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Desde aquel momento, todo sucedió de un modo muy rápido.
El joyero expuso ante Fred Meyer, en un extremo del mostrador, una serie de cadenas de reloj. Al otro extremo del mostrador estaba Paul de la Rue, inclinado sobre las relucientes pulseras. Los dos paraguas estaban el uno al lado del otro.
Tal como habían ensayado durante horas y más horas bajo la vigilancia de Thomas Lieven, Paul cogió la pulsera que costaba tres millones de francos y, sin hacer el menor ruido, se inclinó hacia delante y la dejó caer en el paraguas de su amigo Meyer, que éste había dejado ligeramente abierto. El interior del paraguas había sido previamente rellenado de algodón en rama. Luego cogió otras dos pulseras y procedió del mismo modo.
Se alejó de los dos paraguas, dirigiéndose al otro rincón de la tienda para admirar unas pulseras de oro. Paul de la Rue las admiró con sincera emoción. Luego se pasó la mano derecha por el pelo.
A esta señal convenida, Fred Meyer se decidió, de un modo increíblemente rápido, por la compra de una cadena de reloj por valor de doscientos cuarenta francos. Pagó con un billete de mil francos.
El joyero Pissoladière se acercó a la caja, registró el importe, sacó el cambio y le dijo a Paul de la Rúe:
—¡Al instante estoy con usted, monsieur!
Pissoladière devolvió el cambio al comprador de la cadena de reloj, que recogió su paraguas y abandonó la tienda. Si el joyero le hubiese seguido con la mirada hubiese visto entonces que el segundo comprador, a pesar de que llovía intensamente, no abría su paraguas. No, por el momento...
Rápidamente regresó Pissoladière al lado de su aristocrático comprador. Y dijo:
—Bien, caballero...
Pero se interrumpió en medio de la frase.
Con una sola mirada vio que faltaban tres de las pulseras más valiosas.
De momento, el joyero creyó se trataba de una broma. Los aristócratas degenerados hacen a veces gala de un macabro sentido del humor. Le sonrió malicioso a Paul de la Rue, y dijo:
—Ja, ja, ja... ¡Vaya susto me acaba de dar, monsieur!
Perfectamente instruido por Thomas Lieven, Paul apenas enarcó las cejas, y preguntó:
—¿Qué le pasa a usted? ¿No se siente bien?
—Lleva usted la broma demasiado lejos, caballero. Por favor, deposite de nuevo las tres pulseras sobre la bandeja,
—Dígame, ¿está usted bebido? ¿Pretende usted decir que las tres pulseras...? Ah, sí, ¿dónde están estas bonitas pulseras?
El rostro del joyero cambió de color. Su voz se hizo aguda:
—Caballero, si no devuelve al instante estas tres piezas, tendré que llamar a la policía.
Paul de la Rue se olvidó entonces un poco de su cometido. Se echó a reír.
Esta risa hizo que el joyero perdiera por completo el dominio sobre sí mismo. Rápidamente presionó el botón que accionaba el sistema de alarma y al instante cayeron pesadas puertas de rejas de acero delante de todas las puertas.
Marius Pissoladière esgrimió un pesado revólver en su mano, y gritó:
—¡Manos arriba! ¡Ni un solo paso, ni un solo movimiento!
Con toda indiferencia, respondió Paul de la Rue, levantando indolente las manos:
—Está usted loco y pagará las consecuencias.
Poco después se presentaba la policía.
Con la mayor tranquilidad de este mundo presentó Paul de la Rue un pasaporte francés extendido a nombre de René Vicomte de Toussant, París, Bois de Boulogne. Un pasaporte falsificado con gran habilidad y que era obra de los mejores especialistas del Barrio Viejo. A pesar de ello, los agentes de la policía obligaron a desnudar a Paul de la Rue hasta la piel y registraron todas sus ropas, descosiendo incluso las costuras del abrigo.
Todo en vano. Paul de la Rue no llevaba ninguna joya encima.
Los agentes exigieron del falso vizconde la prueba de que realmente estaba en condiciones de pagar tres millones por una pulsera.
Sonriente, rogó el sospechoso llamaran al director del hotel Bristol. El director de dicho hotel confirmó que el vizconde había depositado en la caja fuerte del Banco un importe por valor de seis millones de francos. En efecto, Paul de la Rue se había alojado en el Bristol y había depositado en la caja fuerte seis millones de francos..., capital social de la banda.
Los agentes de policía se mostraron mucho más amables desde este momento.
Cuando finalmente la policía de París respondió a su demanda que, efectivamente, en el Bois de Boulogne residía un tal René Vicomte de Toussant, un hombre muy rico, y que gozaba de muy buenas relaciones con los nazis y el Gobierno de Vichy, y que durante aquellos días estaba ausente de París, siendo lo más probable que se encontrara en el sur de Francia, la policía dejó en libertad a Paul de la Rue, después de presentarle infinidad de excusas.
Aturdido, deshecho, pálido como la cera, también el joyero Marius Pissoladière presentó sus excusas.
El comprador de la cadena de reloj, que el joyero sólo supo describir de un modo muy vago, había desaparecido sin dejar huellas...
Todo lo había previsto Thomas Lieven cuando eligió a Paul de la Rue para esta misión y mandó falsificar un pasaporte a nombre del vizconde. En esto le había ayudado el Mensajero de Perpiñán, del 2 de enero de 1941, en el que Thomas había leído la siguiente noticia:
René Vicomte de Toussant, industrial de París, ha llegado a la pintoresca ciudad de Font Romeu, en los Pirineos, para una cura de varias semanas...
Claro está, el truco del paraguas no podía repetirse en Marsella. A fin de cuentas, estas cosas se comentan. Por el contrario, lo repitieron con éxito en Burdeos, Tolosa, Montpellier, Aviñón y Béziers. En estas ciudades, muchos joyeros y tratantes en antigüedades sufrieron elevadas pérdidas a manos de unos caballeros que lucían unos bonitos paraguas. Pero los que sufrían estas pérdidas eran personajes que se parecían en mucho, por su carácter y sus anteriores transacciones, al joyero Marius Pissoladière.
Éste, como hemos dicho ya anteriormente, era el común denominador de todos esos golpes. Todos los que sufrían alguna pérdida no eran compadecidos por nadie, y en el sur del país se comenzaba a comentar que se trataba de una ramificación de la resistencia dirigida por un moderno Robin Hood.
Por una serie de circunstancias cayó la policía sobre una pista falsa, en lo que no era del todo inocente Thomas Lieven. La policía creía que estos golpes eran dados por la banda de el Calvo.
Una de las organizaciones más antiguas de Marsella era dirigida por un tal Dantés Villeforte, un corso, al que le habían puesto el apodo de el Calvo.
Luego sucedió lo del transporte de fugitivos a Portugal. También Villeforte y sus hombres intervenían en el negocio. Inesperadamente, Chantal amplió en proporciones hasta entonces desconocidas su «empresa de transportes». Sin embargo, actuaba en contra de los principios que habían privado hasta entonces en el mercado y según la vieja consigna, ya pasada de moda, de: precios baratos..., un gira mayor..., buenos beneficios... En fin, lo que hoy suele hacerse bajo el lema de: huya usted ahora mismo... y pague luego.
Se comprende que el Calvo estuviera de mal humor al comprobar cómo Chantal echaba a perder de este modo su negocio. Todos los clientes acudían a Chantal y el Calvo se quedaba sin uno solo.
De pronto se enteró el Calvo que esta nueva situación se debía, en primera instancia, a la intervención del amante de Chantal, un hombre de una gran visión y rara inteligencia... Y Chantal confiaba plenamente en ese hombre. Ese hombre era, al parecer, el cerebro de la banda..., y era evidente que se trataba de un cerebro magnífico.
Y el Calvo decidió entonces ocuparse un poco de ese hombre...