18
Los alemanes habían sacado a Thomas Lieven de Lisboa en una vieja limusina; los ingleses lo devolvieron a Lisboa en un Rolls-Royce. Noblesse oblige.
Se hallaba sentado en el asiento posterior, envuelto en un batín de seda azul, que llevaba bordado un dragón en rojo, y calzaba unas babuchas del mismo color. No habían encontrado otra cosa más apropiada en el guardarropa del Baby Ruth. El traje y la ropa interior de Thomas, completamente mojados, estaban sobre el asiento delantero al lado del chófer.
Junto a Thomas se sentaba Roger con una metralleta sobre las rodillas. Habló en voz baja:
—No tema usted, comerciante Jonás, no le sucederá nada. El coche está acorazado, los cristales son resistentes a las balas. ¡No pueden disparar hacia dentro!
—¿Y podría usted, en un caso dado, disparar hacia fuera? -preguntó Thomas.
Pero el inglés no respondió.
Cruzaron por el elegante balneario de Estoril, que estaba muy silencioso, y continuaron en dirección este, hacia una gloriosa salida del sol. El cielo y el mar relucían en un bonito color madreperla. En el puerto había anclados muchos barcos.
«Hoy es el 9 de septiembre -se dijo Thomas Lieven-. Mañana parte el General Carmona para América del Sur. ¿Dios santo, podré embarcar aún?»
La elegante villa del servicio de información inglés estaba enclavada en el centro de un gran parque de palmeras. Estaba decorada al estilo árabe y era propiedad de un prestamista llamado Álvarez, que poseía otras dos villas parecidas a la primera. La segunda la tenía alquilada al jefe del servicio de información de la Embajada alemana, y, la tercera, al jefe del servicio de información de la Embajada americana...
Casa do Sul, se leía en grandes letras doradas sobre la entrada de la villa de los ingleses. Un mayordomo con pantalones a franjas y chaleco de terciopelo verde abrió la pesada puerta de hierro forjado. El hombre enarcó las cejas y saludó con una inclinación de cabeza a Thomas. Luego cerró la puerta y precedió a los dos caballeros por un gran vestíbulo, con una chimenea y unas grandes escalinatas, en donde colgaban los retratos de los antepasados del señor Álvarez, hasta la biblioteca.
En ésta les esperaba, ante una colorida estantería llena de libros, un caballero, ya de cierta edad, que tenía un aspecto británico tan digno como sólo vemos ya en las revistas de moda masculina inglesa. Aquella elegancia tan cuidada; el traje de franela azul oscuro, que le sentaba impecablemente; el cuidado bigote de oficial de colonias y el porte tan firme, despertaron, involuntariamente, la admiración de Thomas Lieven.
—Misión cumplida, señor -le dijo Roger.
—Buen trabajo, Jack -dijo el caballero del traje azul oscuro, mientras estrechaba la mano de Thomas-. Buenos días, comerciante Jonás. Bien venido a territorio británico. Le estaba esperando con impaciencia. ¿Un whisky para superar el susto?
—No suelo beber nunca antes del desayuno, señor.
—Comprendo. Un hombre de principios. Me gusta así. Me gusta mucho. -El hombre del traje azul oscuro se volvió a Roger-. Vaya a ver a Charly y que establezca comunicación con M 15. Clave Cicerón. Informe: El sol sale por el oeste.
—Sí, señor. -Y Roger desapareció.
El caballero del traje azul oscuro le dijo a Thomas:
—Llámeme usted Shakespeare, comerciante Jonás.
—Sí, señor Shakespeare.
¿Por qué no? En Francia había conocido a un instructor que se hacía llamar Júpiter... «Si eso ha de divertiros...»
—Usted es francés, comerciante Jonás, ¿verdad?
—Eh..., sí.
—¡Me lo dije al instante! Tengo una mirada para estas cosas... Un conocimiento de las personas que no me engaña nunca. Vive la France, monsieur.
—Gracias, señor Shakespeare.
—Monsieur Jonás, ¿ cómo se llama usted en realidad?
«Si se lo digo, nunca podré embarcar», se dijo Thomas, y por ello respondió:
—Lo siento de veras, pero mi situación es demasiado crítica. He de ocultar mi verdadera identidad.
—Monsieur, le doy mi palabra de honor de trasladarle a usted a Londres siempre que así lo desee y si se declara dispuesto a trabajar por nuestro país. ¡Le hemos salvado a usted de las garras de los nazis; no lo olvide!
«Vaya vida», se dijo Thomas Lieven.
—Estoy agotado, señor Shakespeare. Yo..., yo no puedo más. Antes de poder decidir en un sentido u otro he de poder dormir un poco.
—Desde luego, desde luego, monsieur. Tenemos preparada ya la habitación de los invitados para usted. Considérese usted como mi invitado.
Media hora más tarde se tumbaba Thomas Lieven en una cómoda y blanca cama, en una silenciosa y confortable habitación. El sol había salido y en el parque cantaban muchos pájaros. La puerta había sido cerrada desde fuera.
«La hospitalidad inglesa alabada en todo el mundo -se dijo Thomas Lieven-. De veras que no hay nada que pueda superarla...»