SIMPLEMENTE VIVIR
«Necesitamos vivir simplemente para que otros puedan simplemente vivir...». La frase de Gandhi, pronunciada en los albores de la sociedad de consumo, parece cada vez más irrebatible. Los recursos de la tierra son limitados, y cuanto más se dilapiden en los países ricos, mayor será la pobreza en las naciones más desfavorecidas.
Quienes merecemos el apelativo de «consumidores» somos apenas una quinta parte de la población mundial, y sin embargo nos repartimos el 64 % de la tarta. Una familia de clase media en Estados Unidos, Japón o Europa Occidental gana (y gasta) treinta y dos veces más que una familia africana o india. Más de mil millones de personas sobreviven con poco más de un dólar al día. Catorce millones de niños mueren todos los años de hambre.
Aunque el desarrollo industrial ha servido para que algunos países asiáticos y latinoamericanos asciendan oficialmente de categoría, lo cierto es que el abismo que separa a pobres y ricos se ensancha por días y las desigualdades son lacerantes.
La injusticia social se siente aun en los países más prósperos. En Estados Unidos, pese al «boom» financiero de mediados de los noventa, el número de personas bajo el umbral de la pobreza (veintidós millones) alcanzó el nivel más alto de las tres últimas décadas. En España, la bonanza económica apenas ha repercutido en nuestras endémicas colas del paro.
Los adalides de la sociedad de consumo, mientras, pretenden convencernos de que la única manera de paliar esta situación es gastando más y más. Si decidimos comprar menos, nos advierten, la producción caerá en picado y habrá más despidos, se cerrarán empresas, entraremos en crisis, etc., etc., etc.
En el fondo, sin embargo, algo nos dice que esta ecuación está hábilmente manipulada. Que tiene que haber otro modo de contribuir al enriquecimiento general que no sea única y exclusivamente con la especulación, la agresividad y el lucro personal. Que en aras del individualismo exacerbado estamos perdiendo el sentido de colectividad. Que no es justo que unos sigan teniendo tanto y otros tan poco...
«Un hombre es rico en proporción a las cosas de las que puede prescindir», decía Henry David Thoreau. Una sociedad es rica cuando, llegado a un cierto punto de afluencia, se puede permitir el lujo de renunciar a los excesos y ajustarse a sus necesidades reales.
Aplicando el mismo rasero a nuestros comportamientos individuales, simplificando voluntariamente nuestros hábitos, estamos de alguna manera apostando por un modelo distinto de sociedad. No se trata «simplemente» de adoptar una serie de decisiones vitales que nacen y mueren en nuestro entorno inmediato, sino de compartir esa nueva actitud con ese grupo creciente de ciudadanos que están deseando redescubrir valores como la cooperación, la solidaridad y los lazos comunitarios.
La vida sencilla no consiste en trabajar menos, renunciar a ciertas responsabilidades o eludir los compromisos con la sociedad, sino en reinvertir la riqueza personal y en buscar un sentido diferente de nuestra existencia, liberados de vanidades y ostentaciones.
Ahora que las clases medias en los países industrializados han alcanzado un nivel de vida más que aceptable, la bandera del estado de bienestar debería ondear de nuevo por pleno derecho. Quienes podemos vivir más simplemente deberíamos permitir que otros, simplemente, puedan vivir.