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La noche era cálida.
Thomas Lieven regresó a Lisboa en un taxi descapotable. Vio cómo las olas del mar se estrellaban con espuma blanca contra la playa; vio unas grandes mansiones de lujo junto a la carretera, vio oscuros bosques de pinos, palmeras y sobre unas bajas colinas románticos locales desde donde llegaban hasta él una suave y dulce música y el reír de las mujeres.
Cruzó por Estoril, por delante del casino de juego, brillantemente iluminado y los dos grandes hoteles.
Europa se hundía entre los escombros y la miseria..., pero allí vivían como en el paraíso.
«Es un paraíso envenenado -se dijo Thomas Lieven- un mortal Jardín del Edén, lleno de reptiles de muchas naciones que se vigilan y amenazan mutuamente.» Allí, en fe capital de Portugal, era donde se daban cita todos ellos. Allí se concentraban en manadas los caballeros de las llamadas «quintas columnas», los arlequines del diablo.
Thomas Lieven bajó del coche en el corazón de Lisboa en la maravillosa praça Dom Pedro con sus mosaicos de color negro blanco. Las terrazas de los cafés en torno a toda la plaza estaban atestadas todavía de indígenas y extranjeros.
Los campanarios de las iglesias cercanas anunciaban las; once de la noche. Y mientras doblaban aún las campanas de las iglesias vio Thomas, con gran sorpresa por su parte, cómo los portugueses y los fugitivos de Austria, Alemania, Polonia, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Holanda y Dinamarca abandonaban a centenares sus sillas y corrían hacia uno de los extremos de la praça Dom Pedro. Y Thomas se dejó llevar por la corriente humana.
Al final de la plaza se veía un impresionante quiosco de periódicos. En la fachada del mismo se veía una cinta luminosa que comunicaba las últimas noticias. Miles de ojos contemplaban aquellas letras luminosas que para muchos podían ser una decisión entre la vida y la muerte.
Thomas leyó:
... (DNB) El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Von Ribbentropp, y el ministro de Asuntos Exteriores italiano, conde Ciano, se han reunido en el castillo de Belvedere, en Viena, para fijar de un modo definitivo el tratado de la frontera húngaro-rumana...
(United Press) La Luftwaffe alemana continúa sus ataques en masa contra las Islas Británicas... Destrucciones y pérdidas humanas en Liverpool..., Londres..., Weybridge y Feliydun...
(International News Service) Ataque en masa de los bombarderos italianos contra Malta... Ataques concéntricos contra los depósitos militares ingleses en África del Norte...
Thomas Lieven se volvió y leyó las caras de los presentes. Vio muy pocas caras con expresión indiferente; casi todos ellos aparecían atormentados, asustados, perseguidos y desesperados...
Camino de regreso al hotel, cuatro mujeres dirigieron la palabra a Thomas Lieven, una de Viena, otra de Praga, una parisiense y una marsellesa.
Las flores en el parque del hotel de seis plantas, olían de un modo embriagador. También el vestíbulo se parecía a un jardín exótico. Cuando Thomas Lieven cruzó por él le siguieron docenas de miradas atentas, recelosas, vigilantes y alarmadas.
También allí oyó todos los idiomas de Europa.
También allí se sentaban personas asustadas, atemorizadas, desesperadas y atormentadas. Aquel era el lugar de cita de los agentes y de las agentes que, en medio del lujo y del bienestar, ejercían su estúpida profesión... en nombre de sus países.
Cuando Thomas entró en su apartamento le abrazaron por la nuca unos delicados brazos y olió entonces el perfume de Mabel Hastings. La joven azafata llevaba un collar de perlas y zapatos de tacón alto; nada más.
—Ay, Jean, por fin..., por fin... ¡No sabes cómo te he estado esperando!
Ella le besó cariñosa, pero él preguntó objetivo:
—¿Dónde está la cartera negra?
—En la caja fuerte del hotel..., tal como tú lo ordenaste.
—Muy bien -dijo Thomas Lieven-, en este caso, ahora sólo hablaremos de amor.
A la mañana siguiente, una Mabel Hastings, feliz, pero cansada, emprendía a las ocho y media el vuelo en dirección a Dakar. A la mañana siguiente, Thomas Lieven, feliz y descansado, decidió, después de tomar un suculento desayuno, vengarse de los servicios secretos alemán, inglés y francés...
En la librería más grande de la ciudad, en la avenida da India, preguntó, el 31 de agosto de 1940, un caballero, vestido con elegancia, por planos de ciudades alemanas y francesas. Y, en efecto, halló tales planos y también un Baedecker del año 1935. A continuación se encaminó Thomas Lieven a la oficina central de Correos. Su encanto y su poder de persuasión hicieron sucumbir a una vieja funcionaria. Durante toda una hora tuvo a su disposición las guías telefónicas de cinco ciudades alemanas y de otras catorce francesas. La oficina central de Correos de Lisboa poseía una biblioteca completa de todas las guías telefónicas europeas.
De estas guías telefónicas extrajo Thomas un total de ciento veinte nombres y direcciones. En la rua Augusta se compró una máquina de escribir y papel. Luego, regresó a su hotel, sacó la cartera negra de la caja fuerte y se instaló en un apartamento muy fresco, en la primera planta, desde cuya ventana podía ver un parque con plantas y árboles de leyenda, fuentes y coloridos papagayos.
Para ponerse a tono encargó al camarero un combinado de tomate y luego se puso a trabajar...
Abrió la cartera negra. Contenía toda su fortuna en dinero efectivo, seis listas escritas a un solo espacio, así como los planos de construcción de carros de combate pesados, lanzallamas y un cazabombardero.
«Lo mejor sería arrojar todo eso al retrete -se dijo Thomas-, pero lo más probable es que el comandante Débras esté al corriente de estos planos y los encontrará a faltar. Los señores Lovejoy y Loos no saben de su existencia; ésos solamente quieren las listas.»
Y tendrían las listas...
Estudió las seis hojas escritas a máquina. Figuraban allí los nombres de los oficiales y de los agentes civiles del Deuxième Bureau, de los agentes franceses en Alemania, de las personas de confianza en Alemania y Francia..., un total de ciento diecisiete nombres.
Detrás de los nombres constaban las direcciones. Y detrás de las direcciones dos frases. Con la primera había de dirigirse el interesado al agente y éste había de contestar con la segunda frase. Sólo de este modo se podía tener la certeza absoluta de que se hablaba personalmente con el agente y con ningún otro.
Thomas Lieven leyó, por ejemplo:
Willibald Lohr. Dusseldorf. Sedanstrasse, 34.
1º ¿Ha visto, por casualidad, un perrito gris con un collar rojo?
2º No, pero puede adquirir la miel que quiera en Lichtenbroich.»
Adolf Meier-Wilke. Berlín-Grunewald. Bismarkallee, 145.
1º ¿Son éstas sus palomas sobre el tejado cobrizo de la casita del jardinero?
2º Sea más cuidadoso, no viste como corresponde a la situación.
Thomas movió la cabeza y suspiró. Colocó una hoja de papel en la máquina de escribir y abrió el plano de Frankfurt am Main. De la guía telefónica de Munich eligió el nombre de Friedrich Kesselhuth.
Escribió este nombre en la máquina y luego se inclinó sobre el plano de Frankfurt.
«Vamos a tomar la Erlenstrasse», se dijo. La Erlenstrasse era una bocacalle de la Mainzer Landstrasse. Era una calle muy corta. Thomas comprobó que el plano era a la escala 1:16.000.
«¿Cuántas casas puede haber en la Erlenstrasse?-se preguntó Thomas-. Treinta. Cuarenta. Pero no más de sesenta. Sin embargo, vale más ir sobre seguro.» Escribió a máquina:
Friedrich Kesselhuth. Frankfurt am Main. Erlenstrasse, 77.
1.º ¿Tiene la joven vendedora en Fechenheim el cabello rubio o negro?
2.° Cómase lo antes posible lo que tiene en el plato.
Bien, ¡a lo siguiente!
A un tal señor Paul Giggenheimer, de Hamburg-Altona, lo trasladó Thomas a Dusseldorf, a la casa número 51 de la tranquila y corta calle llamada Rubenstrasse.
1º John Galsworthy cumplió sesenta y seis años.
2° Hemos de recuperar nuestras colonias.
«Bien, ya tenemos al número dos -se dijo Thomas Lieven-. Sólo me faltan ciento quince. Y todo esto habré de escribirlo tres veces. Para Lovejoy. Para Loos. Para Débras. Bonito trabajo. ¡Pero, desde luego, lo pagarán bien!»
Siguió escribiendo a máquina. Al cabo de media hora se sintió dominado por un terrible abatimiento y depresión. Se acercó a la ventana y miró hacia el parque.
«¡Maldita sea, eso no puede continuar así!
»Me había propuesto eliminar de este mundo las listas auténticas porque sólo podían originar nuevos males, tanto si caían en poder de los alemanes, franceses o ingleses. No quiero que por culpa de estas listas mueran más seres humanos.
»Por otro lado, deseo vengarme de todos esos imbéciles que han destruido mi vida. Pero, ¿de veras me vengo de ellos? ¿Puedo evitar con todo esto que ocurran nuevas barbaridades?
»Cuando los franceses y los ingleses empiecen a trabajar con mis listas falsificadas comprobarán que hay algo que no funciona. ¡Bien!
»Pero, ¿y los alemanes?
»Supongamos, por un momento, que existe de verdad en Frankfurt un tal Friedrich Kesselhuth, sólo que el hombre no tiene teléfono. O supongamos que la calle Erlenstrasse de Frankfurt ha sido prolongada mientras tanto y que existe realmente la casa número 77, en este caso la Gestapo detendrá a todos los inquilinos de la casa y a todos las que se llamen Kesselhuth que residan en Frankfurt. Los encerrarán, los atormentarán y los matarán...
»Y éste es solamente el primer nombre en la lista. ¡Y faltan otros ciento dieciséis!
»Tal vez esos caballeros de los tres servicios secretos se den cuenta de que he falsificado las listas y las destruyan. Tal vez sean lo suficientemente inteligentes para hacerlo. Pero, después de las experiencias por las que he pasado, no cabe confiar demasiado en ello.
»Maldita sea, el 3 de septiembre llega Débras para recoger la cartera. ¿Qué hacer?
»Cuán fácil es traicionar a unos seres humanos y mandarlos a la muerte. Y cuán costoso y difícil es evitar que maten a unos seres humanos...»