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—Por amor del cielo, ¿qué extraño caso de enajenación mental le ha inducido a usted a venir aquí, capitán Everett? -El célebre profesor que tanto se parecía a Albert Einstein recibió a Thomas en la biblioteca de su vivienda.
—Señor profesor, el Maquis Crozant ha volado el puente cerca de Gargilesse.
—Exacto, siguiendo instrucciones.
—¿Ha vuelto a ver a sus hombres desde entonces?
—No. Hace ya una semana que estoy aquí en compañía de mi ayudante. Tenía que pronunciar unas conferencias.
—Pero sí sabe usted que en lugar del teniente Bellecourt, el alcalde Cassier y el calderero Rouff dirigieron la acción.
—Gente buena, gente valiente.
—Gente mala y gente estúpida -dijo Thomas, amargado-. ¡Y muy vanidosos, señor profesor! ¡Gente sin responsabilidad de ninguna ciase!
—Mon capitaine, oiga usted...
—¿Sabe lo que hicieron ayer noche esos malditos estúpidos? Se sentaron al aparato y transmitieron los nombres y direcciones de los miembros del Maquis Crozant. ¡Cassier! ¡Rouff! ¡Profesor Débouché! ¡Yvonne Dechamps! ¡Teniente Bellecourt! Más de treinta nombres y direcciones...
—¿Por qué harían una cosa así? -se preguntó el anciano palideciendo.
—Para informar al general De Gaulle quiénes de ellos son los más valientes y quiénes se merecen las condecoraciones más grandes... Tiene a unos imbéciles allí en los montes, profesor.
El anciano se quedó mirando durante largo rato a Thomas. Luego dijo:
—Es verdad, fue un error transmitir los nombres. Pero, ¿acaso se trata de un delito? ¿Acaso con ello han causado algún peligro a Londres? No lo creo..., y no creo que tampoco sea éste el motivo por el que ha arriesgado su vida al venir aquí... -El anciano profesor se acercó a Thomas, le miró muy inquisitivo a los ojos y dijo en voz baja-: ¿Por qué arriesga usted su vida, capitán Everett?
Thomas respiró a fondo.
«Aunque me mate aquí mismo. Aunque no sobreviva este día. En este caso, por lo menos moriré al hacer un intento de seguir siendo una persona decente en estos tiempos tan sucios.»
De pronto se sintió muy seguro, como aquella vez cuando decidió quitarse la vida si continuaban interrogándole los de la Gestapo.
—Porque no soy el capitán Everett, sino Thomas Lieven.
El anciano cerró los ojos.
—Porque no trabajo para Londres, sino para el Abwehr alemán.
El anciano abrió de nuevo los ojos y miró a Thomas con una expresión de infinita tristeza.
—Y porque el Maquis Crozant desde hace meses estaba en comunicación, no con Londres, sino con los alemanes.
Se hizo un largo silencio en la biblioteca. Los dos hombres se miraban a los ojos.
Por fin, Débouché fue el primero en hablar:
—Eso es terrible. No puedo creerlo. No quiero creerlo.
En aquel momento se abrió la puerta. Yvonne Dechamps, la ayudante del profesor, estaba en el umbral. Con la respiración entrecortada, sin maquillaje, con una ligera gabardina sobre su ropa interior. El pelo rubio le caía suelto y largo sobre los hombros. Tenía los ojos de color verde marino muy abiertos. La bonita boca le temblaba.
—Es verdad, capitán Everett... Es usted...
Con tres pasos se acercó a Thomas. Débouché hizo un violento movimiento con la mano.
—La mujer del bedel me ha llamado... Vivo en la misma casa. ¿Qué ha sucedido, capitán Everett, qué ha sucedido?
Thomas se mordió los labios y guardó silencio. De pronto, la mujer cogió la mano de Thomas y la estrechó fuertemente entre las suyas. Y sólo entonces se dio cuenta de que el anciano profesor estaba terriblemente pálido y desesperado.
—¿Qué ha sucedido, profesor? -gritó Yvonne, llevada por un súbito pánico.
—Hija mía, el hombre cuya mano tiene entre las suyas, es un agente alemán...
Lenta, muy lentamente. Yvonne Dechamps se fue apartando de Thomas. Se tambaleó como si estuviera bebida. Se dejó caer en un sillón. El profesor Débouché contó con voz ronca todo lo que le había dicho Thomas.
Yvonne escuchaba sin apartar la mirada de Thomas. Sus ojos verdes se tornaban cada vez más oscuros, llenos de odio y desprecio. Sus labios apenas se movieron cuando dijo finalmente:
—Creo que es usted lo más sucio y vulgar que existe, señor Lieven. Creo que es usted el ser más despreciable...
—Poco me importa lo que usted pueda pensar de mí -dijo Thomas-. No tengo yo la culpa de que no solamente entre nosotros, sino también entre ustedes existan tipos vanidosos como ese imbécil de Cassier y ese Rouff. Durante meses, todo ha ido muy bien.
—¿Y a eso le llama usted bien, cerdo?
—Sí -dijo Thomas. Cada vez estaba más sereno y más seguro de sí mismo-. A eso le llamo yo ir bien. Desde hace meses nadie ha sido fusilado en esta región. Ningún alemán. Ningún francés. Todo hubiese podido haber continuado como hasta ahora. Yo les hubiese podido haber protegido a todos ustedes hasta el final de esta maldita guerra...
De pronto, Yvonne lanzó un grito, se puso en pie de un salto, alta e histérica, avanzó tambaleándose unos pasos y escupió en la cara de Thomas. El profesor la cogió violento por el brazo.
Thomas se limpió la mejilla con un pañuelo. Miró en silencio a Yvonne.
«Está en lo cierto -se dijo-. Desde su punto de vista está en lo cierto. Todos están en lo cierto desde su punto de vista personal- También yo. Puesto que yo pretendo ser sincero y decente con todo el mundo...»
Yvonne Dechamps se precipitó hacia la puerta. Thomas la cogió por los hombros y la lanzó contra la pared.
—Usted no se mueve de aquí. -Thomas se plantó ante la puerta-: Cuando ayer noche transmitieron los nombres, el Abwehr informó al instante a Berlín. Amenazaron con la intervención de una unidad de cazadores alpinos estacionados en las afueras de Clermont-Ferrand. Entonces solicité una nueva entrevista con el jefe del Abwehr alemán en París...
—¿Por qué? -preguntó el profesor Débouché.
Thomas denegó con un movimiento de cabeza.
—Ese es asunto de mi incumbencia.
El profesor le miró con expresión enigmática.
—Perdone, no era mi intención ofenderle...
«Ese hombre -se dijo Thomas-, ese anciano tan digno de respeto y admiración empieza a comprender, empieza a comprenderme... Si tengo suerte..., si todos nosotros tenemos un poco de suerte...»
—Le expuse al coronel Werthe que la acción de los cazadores alpinos sin duda alguna costaría víctimas..., víctimas por ambos lados... Nuestros hombres procederían sin miramientos de ninguna clase y sus hombres se defenderían llevados por la desesperación. Correría la sangre. Morirían muchos hombres. Alemanes y franceses. Y la Gestapo atormentaría a los prisioneros. Traicionarían a sus camaradas.
—¡Nunca! -gritó Yvonne.
—¡Cállese usted! -le gritó Thomas, a su vez.
El anciano profesor dijo:
—Hay tormentos diabólicos. -Y de pronto se quedó mirando a Thomas, sabio y triste como un profeta del Antiguo Testamento-. Usted sí lo sabe, señor Lieven... ¿Verdad? Creo que empiezo a comprender muchas cosas. Creo que estaba usted en lo cierto. ¿Lo recuerda usted? Le dije que era usted una persona decente y buena...
Thomas guardó silencio.
—¿Qué más le dijo usted al coronel, señor Lieven? -le preguntó el profesor.
—Le hice una proposición y esta proposición ha sido aceptada por el almirante Canaris.
—¿Y qué dice esta proposición?
—Usted es el jefe espiritual del Maquis. Los hombres hacen lo que usted les dice. Congregue a todos los hombres en el molino de Gargilesse y explíqueles que no cabe otra solución. Los soldados de la unidad alpina detendrán a sus hombres sin disparar un solo tiro.
—¿Luego?
—En este caso, el almirante Canaris les da su palabra de honor de que esos hombres no serán entregados al SD, sino como prisioneros de guerra a la Wehrmacht.
—Muy malo.
—En estas circunstancias es la mejor. La guerra no durará eternamente.
El profesor Débouché no contestó.
«Dios mío, haz que esta guerra termine de verdad muy pronto -imploró Thomas Lieven-. Es tan difícil ser persona decente en este mundo gobernado por los nazis... Haz que desaparezca para siempre más esta infamia. Y permítenos vivir en paz, ahora y siempre.»
Unos deseos que no habían de cumplirse tan pronto.
El profesor preguntó:
—¿Y cómo puedo llegar yo hasta Gargilesse?
—En mi coche. No tenemos tiempo que perder, profesor. Si no acepta usted esta proposición, a las ocho empezará la acción de los cazadores alpinos... sin que podamos intervenir nosotros.
—¿Y Yvonne? Es la única mujer del grupo. Es una mujer, señor Lieven.
Thomas sonrió con tristeza.
—Mademoiselle Yvonne será mi prisionera personal. Por favor, permítame que me explique. La acompañaré hasta la prefectura municipal hasta que termine la acción. Para que en su afán patriótico no cometa ninguna locura. Luego la iré a recoger para llevarla a París. Y por el camino hacia la capital escapará...
—¿Qué? -preguntó Yvonne, atónita.
—Huirá usted -dijo Thomas, en voz baja-. Una promesa que me ha dado el coronel Werthe. ¡Una huida autorizada por el Abwehr alemán!
Yvonne avanzó un paso hacia Thomas.
—Si hay un Dios le castigará a usted. ¡No huiré! ¡Y el profesor Débouché no aceptará su proposición, nunca! ¡Lucharemos y moriremos todos nosotros!
—Muy bien -dijo Thomas, muy cansado-. Y ahora siéntese usted y cállese de una vez, heroína...