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¡Lisboa! Estrecho balcón de la libertad y de la paz en una Europa destrozada cada vez más por la guerra y la barbarie.
¡Lisboa!
Fantástico paraíso de la riqueza, de la abundancia, de la belleza y la elegancia en medio de un mundo de sufrimientos y miserias.
¡Lisboa!
El Eldorado de todos los servicios secretos, escenario de impresionantes intrigas.
Ya desde el momento de tomar tierra Thomas Lieven se vio complicado en las mismas. Perseguido y vigilado por el agotado comandante Loos...; durante el vuelo incluso se había quedado dormido con la boca abierta y roncando ligeramente... Thomas Lieven fue sometido a un riguroso registro por los aduaneros. Le obligaron a desnudarse, registraron su equipaje y todos sus bolsillos. El servicio de seguridad portugués parecía haber recibido cierta información.
Pero, por extraño que pueda parecer, no encontraron en su poder ni dólares, ni la cartera negra. Los aduaneros lo despidieron con gran cortesía y amabilidad. El matrimonio Lindner se había adelantado ya al hotel.
Thomas pasó por la policía. El comandante Loos detrás de él. Thomas se encaminó hacia la parada de taxis. El comandante Loos, detrás. Todavía no se habían dirigido una sola palabra.
«Bien, ahora vas a entrar en acción, amigo», se dijo Thomas Lieven, saltando al interior de un taxi. También Loos saltó. Y los dos taxis emprendieron una loca carrera hacia la ciudad de las siete colinas. Por haber pasado allí seis hermosas semanas de vacaciones, Thomas conocía muy bien la capital portuguesa.
Mandó detener el taxi en la praça Dom Pedro y bajó del coche. Detrás de él se detuvo el coche del comandante. Las terrazas de los cafés en la plaza estaban atestadas de portugueses e inmigrantes que discutían de un modo apasionado entre ellos. Al pasar oyó Thomas Lieven hablar en toda suerte de idiomas.
Thomas se dejaba llevar por los transeúntes.
«Bien, ahora un poco de movimiento, amigo, eso es bueno para la salud.»
Thomas se encaminó hacia los estrechos callejones junto al mar y de nuevo subió a las avenidas principales, pero siempre procurando que el comandante no le perdiera de vista. Quería que le maldijera, pero no que le perdiera.
Durante más de una hora cruzó Thomas Lieven por las calles de la ciudad, luego tomó de nuevo un taxi y, seguido del comandante, se trasladó al pueblo de pescadores de Cascais, cerca del balneario el Estorial. Allí conocía un elegante restaurante.
El sol se hundía rojizo en el mar y soplaba una ligera brisa marina. El pequeño pueblo de pescadores, en la desembocadura del Tajo, era el lugar más pintoresco en los alrededores de Lisboa. Thomas Lieven esperaba con impaciencia ver el espectáculo que había presenciado ya en otras ocasiones: el regreso de la flotilla de pescadores.
Bajó del taxi ante el restaurante. Detrás de él, el taxi del comandante. El oficial del Abwehr respiraba de un modo entrecortado. El pobre hombre tenía mal aspecto.
Thomas decidió poner fin a aquel juego tan cruel. Se dirigió a Loos, se quitó el sombrero y le habló muy amable, como a un viejo amigo al que volvemos a ver después de mucho tiempo:
—Aquí vamos a descansar un poco. Los últimos días habrán sido, sin duda alguna, muy fatigosos para usted.
—No se lo puede usted siquiera imaginar -el comandante trataba de conservar el nimbo de su profesión-. Y aun cuando vaya al fin del mundo, esta vez no se me escapará, Lieven...
—Vamos, amiguito, no sea así. Aquí no estamos en Colonia. Aquí un comandante alemán no cuenta gran cosa, mi querido Loos.
El comandante, vestido de paisano, tragó saliva.
—Si tuviera la amabilidad de llamarme Lehmann, monsieur Leblanc.
—Eso me gusta mucho más. Sentémonos, señor Lehmann. Fíjese allá abajo, ¿verdad que es maravilloso?
Regresaba la flotilla de los pescadores, un enjambre de pequeñas y grandes barcas. Como mil años antes, los pescadores subían sus barcas a tierra cantando y bromeando. Les ayudaban las mujeres y los niños y luego encendían unas pequeñas hogueras en la playa.
Mirando hacia la playa, preguntó Thomas:
—¿Cómo lograron dar conmigo?
—Pudimos seguir su pista hasta Toulouse. Le felicito. Las señoritas en casa de madame Jeanne no dijeron una sola palabra, ni con amenazas ni con promesas...
—¿ Quién me ha traicionado?
—Un individuo de baja calaña..., llamado Alphonse...; a éste debió hacerle usted algo en cierta ocasión...
—Por culpa de la pobre Bebé. Sí, sí.
Thomas fijó su mirada en los ojos del comandante.
—Portugal es un país neutral, señor Lehmann. Le prevengo. Me defenderé.
—Pero, mi querido señor Lie...; perdón, monsieur Leblanc, me interpreta usted mal. El almirante Canaris me ha rogado le informe a usted que no sufrirá ningún castigo si regresa a Alemania, y además me ha encargado le compre a usted la cartera negra. -¡Oh!
—¿Cuánto pide usted? -preguntó el comandante, inclinándose sobre la mesa-. Sé que las listas continúan en poder de usted.
Thomas bajó la mirada. Luego se puso en pie y se disculpó:
—He de telefonear, perdone usted.
Pero no llamó desde el restaurante. No lo consideraba prudente. Caminó unos pasos por la calle hasta encontrar una cabina pública y llamó desde allí al hotel Palacio do Estoril Parque. Pidió por la señorita Hastings. La azafata americana respondió al instante a la llamada.
—Oh, Jean, ¿dónde estás? ¡Siento tanta impaciencia por verte!
—Me retrasaré, Mabel; una conferencia de negocios Esta mañana, mientras te ayudaba a hacer las maletas por descuido metí una cartera negra en una de tus maletas. Sé buena y bájala al conserje para que la guarde en la caja fuerte.
—Sí, darling... y procura, por favor, que no sea demasiado tarde. ¡Mañana he de continuar el vuelo a Dakar!
Mientras escuchaba estas palabras, Thomas Lieven tuvo la sensación de que alguien estaba junto a la cabina escuchándole. Abrió la puerta de golpe. Un hombre delgado lanzó un grito, retrocedió un paso y se llevó la mano a la frente dolorida.
—Oh, perdón -dijo Thomas Lleven. Pero entonces enarcó las cejas y le sonrió bondadoso a aquel hombre que se parecía a un lejano pariente del comandante Loos. Se habían conocido en el aeropuerto de Londres, en mayo de 1939, cuando Thomas Lieven fue expulsado de Inglaterra. Expulsado del país por aquel hombre.