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Repiqueteó el teléfono.
Thomas Lieven saltó de sus pensamientos a la realidad y descolgó el auricular. Cerró los ojos cuando oyó aquella voz tan conocida:
—Aquí Lehmann... He hablado con el caballero que usted ya sabe... Bien, seis mil dólares.
—No -contestó Thomas.
—¿Cómo que no? -La voz del comandante de Colonia sonaba alterada por el pánico-. ¿Ha vendido usted ya?
—No.
—¿Entonces...?
Deprimido, contempló Thomas la hoja que había colocado en la máquina.
—Estoy en tratos. Tomo nota de su oferta. Llámeme mañana.
Y sin decir nada más colgó el auricular.
«A uno de esos individuos de la lista habría de ponerle yo el nombre de Fritz Loos», se dijo, enojado.
A continuación metió todos los papeles en la cartera, que bajó al conserje, quien la guardó en la caja fuerte. Thomas decidió dar un paseo y meditar a fondo el problema. Había que encontrar una solución...
En el vestíbulo estaba sentado el agente Lovejoy. Presentaba todavía un abultado chichón en la frente...
Lovejoy se puso en pie de un salto y se le acercó rápido.
—La cartera, ¿eh? La he visto con mis propios ojos. Bien, ¿concretamos?
—Estoy todavía en tratos. Llámeme mañana.
—Oiga usted, ofrezco más que su nazi, ¡siempre ofreceré más que él!
—Sí, sí, está bien -dijo Thomas Lieven, y lo dejó plantado.
Sumido en sus pensamientos salió a la calle bañada por el sol. Sumido en sus pensamientos vagó por la ciudad. Tuvo que detenerse al llegar a la avenida de Liberdade. Por la avenida, orlada de palmeras, avanzaba un entierro. Los policías habían cortado el tránsito. Debía haber fallecido un importante personaje portugués, puesto que le seguían centenares de hombres y mujeres vestidos de negro. Muchos lloraban. Los transeúntes se quitaban el sombrero. Oraban en voz alta y olía a incienso.
Y de entre los murmullos de los que acompañaban el duelo se oyó, de pronto, una fuerte risa. Era un joven caballero muy elegante que estallaba en una carcajada sonora e incontenible.
—¡Sucio extranjero! -dijo una anciana, y escupió a los pies del joven caballero.
—Sí, madrecita, sí -dijo Thomas Lieven.
Y con el paraguas sobre el hombro se dirigió lo más rápidamente posible a la estación terminal.
En el vestíbulo había un gran quiosco de periódicos y revistas ilustradas de todo el mundo. Churchill e Hitler, Goering y Roosevelt aparecían aquí en paz el uno al lado del otro, rodeados por pin-up-girls y titulares de guerra en muchos idiomas.
—Periódicos, por favor -le dijo Thomas Lieven con la respiración entrecortada a la arrugada y vieja vendedora-. Todos los franceses y todos los alemanes...
—Son de hace dos días.
—No importa, déme los que tenga. Y también los de la semana anterior.
—¿Está usted borracho?
—Más sobrio que nunca, ¡vamos, rápido!
Compró el Reich, el Voelkischer Beobachter, el Berliner Zeitung, el Deutsche Allgemeine Zeitung, el Münchner. Nuesten Nachrichten y los números viejos de Le Matin, L'Oeuvre, Le Petit Parisién, París Soir y nueve periódicos franceses de provincias.
Con todos estos periódicos regresó Thomas Lieven al hotel y se encerró en su apartamento. Y allí estudió muy detenidamente... todas las esquelas mortuorias. A cada día morían muchas personas en París y Colonia, en Toulouse y en Berlín, en El Havre y en Munich. Y a los muertos ya nada podía hacerles la Gestapo...
Thomas Lieven empezó a escribir a máquina. Ahora su trabajo avanzaba rápidamente. Ahora incluso con la conciencia tranquila podía poner las direcciones verdaderas...
El 2 de septiembre de 1940, nuestro amigo adquirió, en una tienda de artículos de piel, sita en la avenida Duarte Pacheco, dos carteras de mano negras. A primera hora de la tarde se presentó con una de estas carteras en los elegantes salones del señor Gomes dos Santos.
El señor Dos Santos, uno de los mejores sastres de Lisboa, salió a recibirle personalmente, y le estrechó muy cordialmente la mano.
En un cuarto de pruebas, decorado con seda de color rosa, saludó Thomas Lieven al comandante Loos, que llevaba un viejo y elegante traje de franela oscura.
—Gracias a Dios -exclamó Loos cuando vio aparecer a Lieven.
Desde hacía tres días aquel hombre mantenía sus nervios en un estado de tensión inaguantable. Se habían visto repetidas veces en los bares, en los vestíbulos de los hoteles y en la playa. Y en cada una de estas ocasiones el hombre le había dado largas.
—No puedo decidirme aún. He de hablar de nuevo con el inglés.
Y este mismo juego lo había llevado Thomas Lieven con Lovejoy. También había consolado continuamente a éste advirtiéndole que su rival ofrecía más y más. De este modo había logrado finalmente que cada uno de ellos hiciera una oferta de diez mil dólares. Thomas no quería exagerar la cosa.
A los dos caballeros les había dicho, con expresión muy grave:
—Hasta el momento de mi partida ha de quedar en el mayor secreto que le he vendido la cartera a usted; en caso contrario, no respondo de su vida. La entrega se hará en un lugar en donde no llame la atención.
Loos se había decidido por el cuarto de pruebas del señor Dos Santos.
—Vaya individuo, ese sastre -le explicó Loos a Thomas-. En tres días me ha hecho un perfecto traje a medida, con paño inglés. Mire, toque usted...
—De veras, ¡extraordinario!
—Todos nosotros nos encargamos trajes aquí.
—¿Nosotros?
—Sí, todos los agentes que trabajamos en Lisboa.
—¿Y a eso le llama usted un lugar discreto?
Loos sonrió malicioso:
—Exacto. ¿No lo entiende acaso? Ninguno de mis queridos colegas sospechará por un solo momento que estoy aquí de servicio. -¡Ah!
—Además le he dado cien escudos a José.
—Y, ¿quién es José?
—El probador. Aquí no nos molestará nadie.
—¿Tiene el dinero?
—Sí, en este sobre, ¿y las listas?
—En esta cartera.
El comandante Loos estudió las seis listas con las ciento diecisiete direcciones y entregó a Thomas Lieven un sobre que contenía doscientos billetes de cincuenta dólares cada uno. Los dos parecían estar contentos y satisfechos.
El comandante estrechó la mano de Thomas.
—Mi avión parte dentro de una hora. Mucha suerte, viejo granuja. He simpatizado con usted. Tal vez nos volvamos a ver.
—Confío que no.
—Bien, saludos a mis colegas de aquí, son todos ellos unos excelentes muchachos.
—Y usted salude de mi parte al almirante...