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El ascensor se detuvo en el último piso del hotel Lutetia en París, requisado por el Abwehr alemán. Un hombre de treinta y cuatro años bajó del ascensor. Era un hombre de mediana estatura y delgado y lucía unos bigotes de morsa.
El delgado Georg Raddatz de Berlín se metió rápidamente el último ejemplar de la revista parisina Regal en el bolsillo, se puso de un salto en pie y gritó, mientras entrechocaba con los talones:
—Heil Hitler, señor sonderführer.
—Los soldados de primera Raddatz y Schlumberger prestando servicio de radiotelegrafistas. -Dio el parte el vienés, y adoptó la posición de firmes.
El sonderführer, sin duda alguna uno de los tipos más curiosos que había producido el Tercer Reich, contestó, sonriente:
—Heil Hitler, amigos. ¿Habéis escuchado ya Londres?
—Sí, señor sonderführer... -comunicó el vienés-. Ahora mismo.
Los tres hombres se veían cada noche..., y cada noche antes de que llegaran los demás hacían uso particular de aquellos instrumentos tan valiosos como precisos que el Ejército alemán había montado en la habitación del hotel. Cada noche, y esto desde hacía ya semanas, escuchaban Radio Londres.
—Churchill ha pronunciado un discurso -dijo el gordo Schlumberger-. Ahora que Mussolini está en la sopa, si los italianos siguen con nosotros les van a zurrar de lo lindo en el trasero.
El 25 de julio, cinco días antes, el rey Víctor Manuel de Italia había mandado arrestar a Mussolini. E igualmente el 25 de julio se habían sucedido los bombardeos diurnos contra Kassel, Remscheid, Kiel y Bremen.
—Muchachos, eso va muy rápido ahora -suspiró Raddatz-. En Rusia nos pegan que da gusto en el lago Ladoga y en el recodo del Orel no hacemos otra cosa que replegarnos. Y a los italianos no les dan un momento de respiro en Sicilia.
Thomas tomó asiento:
—Y esos caballeros en Berlín hablan por los codos y cada vez están más y más engreídos.
Schlumberger y Raddatz, viejos expertos en cuestiones bélicas, asintieron en silencio. Se habían enterado de algunos detalles sobre la vida de Thomas Lieven. Sabían que había sido atormentado por la Gestapo antes de que el coronel Werthe le rescatara de una muerte segura en los sótanos del SD en la avenida Foch.
Thomas Lieven se había recuperado rápidamente de las semanas de estancia en la cárcel y de los terribles interrogatorios. Algunas partes de su cuerpo presentaban todavía gruesas cicatrices, pero éstas quedaban encubiertas por los trajes tan elegantes que se había mandado hacer a medida.
—El coronel Werthe y el capitán Brenner no tardarán en llegar. Por favor, poned mientras tanto en clave este mensaje. -Y depositó una hoja de papel sobre la mesa de Raddatz.
El berlinés leyó y levantó luego sorprendido la mirada:
—Muchacho, eso se pone cada vez más divertido. Así cabe en lo posible que aún ganemos la guerra. Mira, Karli.
El vienés leyó el mensaje y se rascó el cráneo. Su comentario fue muy escueto:
—Lo transmito.
—No, aún no -objetó Thomas-, póngalo antes en clave.
El mensaje decía:
«A Ruiseñor 17... Bombardero RAF arrojará primero de agosto entré veintitrés y veinticuatro horas sobre lugar convenido recipientes con explosivos especiales de plástico... Vuelen el 4 de agosto a las cero horas exactamente el Pont Noir entre Gargilesse y Eguzon. Aténgase exactamente al horario... Mucha suerte... Buckmaster...»
—Bien, caballeros, ¿a qué vienen esas miradas? -preguntó Thomas.
—El señor sonderführer se permite una de sus bromas, ¿sabes? Debe ser un puente sin importancia...
—Ese puente, amigos míos -explicó Thomas-, conduce por encima del Creuze hacia la autopista veinte y es uno de los más importantes en el centro de Francia. Está cerca de Eguzon y allí están también los embalses de la central eléctrica que suministra fluido eléctrico a la mayor parte del centro de Francia:
—¿Y precisamente ese puente quieren que vuelen?
—Así es, me ha costado mucho encontrarlo...