17

Siméon y Débras condujeron en su coche a Thomas hasta el puerto. Soplaba un viento helado por los callejones del «barrio viejo». Los perros ladraban a la luna llena. No se veía a nadie por ningún lado.

Débras se había sentado al volante del viejo Ford y Siméon en el asiento posterior, al lado de Thomas. El coronel sostenía un revólver en su mano. Ninguno de los tres hombres pronunció una sola palabra.

Llegaron al Puerto Viejo. En los cafés de los traficantes del mercado negro, en el Quai du Port, ardían todavía las luces. Al llegar a la Intendance Sanitaire, Débras dobló hacia la derecha enfilando por el Quai de la Tourette y siguió por delante de la catedral en dirección norte, hasta la Place de la Joliette. Rodeó la gigantesca «tare Maritime» por el desierto bulevar de Dunkerque hasta llegar de nuevo al borde del agua en el Bassin de la Gare Maritime. El Ford pasó por unas vías de tren y se detuvo, finalmente, en el Muelle A.

—¡Baje! -ordenó Siméon.

Obediente, Thomas bajó del coche. El viento frío de otoño pegó contra su rostro. Olía a pescado. Las pocas farolas que había en el muelle se balanceaban peligrosamente. Oyó la sirena de un barco. Vio, entonces, cómo también Débras sostenía una pesada pistola en su mano. Hizo un ligero movimiento con el mentón.

Thomas avanzó lentamente por el muelle. Todavía se adivinaba una sonrisa en sus labios, pero una sonrisa que se iba apagando por momentos.

La luna se reflejaba en las sucias aguas. Todavía olía a pescado. Thomas seguía andando. Detrás de él oyó cómo Siméon tropezaba y lanzaba una maldición.

«Vaya susto -se dijo Thomas-, lo más probable es que tenga el dedo en el gatillo. Confiemos que no vuelva a tropezar. Cuán fácilmente podría ocurrir una desgracia...»

El coronel Débras no había pronunciado aún una sola palabra, ni una sola. Estaban ahora lejos, muy lejos, de todo otro ser viviente.

«El que caiga al agua aquí pasará desapercibido durante mucho tiempo -se dijo Thomas-. Sobre todo, si lleva un par de balas en el vientre.»

De pronto había terminado el muelle. El agua, las aguas negras.

—¡Alto! -ordenó Siméon.

Thomas se detuvo.

Débras habló entonces, por primera vez aquella noche:

—Vuélvase.

Thomas se volvió. Fijó la mirada en Débras y Siméon oyó cómo los campanarios de Marsella tocaban los tres cuartos de hora, pero todos los sonidos y ruidos parecían proceder de muy lejos.

—Las once menos cuarto, jefe -oyó comentar a Siméon-. Hemos de apresurarnos. ¡A las once hemos de estar en casa de madame!

Thomas respiró a fondo y de nuevo apareció la sonrisa en sus labios y carraspeó discreto cuando un coronel le dijo al otro:

—¡Cállese, imbécil!

Sonriente se volvió Thomas hacia Débras:

—No se enfade usted por haberle estropeado el juego En fin, también a mí me colocó en una situación comprometida frente a un teniente alemán... ¡A pesar de ello, es un buen muchacho! -Y le dio unos amistosos golpecitos en el hombro a Siméon que estaba profundamente confundido.

Débras se guardó de nuevo el arma en el bolsillo y volvió la cabeza hacia un lado; muy a pesar suyo, sonreía y no quería que ni Thomas ni Siméon le vieran.

—Por lo demás -prosiguió Thomas-, desde un principio comprendí que lo único que pretendían era asustarme y obligarme a trabajar de nuevo para ustedes.

—¿ Cómo se le ocurre una cosa así? -tartamudeó Siméon.

—Cuando oí el disco de Josefina Baker comprendí que el comandante no andaba muy lejos..., perdón, coronel; a propósito, le felicito por su ascenso... Bien, si ha venido expresamente de Casablanca no sería solamente para ser testigo de mi indigna muerte, ¿verdad?

Débras le miró a la cara y asintió.

—¡Por tres veces maldito boche! -gruñó.

—Alejémonos de este lugar, tan poco atractivo. Los malos olores me molestan. No debemos hacer esperar a madame, en verdad que no. Y, además, me gustaría pasar por la estación.

—¿Por la estación? -preguntó Siméon, incrédulo.

—Allí hay una floristería que está abierta por las noches -le instruyó Thomas muy amable-. Quisiera comprar un par de orquídeas.

Josefina Baker se le apareció a Thomas Lieven mucho más hermosa que nunca. La mujer les recibió en el salón de su apartamento en el Hotel le Noailles, en la Canebiére, la calle principal de Marsella.

Josefina llevaba el pelo azul negro formando una brillante corona en la cabeza y de sus orejas pendían unos grandes aros blancos. Su piel morena brillaba aterciopelada. Los reflejos del arco iris de un gran anillo con un rosetón de brillantes cegaron a Thomas Lieven cuando se inclinó para besar la mano de aquella mujer que él tanto admiraba.

Muy seria aceptó Josefina Baker la caja de papel de celofán con las tres orquídeas de color rosado. Y muy seria, dijo también:

—Le doy las gracias, señor Lieven. Por favor, siéntese usted. Maurice, ¿quieres servir el champaña, por favor?

Estaban los tres solos, puesto que Débras, en un gesto de impaciencia, había mandado a Siméon de regreso a su casa.

Thomas Lieven miró en torno a él por el salón. Vio un gran espejo y un piano de cola sobre el que había muchas partituras. Y Thomas vio también un cartel:

ÓPERA MARSELLA
JOSEFINA BAKER
en
LA CRIOLLA

Ópera en tres actos

de Jacques Offenbach

Estreno: 24 de diciembre de 1940

El coronel Débras llenó las copas de cristal.

—¡Brindemos por la mujer a quien usted ha de agradecer su vida, señor Lieven!

Thomas hizo una profunda inclinación de cabeza ante Josefina.

—Siempre había confiado que usted comprendería mi forma de proceder, madame. Usted es mujer y, sin duda alguna, odia las violencias y las guerras, el derramamiento de sangre y el asesinato más que yo todavía.

—Es verdad -dijo la hermosa mujer-. Pero amo también a mi patria. Nos ha causado usted graves perjuicios al destruir las listas auténticas.

—Madame -respondió Thomas-, ¿acaso no le hubiese proporcionado más graves perjuicios a su país si no hubiese destruido las listas y las hubiese entregado a los alemanes?

Débras intervino de nuevo en la conversación:

—Eso es verdad, y no se hable más del asunto. ¡A fin de cuentas, usted me sacó de Madrid! Es usted un caso difícil, Lieven. Pero yo le juro a usted que si vuelve a engañarnos no beberá más champaña a pesar de que Josefina quiera justificar su forma de proceder. ¡La próxima vez no regresará usted del muelle!

—Mire, Débras, le tengo simpatía a usted. De verdad, soy sincero. Y también le tengo grandes simpatías a Francia. Y yo le juro a usted..., si me obliga a trabajar de nuevo para usted, le engañaré, pues no tengo la menor intención de dañar a un país..., y tampoco al mío.

—¿Y a la Gestapo? -preguntó Josefina en voz baja.

—¿Cómo...?

—¿Tendría prejuicios en perjudicar a la Gestapo?

—Proceder en este sentido, madame, sería para mí un placer especial.

El coronel Débras levantó una mano.

—Sabrá usted que actualmente, y con ayuda de los ingleses, estamos organizando un nuevo servicio secreto y un movimiento de la Resistencia, tanto en la Francia ocupada como en la Francia libre.

—Sí, lo sé.

—Mis nuevos superiores en París ordenaron al coronel Siméon atraerle a usted a Marsella para poner fin a su vida. Pero antes de hacerlo habló con Josefina, y Josefina me llamó, rogándome que intercediera por usted...

—Madame -y de nuevo hizo Thomas una profunda inclinación de cabeza-, ¿me permite llenar de nuevo su copa?

—Lieven, yo he de regresar a Casablanca. Josefina me seguirá allí dentro de unas semanas. Hemos recibido ciertas órdenes de Londres. Siméon se quedará solo aquí. ¿Qué opinión le merece Siméon?

—Tendría que mentir -dijo Thomas, muy discreto.

—Siméon es un hombre con el corazón de oro -suspiró Débras-. Un ferviente patriota.

—¡Un heroico soldado! -exclamó Thomas.

—¡Un valiente ambicioso! -dijo Josefina.

—Sí, sí, sí -asintió Débras-, pero, desgraciadamente, le falta algo. Y todos nosotros sabemos lo que le falta y no es necesario expresarlo en palabras.

Thomas asintió en silencio.

—El valor no se demuestra solamente con los puños -comentó Josefina-. También se requiere cerebro. Usted, señor Lieven, y el coronel Siméon; el cerebro y el puño, ¡vaya equipo!

—Él solo no podrá nunca llevar a cabo la misión que le ha sido confiada -dijo Débras.

—¿Qué misión?

Débras se mordió los labios.

—La situación es grave, Lieven. No le voy a presentar a mis compatriotas mejores de lo que son. También entre nosotros hay cerdos.

—Los hay en todas partes -asintió Thomas.

—Nuestros cerdos franceses..., tanto en la zona ocupada como en la zona libre..., colaboran con los nazis. Traicionan a nuestra gente. Cerdos franceses, a sueldo de la Gestapo. Venden a su país. He dicho Gestapo, señor Lieven...

—Lo he oído -respondió Thomas.

—Usted es alemán. Usted sabe cómo tratar a los alemanes. Y, en todo momento, puede usted hacerse pasar por francés.

—Dios santo, ya volvemos por esos andares...

—Esos hombres no solamente traicionan a su país, sino, también, le roban -dijo Débras-. Mire usted, por ejemplo: hace solamente unos pocos días llegaron dos hombres de París..., traficantes en oro y divisas...

—¿Franceses?

—¡Franceses que trabajan a las órdenes de la Gestapo!

—¿Cómo se llaman?

—Jacques Bergier es uno de los traidores; el otro se llama Paul de Lesseps.

Thomas Lieven miró durante largo rato con expresión ausente ante sí. Luego dijo:

—Bien, Débras, le ayudaré a usted a encontrar a esos dos traidores. ¿Me promete, sin embargo, que luego me dejará usted en libertad?

—¿A dónde piensa ir entonces?

—Eso ya lo sabe usted. A América del Sur. Allí me espera un amigo, el banquero Lindner. Yo ya no tengo dinero pero él sí tiene mucho...

—Señor Lieven...

—... posee un millón de dólares. Si usted me proporciona un pasaporte nuevo, con ayuda de éste conseguiré también el visado de entrada...

—Señor Lieven, escuche usted...

—... y si tengo el visado, entonces también tendré un pasaje en un barco -de pronto se interrumpió-. ¿Qué iba a decir usted?

—Lo siento, señor Lieven, lo siento de verdad, pero temo que nunca más volverá usted a ver a su amigo Lindner.

—¿Qué significa esto? Cuéntemelo todo, no me oculte nada. ¿Qué le ha sucedido a mi amigo Lindner?

—Ha muerto -dijo Débras.

—¿Muerto?-repitió Thomas.

Su rostro cambió de color y palideció. Walter Lindner había muerto.

«Mi última esperanza. Mi último amigo. Mi última posibilidad de abandonar este continente, en donde reina la locura...»

—Usted estaba en la cárcel y no pudo enterarse -prosiguió Débras-. El barco de Lindner chocó el 3 de noviembre de 1940 cerca de las Bermudas con una mina a la deriva. El barco se hundió en menos de veinte minutos. Sólo hubo unos pocos supervivientes. Lindner y su esposa no figuraban entre ellos...

Thomas Lieven dejó caer los hombros. Jugaba con la copa de champaña en su mano.

—Si llega usted a tomar el barco, lo más probable es que también usted hubiese hallado la muerte -dijo Débras.

—Sí -asintió Thomas Lieven-, por lo menos, esto es muy consolador...

No sólo de caviar vive el hombre
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