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El 24 de mayo de 1939; dos minutos antes de las diez d la mañana, se detuvo un cabriolet Bentley negro delante de la casa número 122, en Lombard Street, en el corazón d Londres.
Un elegante joven caballero bajó del coche. Su piel que Riada por el sol, su ágil caminar y los divertidos mechones de cabello negro estaban en curioso contraste con su modo de vestir tan pedante. Pantalones a franjas negras y grises, la raya de los pantalones exageradamente planchada, una chaqueta cruzada, negra y muy corta, chaleco negro con cadena de reloj de oro, camisa blanca con cuello duro y una corbata gris perla.
Antes de cerrar la portezuela del coche, el joven caballero sacó del interior un sombrero negro de alas duras, un paraguas y dos periódicos, el Times y el Financial Times, impreso este último en papel rosado.
Y así cruzó Thomas Lieven, de treinta años de edad, la puerta del edificio en donde, en una placa de mármol negro se veía grabada en letras de oro la siguiente inscripción:
Thomas Lieven era el banquero más joven de Londres pero el éxito le sonreía. Esta carrera relámpago la debía a su inteligencia, a su capacidad para dar la impresión de seriedad y su habilidad en llevar dos vidas completamente opuestas.
En la Bolsa, Thomas Lieven hacía gala de una extrema corrección. Fuera de estas sagradas aulas era uno de los mujeriegos más encantadores. Nadie, ni los más directamente afectados, tenían la menor sospecha de que en los períodos de descanso se relacionaba con hasta cuatro amantes, puesto que era un hombre tan viril como reservado.
Thomas Lieven podía ser más tieso que el más tieso gentleman de la City..., pero una vez a la semana bailaba en el club más ruidoso de Soho, y dos veces a la semana tomaba lecciones de jiu-jitsu; pero todo esto, en secreto.
Thomas Lieven amaba la vida y la vida parecía amarle a él. Todo le caía en las manos si sabía ocultar hábilmente cuan joven era aún...
Robert E. Marlock, su socio, se encontraba en la sala de ventanillas del Banco, cuando entró Thomas Lieven quitándose con dignidad su bombín.
Marlock tenía quince años más que su socio, era alto y delgado. De un modo poco simpático apartaba la mirada de sus ojos, azul claro, de todo aquel que quisiera fijar la suya en la del hombre.
—Hola -dijo, y como de costumbre miró hacia otro lado.
—Buenos días, Marlock -dijo Thomas, muy serio-. ¡Buenos días, caballeros!
Los seis empleados, detrás de sus mesas de escritorio, respondieron al saludo con la misma seriedad.
Marlock se encontraba junto a una columna de metal coronada por una campana de cristal. Dentro de la campana había un pequeño telégrafo que en unas tiras de papel muy estrechas y muy largas iba transcribiendo las últimas cotizaciones de la Bolsa.
Thomas se acercó a su socio y estudió las tiras de papel. Las manos de Marlock temblaban ligeramente. Hubiera podido decirse que eran las manos del típico jugador profesional. Pero la alegre alma de Thomas Lieven no albergaba aún ninguna clase de recelos. Marlock preguntó, nervioso:
—¿Cuándo toma el avión para Bruselas?
—Esta noche.
—Lo más tarde... ¡Mire cómo bajan los valores! Esto es la consecuencia de ese maldito Pacto de Acero de los nazis. ¿Ha leído ya los diarios, Lieven?
—Desde luego -dijo Thomas.
Solía decir «desde luego», sonaba más digno que un seco «sí».
Los periódicos habían publicado aquella mañana, el 24 de mayo de 1939, la noticia de haberse firmado un tratado entre Alemania e Italia. Y a este tratado lo llamaban el Pacto de Acero.
Thomas cruzó la oscura y anticuada sala de las ventanillas para dirigirse a un oscuro y anticuado despacho. El delgado Marlock le siguió los pasos y se dejó caer en uno de los grandes butacones de piel, delante de la alta mesa escritorio.
En primer lugar discutieron los caballeros cuáles eran las acciones que Thomas había de vender en el continente y cuáles comprar. Marlock & Lieven poseía una sucursal en Bruselas. Thomas Lieven tenía, además, una participación en un Banco privado de París.
Después de haber hablado los caballeros de negocios, Robert E. Marlock rompió con una costumbre de muchos años: miró directamente a los ojos de su socio más joven.
—Hum, Lieven, tengo que pedirle un favor personal. Recordará usted, sin duda alguna, a Lucie...
Thomas recordaba muy bien a Lucie. La joven y hermosa muchacha rubia de Colonia había sido durante muchos años la amiga de Marlock en Londres.
Luego hubo de haber sucedido algo muy grave, nadie sabía exactamente qué, dado que de un día a otro, Lucie Brenner regresó, a Alemania.
—Es horrendo de mi parte molestarle a usted con una cosa así, Lieven -se lamentó Marlock, haciendo un esfuerzo, pero mirándole todavía a los ojos-. Puesto que ya estará en Bruselas, me he dicho que tal vez pueda llegarse a Colonia y hablar con Lucie.
—¿A Colonia? ¿Por qué no va usted mismo? También usted es alemán...
Pero Marlock dijo:
—Con mucho gusto me trasladaría a Alemania, pero la situación internacional... Además, en aquella ocasión ofendí terriblemente a Lucie, soy muy sincero... -Marlock solía decir con suma frecuencia que era muy sincero-, muy sincero, sí. Había otra mujer. Lucie estaba en su derecho al abandonarme. Dígale, por favor, que me perdone. Quiero repararlo todo. Deseo que vuelva...
En su voz se traslucía aquella emoción que oímos en las voces de los políticos cuando hablan de sus deseos de paz.