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Era casi medianoche. En compañía de su criado, Bastián, Thomas Lieven se encontraba sentado frente al fuego en el hogar de su gran biblioteca. Rojo y dorado, azul, blanco, amarillo y verde brillaban centenares de lomos en la penumbra. Había enchufado el tocadiscos. Muy bajó se oía el. Concierto para piano Número 2, de Rachmaninoff.
Thomas Lieven llevaba todavía el impecable smoking. Bastián se había desabrochado el cuello de la camisa y apoyado sus pies sobre una silla, no sin antes, después de haber dirigido una mirada a su señor, haber colocado un periódico sobre la misma.
—El director Schallenberg suministrará el papel dentro de una semana -dijo Thomas Lieven-. ¿Cuánto tiempo necesitarán tus amigos para la impresión?
—Unos diez días -respondió Bastián, y se llevó una copa de coñac a los labios.
—En este caso, el primero de mayo..., bonita fecha, el Día del Trabajo..., me iré a Zurich -dijo Thomas. Alargó a Bastián una acción y una lista-. Aquí tienes el modelo para la impresión y en la lista la numeración correlativa que quiero ver impresa en las acciones.
—Si al menos supiera lo que pretendes -gruñó, admirado, el cabeza de erizo.
Sólo cuando Bastián estaba completamente a solas con su señor le tuteaba. Hacía ya diecisiete años conocía a Thomas y antes no había sido criado, sino muy al contrario.
Bastián se sentía ligado a Thomas desde aquellos días en que le conoció, en casa de un jefe de gángsteres, en Marsella. Además, en varias ocasiones había prestado compañía a Thomas en la misma celda. Y esas cosas suelen unir.
—Tommy, ¿no vas a decirme cuál es tu plan?
—En el fondo, mi querido Bastián, se trata de algo muy legal y muy hermoso: ganarme la confianza. Mi estafa con acciones será una elegante estafa de acciones. Nadie..., deséame suerte..., sabrá jamás que se trata de una estafa. Todo el mundo ganará. Todo el mundo estará contento.
Thomas Lieven sonrió ensoñado y sacó un reloj de repetición de oro. Lo había heredado de su padre. Por todos los sinuosos caminos de su vida, Thomas había llevado siempre consigo aquel reloj plano con tapa. Thomas Lieven siempre había sabido esconder, proteger o recuperar de nuevo este reloj. Hizo saltar la tapa. Con claro sonido, el mecanismo anunció la hora.
Bastián comentó, muy triste:
—No me entra en la cabeza. Una acción es una pequeña participación en una gran empresa. A plazos fijos cortamos unos cupones que representan unos dividendos, es decir, unos beneficios que ha hecho la empresa.
—Exacto.
—Pero, por el amor del cielo, ¡no podrás presentar al cobro, en ningún Banco del mundo, los cupones de tus acciones! Los números que figuran en tus acciones figuran igualmente en las acciones legales que poseerá algún otro. Inmediatamente se darán cuenta del engaño.
Thomas se puso en pie.
—Nunca presentaré estos cupones al cobro.
—En este caso, ¿en qué consiste el truco?
—Lo sabrás a su debido tiempo-dijo Thomas, y se acercó a una caja fuerte en la pared y la abrió tras manipular brevemente en la combinación.
Movió una pesada puerta de acero. En la caja fuerte había dinero en efectivo, un par de lingotes de oro y tres cajas con piedras preciosas montadas y sin montar. En primer término se veían unos pasaportes.
Como en sueños, dijo Thomas:
—Para mayor seguridad me trasladaré a Suiza con otro nombre. Veamos, ¿qué otros pasaportes alemanes tenemos aquí? -Sonriente, leyó los nombres-. Dios santo, cuántos recuerdos despiertan todos ésos... Jakob Hausér, Peter Scheuner, Ludwig Freiherr von Trendelenburg, Wilfried Ott...
—Con el nombre de Trendelenburg entraste de contrabando los Cadillac en Río. Deberías concederle un reposo más largo. Y también a Hausér. A ése siguen buscándole en Francia -dijo Bastián, sumido igualmente en los recuerdos.