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El tren nocturno con destino a Marsella, que salía de París a las diez menos diez minutos de la noche, llevaba tres coches camas. La noche del 17 de septiembre de 1943, dos compartimentos de uno de estos vagones fueron reservados para los miembros del Abwehr alemán.
Diez minutos antes de la salida del tren se presentó un caballero de paisano, muy elegante, en compañía de una elegante y joven dama. La dama llevaba un abrigo de piel de camello con el cuello levantado y un sombrero muy parecido al que llevaban los hombres, de ala ancha, tal como era la moda por aquellos días. Resultaba muy difícil verle la cara a la mujer.
El caballero llamó al revisor francés, le mostró su reservado y le alargó un billete de los grandes.
—Gracias, señor. Traigo al instante las copas.
El revisor abrió las puertas de los dos compartimientos reservados para el Abwehr alemán. En uno de ellos había un cubo de plata lleno de hielo que contenía una botella de la Viuda Cliquot. En la mesilla, junto a la ventana, había un búcaro con veinte claveles rojos. La puerta de los dos compartimientos estaba abierta.
Thomas Lieven cerró las puertas que daban al corredor. Yvonne Dechamps se quitó su sombrero de anchas alas. De nuevo se sonrojó muy intensamente.
—Le he prohibido a usted que se sonrojara -dijo Thomas.
Subió la cortinilla de la ventana y miró hacia el andén.
En aquel momento, frente a la ventanilla pasaban dos suboficiales del control de trenes.
—Hum -murmuró Thomas, y bajó de nuevo la cortinilla-. ¿Qué pasa? ¿Por qué me mira usted de ese modo? ¿Acaso acabo de traicionar nuevamente a Francia?
—El champaña..., las flores... ¿Por qué hace todo esto?
—Para que se serene usted un poco. Dios santo, es usted un manojo de nervios. Al menor ruido se estremece usted de pies a cabeza. Vuelve la mirada hacia todo hombre que pasa por su lado. Recuerde que nada le puede suceder a usted. Se llama Madeleine Noel y es agente del Abwehr alemán. ¡Posee unas credenciales extendidas por el Abwehr alemán!
Para obtener esos documentos, Thomas Lieven había tenido que hablar durante todo un día en el hotel Lutetia. El coronel Werthe suspiró desesperado:
—Lieven, usted es el fin del Abwehr en París. ¡Un hombre como usted es lo que nos faltaba aquí!
En ese momento crítico, nuestro amigo recibió ayuda de un lado de donde menos lo esperaba. El comandante Brenner, su antiguo rival, siempre tan receloso, pero que ahora le admiraba infinitamente, intervino en la discusión:
—Con su permiso, mi coronel, también en el caso del Maquis Crozant empleó el sonderführer Lieven métodos poco corrientes... y tuvimos pleno éxito.
El pequeño y siempre tan bien peinado comandante Brenner, que hasta hacía muy poco había lucido los galones de capitán, añadió:
—Y si ese Ferroud está realmente dispuesto a colaborar...
—Lo hará, si logramos sacar a la muchacha del país -aseguró Thomas, y le guiñó un ojo al comandante Brenner.
—Y quién sabe si todo esto no puede redundar en un nuevo éxito fabuloso para todos nosotros -dijo el comandante.
Y durante unos segundos se dijo que si obtenían un nuevo éxito, tal vez, tal vez, le ascendieran entonces a teniente coronel.
Por fin cedió Werthe:
—Está bien, le daremos los papeles. Pero insisto en que usted acompañe a la dama hasta Marsella. Y no se mueva de su lado hasta que esté sentada en el avión. ¡No podemos permitir que el SD se entere de ese asunto y luego digan que el Abwehr ayuda a los miembros de la Resistencia a salir del país!
El comandante Brenner miró lleno de admiración a Thomas. ¡Qué individuo! ¡Un gigante! Si pudiera ser como él... ¿Por qué no? Y el comandante Brenner decidió, en lo más íntimo de su ser, demostrar lo antes posible que también él era un hombre como Thomas Lieven, un gigante.
Sí, ésta había sido la historia previa de aquellos instantes en que, cinco minutos antes de la salida del tren nocturno para Marsella, el revisor Emile llamó a la puerta del compartimiento 17 para entrar dos copas de champaña.
—¡Adelante! -gritó Thomas Lieven.
Emile abrió la puerta. Tuvo que abrirla de par en par para dejar pasar a una mujer extraordinariamente alta que había acompañado a otra mujer al tren y que ahora abandonaba el vagón.
La mujer que pasó por delante de la puerta del compartimiento 17, en donde estaban Thomas Lieven e Yvonne Dechamps, llevaba el uniforme de stabshauptführer del Servicio de Trabajo alemán. El pelo incoloro lo llevaba recogido en un moño, en la chaqueta lucía la insignia de oro del partido. La stabshauptführerin Mielke, delegada personal del jefe del Servicio de Trabajo Hierl, llevaba medias de lana marrón y zapatos bajos del mismo color.
Quiso el destino que la mujer pasara por delante mismo del compartimiento en el momento en que el revisor Emile entraba las copas. Hubiese podido pasar antes frente a la puerta, más tarde o nunca. Pero pasó en el momento más desgraciado de todos, vio y reconoció a aquel individuo con el que pocas semanas antes había tenido un altercado tan violento y vio a la hermosa y joven mujer a su lado. Y quiso también el destino que Thomas no viera a la mujer. Estaba vuelto de espaldas a la puerta. Y al instante siguiente, la mujer bajaba del tren...
—¡Ah, las copas! -exclamó Thomas-. Deje usted, yo mismo abriré la botella, Emile.
Descorchó la botella y tomaban la primera copa cuando dos minutos antes de la salida del tren, los dos suboficiales alemanes entraban en el compartimiento.
Yvonne demostró que no era solamente una mujer histérica, ya que supo dominarse a la perfección. Los dos suboficiales alemanes se comportaron de un modo muy correcto, pidieron los documentos de identidad, saludaron, desearon a la pareja un feliz viaje y bajaron del tren.
—¿Lo ve usted? -dijo Thomas Lieven-. Todo sale a pedir de boca.
Los dos suboficiales bajaron al andén y se dirigieron a la stabshauptführerin, que les esperaba y que les había ordenado controlar la documentación de la misteriosa pareja en el compartimiento 17.
—Todo en orden, stabshauptführerin -dijo uno de los soldados-. Los dos pertenecen al Abwehr de París. Un tal Thomas Lieven y una tal Madeleine Noel.
—Madeleine Noel, bien, bien -repitió la mujer, mientras el tren se ponía en marcha-. Y los dos pertenecen al Abwehr de París. ¡Gracias!
Siguió al tren con la mirada y una maliciosa sonrisa descompuso su rostro. La última vez que había sonreído de aquel modo fue en el mes de agosto del año 1942 en Berlín, durante una recepción en la Cancillería del Reich. En aquella ocasión, Heinrich Himmler había contado un chiste. Sobre los polacos.