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Tres días más tarde, Thomas Lieven ha llevado a presencia del provost marshal de Munich, un inteligente coronel, ya de cierta edad. En el despacho (demasiado caliente) del coronel volvió Thomas a ver a sus dos amigos: el antiguo miembros de los bajos fondos de Marsella, Bastián Fabre, y a Christine Troll, la mujer de cabello negro y ojos oscuros.
El coronel dijo:
—Míster Lieven, un examen químico de diversos frascos de su Beauty Milk, producidos en la fábrica Troll, ha demostrado la exactitud de su teoría. Por este motivo usted y Bastián Fabre serán puestos inmediatamente en libertad.
—Un momento -dijo Thomas, muy nervioso-, ¿y la señorita Troll?
El coronel dijo:
—Por sus huellas dactilares hemos descubierto que Christine Troll, con el nombre de Vera Frooss, fue durante un año miembro de la tristemente célebre banda del emperador en Nuremberg. Esos delincuentes juveniles robaban automóviles, atacaban a los soldados y robaban las residencias de los oficiales americanos. Los miembros femeninos de la banda seducían a los oficiales y éstos eran luego aturdidos con alcohol y somníferos y luego robados...
Thomas se quedó mirando incrédulo a Christine Troll, esta muchacha descendiente de una respetable familia de burgueses, su socia comercial a la que había respetado como dama y tratado siempre como joven inocente.
Christine Troll dio media vuelta. Su rostro pálido y de rasgos regulares estaba descompuesto. Su voz sonó alta y vulgar:
—¡No me mires con esos ojos, imbécil! ¿Por qué crees que me lié contigo?
—¿Liarse...? -repitió Thomas en voz muy baja, mientras se decía:
«¿Acaso me estoy volviendo viejo? ¿Acaso no sé hacer frente ya a esas jovencitas gamberras?»
—Sí, idiota, liado... Cuando descubrieron lo de Nuremberg no me quedó otro remedio que ocultarme aquí. ¡Volví a adoptar mi antiguo nombre y esperé que se presentara un loco como tú para que me diera el dinero para mi fábrica...!
—Christine -dijo Thomas-, ¿qué he hecho yo? ¿Por qué hablas de ese modo conmigo?
La joven muchacha daba la impresión de ser, de pronto, muy vieja, muy degenerada, muy cínica.
—¡Estoy harta de todos vosotros! ¡De todos los hombres! ¡Alemanes y americanos! Sois unos cerdos, unos cerdos miserables... todos vosotros...
—Shut up -atajó el coronel a la muchacha con cierta brusquedad.
Christine Troll se calló.
El coronel le dijo a Thomas:
—La fábrica, todos los ingresos y toda la producción han quedado confiscados.
—Oiga usted, la fábrica no solamente le pertenece a ella. Fue con mi dinero que pusimos de nuevo en marcha la fabricación...
—I am sorry, míster Lieven; en el registro comercial la fábrica está inscrita única y exclusivamente a nombre de Christine Troll. Temo que ha cometido usted un error.
«De nuevo te ha castigado el destino por haber querido proceder de un modo honrado y decente -se dijo Thomas Lieven-. Tu dinero se ha esfumado. Si hubieses cometido una estafa todo el mundo te alabaría, te recompensarían, pero no..., imbécil, has querido llevar una vida honrada y decente. Es terrible que no hayas aprendido nada de tu vida pasada.»
La noche de aquel día se sentaba Thomas en compañía de su amigo Bastián en el saloncito de su villa frente al fuego de la chimenea. Los dos bebían pastis..., la bebida con la que en Francia habían ganado aquel dinero que ahora se había esfumado en su mayor parte.
—Te previne -dijo Bastián-. Ahora estamos más o menos en la ruina. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Vender la casita?
—No digas tonterías -dijo Thomas-. Nos vamos a poner a la busca de uranio.
—¿Uranio?
—Sí, has oído muy bien, viejo. Los americanos me han encerrado en la celda con un hombre muy interesante. Se llama Walter Lippert. Y ése me ha contado una historia... una historia fantástica.