corta y llena de inquietudes... -dijo el sacerdote junto a la tumba abierta.
Eran las 16.30 horas del 24 de noviembre de 1957. Pasaron varios días hasta que las autoridades dieron el permiso para el entierro del cadáver.
El 24 de noviembre de 1957 llovía en Lisboa y hacía mucho frío. La pequeña comitiva temblaba. La comitiva estaba formada por caballeros... y una joven dama. Los caballeros daban la impresión de lo que eran: compañeros de profesión. El antiguo comandante Fritz Loos, de la Región militar de Colonia, bajó la cabeza. El pálido agente británico Lovejoy, a su lado, estornudó. El espía checo Gregor Marek permaneció durante todo el rato inclinado hacia delante. Y muy meditabundos estaban los coroneles del servicio secreto francés Siméon y Débras. Y muy tristes estaban el coronel alemán, del Abwehr en París, Erich Werthe y el pequeño comandante Brenner. Y al lado del sacerdote estaba la agente americana Pamela Faber, que tanto había recordado a Thomas Lieven a su difunto amor, Chantal Tessier.
—Que la tierra te sea leve, Thomas Lieven. Amén -dijo el sacerdote.
—Amén -repitieron todos los presentes.
Todos ellos habían conocido a Thomas Lieven. Todos ellos habían sido llamados a engaño por el difunto. Ahora habían sido mandados por sus jefes para comprobar si el mal... perro, de verdad, había muerto. Y, gracias a Dios, así era, se decían aquellos caballeros.
Cerraron la tumba. Los colegas de Thomas Lieven fueron arrojando su pequeña pala de tierra dentro de la fosa. Luego, unos obreros acercaron una sencilla lápida de mármol que había de ornamentar la tumba.
La comitiva se desperdigó. Brenner y Werthe se marcharon juntos. No conocían a su compatriota Loos y éste no les conocía a ellos. Fritz Loos trabajaba ahora para el recién creado servicio de información alemán, y Werthe y Brenner, para otro servicio de información alemán de reciente creación. ¡En el año 1957 había ya dos nuevos servicios de información en la querida patria alemana!
Delante del cementerio los caballeros tomaron unos taxis. Hubiesen podido haber alquilado un microbús, puesto que todos ellos residían en el mismo hotel, en el más lujoso, se entiende. Las respectivas patrias pagaban los gastos. Desde sus habitaciones en el maravilloso hotel del lujoso Palacio do Estéril-Parque pidieron conferencias telefónicas con Inglaterra, Francia, Alemania, sí, incluso con detrás del «telón de acero».
Cuando les pusieron las comunicaciones, pronunciaron unas frases ridículas y absurdas; por ejemplo:
—El tiburón amarillo ha sido devorado esta tarde.
En otras palabras: «He visto al difunto. Es Lieven.»
La tarde del 24 de noviembre de 1957 cerraban y archivaban varios servicios secretos un expediente en el que figuraba, en todos ellos, el mismo nombre: «THOMAS LIEVEN». Y, ahora, detrás del nombre había una cruz...
Mientras sus colegas telefoneaban, se hallaba sentada Pamela Faber en la habitación de su hotel y no hacía nada.
Había pedido whisky, hielo y soda. Se había quitado sus zapatos de tacón alto y apoyado sus bonitas piernas sobre un taburete. Relajada de ese modo fumaba y hacía girar un gran vaso de whisky en su mano.
Sus negros ojos brillaban como estrellas y sus gruesos labios parecían a punto de reírse de algo muy secreto y muy divertido. Pamela Faber fumaba, bebía y reía para sí misma mientras la noche iba cayendo sobre Lisboa. Y, de pronto, levantó su vaso y dijo en voz alta:
—A tu salud, querido Thomas... Te deseo que vivas muchos años... ¡por mí!
Estaba un poco bebida, ya que en caso contrario no hubiese dicho estas palabras. Thomas no podía oírla, no estaba en su habitación, no estaba en el hotel, no estaba en Lisboa, no estaba en Portugal, no estaba en Europa, estaba...
Bien, ¿dónde estaba?, se preguntarán con razón los lectores. Que Thomas no fue enterrado aquel día lo habrán adivinado ya por el tono jocoso del relato. Y si no había muerto..., ¿quién había sido enterrado en su lugar? ¿Quién fue reconocido como Thomas Lieven por los agentes internacionales?
Paciencia, queridos lectores, lo vamos a relatar ahora mismo. Para poder obtener una mayor claridad es necesario volver atrás y recordar aquel día en que perdimos de vista a Thomas, es decir, el 25 de mayo de 1957.
Aquel día Thomas era invitado en la finca del primer criminalista de América. Aquel día expresó su sorprendente deseo de morir una vez cumplida su última misión.
—Bien -dijo Hoover muy impasible-, ¿y cómo se imagina usted su fin?
Thomas Lieven le explicó a Hoover y a Pamela cómo se imaginaba su fin. Terminó con las siguientes palabras:
—... Tengo que morir para, por fin..., de una vez para siempre..., poder vivir en paz.
Y Hoover y Pamela rieron divertidos ante la proyectada muerte de Lieven.
—Los detalles los discutiremos más adelante -dijo Thomas-. Y ahora hábleme un poco más de esa Dunia y de ese míster Morris. ¿Dónde está en esos momentos?
—En París.
—Pues... creía que estaba en Nueva York.
—Estaba en Nueva York hace pocas semanas. Luego se marchó a Europa. En París se instaló en el Crillon. Y allí debió perder los nervios, puesto que la tarde del 4 de mayo abandonó su hotel y se presentó en la Embajada americana de la plaza de la Concordia. Morris solicitó hablar con el embajador y dijo: «Soy un espía soviético...»