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Thomas Lieven empezó el 4 de julio de 1943 a buscar su puente. En un traje de verano claro, silbando y de buen humor paseaba por el París estival. ¡Ah, los bulevares con sus florecientes árboles! ¡Ah, las terrazas de los cafés con las mujeres hermosas en sus vestidos cortos y coloridos! ¡Aquellos sombreros de locura! ¡Los altos tacones de corcho! El olor a aventura, perfume y jazmín...
París, 1943: Una ciudad que seguía viviendo en paz. Cuando se apagaba la luz en las casas junto al Bois de Boulogne, no se debía a la falta de suministro de fluido eléctrico y cuando tiraban las cortinas no eran de acero y lo hacían con manos cariñosas.
Con su gracia habitual los habitantes de la capital habían aceptado la ocupación de los alemanes. El marché noir (el mercado negro), florecía. La moral de los soldados alemanes no resistía tantas tentaciones. El general Von Witzleben suspiró en cierta ocasión:
—Las mujeres francesas, la cocina francesa y la mentalidad francesa, nos han asestado el golpe de gracia. De hecho, habríase de cambiar cada cuatro semanas a las tropas estacionadas aquí.
¡El pequeño teniente jugador de la Prusia oriental vivía en París como si fuera un príncipe! Conocía las diferencias entre las marcas de champaña, pedía en su hotel Poulet garni, comía las ostras por docenas y se enteraba, en brazos de su dulce amiga francesa, de que lo más bello de este mundo no es morir por la patria.
El cuartel general del general Von Rundstedt, comandante supremo del Oeste, fue el primer objetivo de Thomas Lieven. Habló allí con tres comandantes a los que inició solemnemente en el secreto antes de exponer sus deseos.
El primer comandante lo mandó al segundo y el segundo al tercero. El tercer comandante lo echó de su oficina y redactó un comunicado para su general. El general mandó el comunicado al hotel Lutetia, con el comentario que prohibía terminantemente la injerencia del Abwehr en los asuntos militares..., ¡y la voladura de un puente cabía considerarlo como una acción militar!
Mientras tanto, Thomas se había presentado en el Wehrmacht Führungststab Technick para solicitar una entrevista con el comandante Ledebur. Esto ocurría a las once horas dieciocho minutos.
A las once horas diecinueve minutos repiqueteó el teléfono en el despacho del pedante y ambicioso capitán Brenner en el hotel Lutetia. El pequeño oficial de carrera con gafas de montura de oro y siempre tan bien peinado descolgó el auricular y respondió a la llamada. Luego, a pesar de que estaba sentado, adoptó la posición de firmes y se enteró de que estaba hablando con un tal comandante Ledebur.
El pobre capitán se sonrojó.
—¡Soy de su misma opinión, mi comandante! -gritó al auricular-. Permítame que le ponga con el coronel Werthe.
Pasó la comunicación al coronel. A diferencia de su capitán, el coronel palideció cuando escuchó lo que tenía que decirle el comandante. Finalmente, hizo un esfuerzo por decir:
—Gracias por la comunicación, comandante. De verdad, muy atento de su parte. Pero, puedo tranquilizarle a usted: el sonderführer Lieven no está loco. Yo personalmente pasaré a recogerle.
Colgó el auricular. El capitán Brunner estaba a su lado.
—Permítame que le diga que yo siempre le he prevenido contra ese hombre. ¡De verdad que no es normal!
—¡Ese hombre es tan normal como usted y yo! Y Canaris está loco por él. Y, seamos sinceros: ¿acaso sus métodos de combatir a los partisanos no se han revelado como los mejores? Vamos, Brenner, despierte. En Francia los maquis han cometido en el último mes solamente doscientos cuarenta y tres asesinatos, trescientas noventa y una acciones contra los ferrocarriles y ochocientos veinticinco actos de sabotaje industriales. Y sólo hay una región en donde reina una paz idílica: en Gargilesse. La región que él tiene bajo su mando.
El capitán Brenner se mordió los labios y se encogió de hombros. El coronel Werthe partió en su coche y liberó a Thomas Lieven que se había divertido lo indecible porque el comandante Ledebur había dudado de su uso de razón.
—Lo que necesito ahora es un buen coñac -dijo el coronel Werthe.
Y mientras tomaban unas copas, preguntó el coronel Werthe:
—¿Por qué está usted tan obsesionado con su puente, Lieven?
Y en voz baja respondió Thomas:
—Porque estoy convencido de que muchas personas que de otro modo morirán, serán salvadas si doy con este puente. Alemanes y franceses, mi coronel. Por eso, éste es el motivo.
El coronel Werthe apartó la mirada a un lado:
—Es usted un buen muchacho, Lieven.
Miró hacia el bulevar con sus flores, sus árboles y sus jóvenes mujeres.
De pronto pegó con el puño sobre la mesa y exclamó:
—¡Esta maldita guerra!