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Llegó el primer otoño de la posguerra. Los hombres pasaban frío, los hombres pasaban hambre. En la zona francesa aumentaban las tensiones entre los ocupados y los ocupantes, en parte, debido a los resentimientos alemanes, en parte, por no sujetarse los franceses a lo que dictaba la ley.

Al mando de un ingeniero parisiense desmontaron las tropas francesas en la Selva Negra las máquinas de la industria relojera local y trataron de llevarse a los obreros especializados a Belfort y la Alta Saboya para montar allí una industria relojera francesa.

Fue confiscada la producción de agujas de maquinaria textil en la zona francesa y vendida por unos pocos interesados a Suiza. Los obreros alemanes eran pagados con unos pocos marcos alemanes y con una alimentación peor aún.

Detrás de las fachadas, más o menos intactas, de Baden- Baden, la moral y la decencia sucumbían a cada día que pasaba. Cada vez eran más frecuentes las peleas, los actos de venganza y las puñaladas. Los soldados saqueaban, robaban y mataban. Con sus metralletas mataban los hermosos cisnes del lago.

Thomas sabía muy bien que el rubio y delgado teniente Valentine formaba parte de un grupo que trataba de enriquecerse de un modo rápido y repulsivo. Durante meses no pudo presentar ninguna prueba contra él, pero sí pudo hacerlo el 3 de noviembre de 1945...

Un día antes, se enteró Thomas de que el joven teniente planeaba realizar uno de sus registros domiciliarios secretos. Cuando Valentine, la tarde del 3 de noviembre, abandonó Baden-Baden en compañía de dos soldados y un jeep, le siguió Thomas en otro jeep. Pero fue muy prudente y guardó la distancia suficiente.

Fueron hasta Karlsruhe. Allí tomaron la carretera que conduce a Ettlingen. Cruzaron Ettlingen en dirección a Spielberg. Allí, en las afueras del pueblo, se levantaba una gigantesca mansión rodeada por un gran parque y altos muros. Y allí se dirigió el teniente Valentine en su jeep. Thomas le siguió hasta prudencial distancia, aparcó su jeep entre los árboles y siguió luego a pie por un estrecho sendero.

En algunas de las ventanas de aquella mansión, parecida a un palacio, ardían las luces. Thomas vio sombras y oyó unas voces excitadas. Miró por una de las ventanas y entonces vio algo curioso: el teniente Valentine se acercaba a los tiestos de flores que había junto a las ventanas y arrancaba, una tras otra, las flores de los tiestos. Siete tiestos en total. ¿Por qué? Thomas no encontraba ninguna explicación plausible.

Esperó pacientemente. Un cuarto de hora más tarde abandonaba Valentine de nuevo la casa en compañía de sus hombres.

Thomas llamó a la pesada puerta de entrada. Le abrió un criado con rostro aterrado.

—¿Quién vive aquí? -preguntó Thomas.

—El conde de Waldau.

—Soy el capitán Clairmont. ¡Anúncieme!

Conde de Waldau..., conde de Waldau... Thomas recordaba el nombre. Había ocupado un alto cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Miembro del partido nazi. Le había interrogado ya en dos ocasiones en Baden-Baden.

El conde se presentó delgado, engreído y muy furioso:

—¡Sólo faltaba usted, capitaine Clairmont! ¿Qué quiere robar usted? ¿La vajilla de plata? ¿Un cuadro? ¡Sus compañeros se han llevado ya lo más importante!

—Conde -dijo Thomas, muy tranquilo-, he venido para saber lo que acaba de ocurrir aquí.

—¡Lo sabe usted muy bien! -gritó Waldau-. ¡Todos vosotros sois unos cerdos y unos ladrones!

—¡Cierre el pico! -dijo Thomas en voz baja.

El conde se lo quedó mirando, empezó a temblar y se dejó caer en un sillón. Luego contó...

Si hemos de dar crédito a las palabras de Waldau, éste había escondido sus joyas más valiosas en siete tiestos debajo de las raíces de las plantas.

—¡Todas las joyas de mi familia! Una parienta me dio este consejo..., esa bestia... Ahora comprendo que todo estaba convenido de antemano... -El conde se quedó mirando a Thomas con ojos muy relucientes-. Perdone usted mi comportamiento, creo que usted es inocente de este robo...

—Siga explicándose...

—Ya sabe usted que han levantado pesados cargos contra mi persona. Tengo miedo al saqueo. Vivimos aquí muy apartados. Hace un mes llegó... esa parienta mía. Es inglesa. Sospecho que trabaja para el servicio secreto, en el cuartel general, en Hannover. Me dijo que los tiestos eran el mejor escondrijo. Cuando hace poco se han presentado esos hombres, sin decir palabra han empezado a arrancar las plantas de los tiestos...

Al oír la palabra «servicio secreto» recorrió el cuerpo de Thomas, primeramente, un estremecimiento muy caliente y, luego, otro muy frío.

—Dígame usted cómo se llama esa dama, conde.

El conde le dijo el nombre...

No sólo de caviar vive el hombre
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