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«Es curioso lo mucho que me he ido acostumbrando a Chantal -se dijo Thomas-. No puedo imaginarme ya la vida sin ella. Sus diabluras, sus actitudes de animal de presa, su apasionamiento, todo ello me encanta en alto grado... Y también su valor y su instinto. Y no miente. O, por lo menos, muy poco...»
Por la Place Jules Guesde, completamente desierta, cuya capa de asfalto brillaba bajo la lluvia, entró Thomas Lieven a la estrecha rue Benard du Bois. Allí estaba el pequeño y viejo cine adonde había ido con frecuencia con Chantal.
Un Peugeot negro estaba aparcado delante del cine, pero Thomas no le prestó la menor atención. Prosiguió su camino. Dos sombras le siguieron. Cuando pasaron junto al Peugeot negro, uno de los hombres dio un golpecito contra el cristal de la ventanilla. Se encendieron entonces los faros del Peugeot, pero se volvieron a apagar al instante. Desde el otro extremo de la calle estrecha y mal iluminada echaron a andar otras dos sombras.
Thomas no se fijaba en nada. No vio a los hombres que iban en dirección contraria a la suya, ni tampoco a los hombres que le seguían. Estaba sumido en sus pensamientos.
«He de hablar con calma con Chantal -se decía-. Sé de buena tinta que los americanos desembarcarán en África del Norte. El movimiento de la Resistencia francés causa cada vez más graves daños a los nazis. Operan desde el sur del país. No cabe la menor duda de que los alemanes ocuparán también la zona libre de Francia. Lo mejor será que Chantal y yo nos traslademos a Suiza lo antes posible. En Suiza no hay nazis, ni están en guerra. Allí viviremos en paz...»
Las dos sombras se iban acercando por momentos. Y también las sombras que le seguían. Pusieron en marcha el motor del Peugeot negro. Sin luces, avanzó el coche junto a la acera. Y Thomas Lieven seguía sin darse cuenta de nada.
¡Pobre Thomas! Era un hombre inteligente, justo y amable, siempre dispuesto a ayudar al prójimo. Pero no era Old Shatterhand, ni Napoleón, y tampoco era un Mata Hari masculino ni un Supermán. No era ninguno de aquellos héroes de los que leemos en los periódicos, esos heroicos superhéroes que nunca tienen miedo, que siempre vencen. Era un hombre eternamente perseguido, al que nunca dejaban en paz, que siempre había de intentar sacar lo mejor de una mala situación..., como cualquiera de nosotros...
Y por todo esto no se percataba del peligro en que se encontraba. No pensó en nada malo cuando dos hombres se plantaron delante de él. Llevaban impermeables. Eran franceses.
Uno de ellos dijo:
—Buenas noches, monsieur. ¿Puede decirnos qué hora es?
—Con mucho gusto -respondió Thomas.
Con una mano sostenía el paraguas y con la otra sacó su amado reloj de repetición del bolsillo del chaleco. Hizo saltar la tapa. En aquel momento le dieron alcance las dos sombras que le habían seguido.
—Son ahora las ocho en punto y... -empezó Thomas.
Pero entonces le dieron un terrible golpe en la nuca.
El paraguas se le escapó de la mano y también el reloj de repetición, pero por suerte éste colgaba de una cadena. Emitió un gemido y cayó de rodillas. Abrió la boca para gritar. Pero uno de los hombres avanzó la mano en la que llevaba un puñado de algodón en rama, que aplicó a la cara de Thomas. Sintió mareo cuando inspiró aquel olor dulzón. Había pasado ya por la misma experiencia en Lisboa. Conocía aquello. En aquella ocasión todo había terminado bien. Esta vez, pensó mientras se adormecían ya sus sentidos, no tendría tanta suerte...
Perdió el conocimiento y los cuatro hombres lo metieron dentro del Peugeot negro.