«LO QUE ME ECHEN»
Siete de cada diez televidentes confiesan sentarse regularmente a ver «lo que les echen». Se sumergen en el sofá con la ingenua pretensión de relajarse tras un día agotador. Acarician el mando a distancia como si fuera la lámpara mágica de Aladino. Y al cabo de media hora, tal vez más, pulsan el botón de off y proclaman indignados: «¡Qué vergüenza de programación!».
Así hasta el día siguiente, idéntica rutina. Parece que hubiera una misteriosa conexión entre el hecho de abrir la puerta y correr a ver qué ponen en la televisión.
Esa actitud mecánica es la que ayudan a combatir en los cursos de «alfabetización mediática», que en países como Canadá, Australia o Gran Bretaña se imparten desde hace más de una década en institutos y escuelas. Aprender a ver televisión desde niños es ya tan imprescindible como familiarizarse con los periódicos o navegar a conciencia por Internet.
Primera lección: cuanto más canales a nuestro alcance, más necesaria se hace la labor previa de selección. El záping, amén de una pérdida imperdonable de tiempo, contribuye a crear un efecto de saturación mental.
Hay que resistir la tentación de usar el mando incluso para huir de la publicidad. La única manera realmente efectiva de escapar al bombardeo propagandístico es reduciendo el tiempo que le dedicamos a la televisión (en 1997, las grandes cadenas tocaron techo en España: casi veinte minutos de anuncios y autopromoción por hora de emisión).
En lugar de encender indiscriminadamente la televisión, deberíamos fijarnos un horario y nunca superar la duración media de cualquier película: en torno a las dos horas. Sobre todo, conviene ser riguroso con el momento de echar el cierre y evitar que sea sistemáticamente la televisión quien nos dé las buenas noches.
Las últimas noticias del día no son precisamente lo más aconsejable para conciliar el sueño. Más bien todo lo contrario: pueden provocarnos una ansiedad y una tensión innecesarias. Pese a la creencia general de que no se ha inventado mejor somnífero que la televisión, está demostrado que nuestra mente no descansa viéndola.
Por esa razón, y por muchas otras, los profesores de alfabetización mediática desaconsejan la presencia de la pequeña pantalla en los dormitorios. A los niños los aísla del entorno familiar. Entre las parejas, se convierte fácilmente en un elemento de discordia nocturna. En uno y otro caso, la tele es más un «ladrón» que un guardián del sueño.
Los expertos sugieren un solo receptor por casa; de esa manera, la pequeña pantalla puede volver a ser el «brasero» que convoca a la familia, en vez de convertirse en el elemento disgregador por excelencia. Con la programación a la vista, la familia votaría democráticamente el show de la noche. Y en lugar de dejar la tele encendida hasta que alguien la apague, se podría orquestar una charla a continuación sobre lo visto u oído.
Otra de las razones por las que nos pasamos horas y horas delante de la televisión es por su constante disponibilidad. Si en vez de ser el elemento más grande y visible del mobiliario estuviera en una habitación aparte o camuflada discretamente en un armario, el tiempo que le dedicamos caería en picado. Para empezar, cenaríamos más tranquilos y recuperaríamos el placer de la conversación en torno a la mesa, sin la molesta voz en off haciéndonos un recuento pormenorizado de las últimas tragedias.
Antes de abonarnos a una televisión a la carta, convendría plantearse si no sería más conveniente y barato sacarle todo el partido al vídeo, no ya para grabar los programas favoritos sino para poder ver —sin los molestos cortes publicitarios— un par de buenas películas a la semana.
La alfabetización mediática, para niños o adultos, pasa también necesariamente por un cambio radical en nuestra actitud como espectadores. En las antípodas de «lo que me echen», se puede y se debe presionar para exigir un modelo de televisión que no sólo tenga en cuenta nuestra vertiente de insaciables consumidores.
La televisión pública y las autonómicas deberían dejar de hacer sombra a las privadas en la lucha del rating. Los canales locales y los alternativos están ya embarcados en esa misión. Su función, como en tantos otros países de nuestra órbita, tendría que ser la de estar al servicio del ciudadano, cubrir las lagunas educativas y apostar por la calidad. En suma, ayudarnos a hacer las paces con un medio cada vez más hostil y agresivo que ya sólo nos provoca dos cosas: resignación e indignación.