¿TELETRABAJO? SÍ, GRACIAS

Si algo tenemos que agradecerle a las nuevas tecnologías es el regalo, impagable, de poder trabajar desde casa. Lo afirmo con conocimiento de causa, después de cuatro años «teletrabajando» y de haber sopesado los inconvenientes y las ventajas de no tener que desplazarme a diario a una oficina.

Al principio se echa de menos la bocanada de aire fresco por las mañanas, el contacto con los compañeros y amigos, el café y la caña, el «gusanillo» del ambiente de trabajo, la reconfortante sensación de regresar a casa al final de la jornada. Te sientes incierto, confuso, secuestrado, comiendo más de la cuenta y moviéndote cada vez menos, odiando el ordenador y el teléfono y suspirando por un contacto real, desbordado por las tareas e incapaz de desconectar.

Hay un momento en que todo esto pesa más en la balanza y uno se plantea seriamente admitir el error y volver al vientre de la empresa-madre con la cabeza gacha.

Pero, a partir de cierto punto, las piezas que antes chirriaban comienzan a encajar. Se descubre una nueva dimensión del tiempo: todo es cuestión de saber organizarse y no dejarse llevar por la indolencia o la falta de motivación. Adiós al suplicio diario del coche, a las charlas insustanciales, a las comidas de trabajo y al qué dirán. Se firma la paz con la tecnología y se hace el propósito de no dejarse dominar por ella. Y todo lo que se ahorra, lo invierte uno en sus relaciones personales y en las aficiones que siempre quiso cultivar: puertas abiertas a un nuevo estilo de vida, sin las rigideces ni las tensiones que hemos convertido en el pan de nuestros días.

Además, dicen las encuestas, el trabajador a distancia se vuelve del 15% al 20% más productivo y está, por lo general, más satisfecho consigo mismo, más a tono con su familia y menos expuesto al estrés, la depresión y los infartos. Puede comer y cenar en casa todos los días. Tiene total libertad para vivir en el corazón de la ciudad o para emboscarse en el campo. Contribuye además a aliviar el problema de la contaminación y del tráfico.

Dicho lo cual, conviene precisar que el «boom» del teletrabajo se ha hinchado excesivamente en los medios de información. En Estados Unidos, avanzadilla mundial, los teletrabajadores apenas superan el 6 % de la población activa y crecen a un ritmo muy inferior al previsto hace una década. Europa acaricia el sueño de diez millones de trabajadores a distancia para el año 2000, aunque las proyecciones más realistas hablan de dos o tres millones. España anda a la zaga: a finales de 1997, rondábamos los doscientos mil.

La utopía futurista de todos trabajando desde casa está comenzando a desvanecerse, entre otras cosas porque la mayor parte de los empleos del sector servicios requiere todavía el contacto directo con el cliente. A las empresas les está costando cambiar de mentalidad: no consideran ni práctico ni económico eso de tener a los empleados a sus anchas y a distancia (temen un descenso de la productividad, una pérdida del concepto de equipo y un envilecimiento del ambiente laboral).

El común de los trabajadores, por lo demás, no acaba de ver las ventajas de pasarse el día en zapatillas y pijama, encerrados entre las cuatro paredes de su casa y debatiéndose entre el llanto del niño y el reclamo a tres voces del teléfono, del fax y del correo electrónico. A muchos les asusta de antemano el reto de torear simultáneamente los problemas del trabajo y de la familia; otros temen perder el empleo o bajar enteros en la escala de promoción. Los hay que se ahogarían sin los chismes de la oficina.

En Estados Unidos empieza a haber ya un pelotón de «arrepentidos» del teletrabajo; gente como Catherine Rossbach, que estuvo un año teleempleada para una editorial desde su apartamento en Rye, Nueva York, y al cabo de un año terminó volviendo a la oficina: «Muchos días me daban las cinco de la tarde y aún no me había duchado. El trabajo se solía prolongar siempre mucho más de lo debido, y las interferencias eran continuas: que si las faenas domésticas, que si las llamadas particulares, que si las visitas a la cocina. Pero lo peor de todo era la falta de contacto social: todos los días estaba deseando que llegara el hombre de Federal Express para ver a alguien de carne y hueso».

Un caso bien distinto es el del madrileño Eduardo Escalante, publicista, que paga unas facturas «kilométricas» todos los meses (dos líneas de teléfono, fax, móvil, Internet) pero que no volvería a pisar una oficina «así me maten»: «Yo me impongo mi horario, no tengo que rendir cuentas a todas horas y, si se me cruzan los cables, me regalo una tarde libre. Me ha llevado tiempo acostumbrarme: lo más difícil es encontrar el equilibrio entre la flexibilidad y la autodisciplina. Pero al final compensa; puedes pasarte todo el día en vaqueros y no tienes por qué estar corriendo de un lado para otro».

Publicistas, escritores, periodistas, programadores, consultores... Los profesionales autónomos son quienes más a mano tienen la posibilidad del teletrabajo. También los empleados de bancos, agencias de seguros y grandes multinacionales como Rank-Xerox, British Telecom, American Express, ATT, Merrill Lynch o IBM.

Para ponérselo más fácil a sus empleados, la compañía norteamericana Merrill Lynch ha creado el Laboratorio de Simulación del Teletrabajo. Durante un período de transición de dos a cuatro semanas, los trabajadores acuden a diario al «laboratorio», donde se les enseña a capear las distracciones habituales en una casa (la cocina, los niños, las llamadas personales, las visitas inesperadas) y a ser por lo menos igual de productivos que en la oficina. Diversos especialistas instruyen a los aspirantes a teletrabajadores en «asignaturas» tales como el síndrome del aislamiento, el mobiliario «ergonómicamente correcto» o las nuevas posibilidades de Internet.

En nuestro país, IBM ha sido tal vez la empresa que más fuerte ha apostado por el trabajo a distancia: la mitad de sus mil cuatrocientos empleados en 1997 no acudían regularmente a la oficina, de modo que pudo ahorrarse los gastos de alquiler de dos edificios enteros (y ver aumentada su productividad en un 17%). Otras grandes compañías están siguiendo su ejemplo, pero la mayoría de las pequeñas y medianas empresas no se atreven de momento a conceder ese privilegio.

Las oficinas de trabajo temporal, sin embargo, ofrecen ya bolsas de empleo para «personal a distancia». En Madrid tiene su sede la Asociación Española de Teletrabajo, dispuesta a asesorar a quien pretenda probar fortuna.

¿Trabajar desde casa? La oferta es tan seductora como desafiante. En cualquier caso, exige un cambio radical de mentalidad y un severo ajuste de prioridades. Tan difícil es dar el paso adelante como fácil la marcha atrás...

«Estamos ante la última encarnación de ese largo deseo reprimido, el más reciente intento de hacer el trabajo más humano, desligado de algunos de los condicionamientos que lo hacían difícil y, a veces, penoso», dice Antonio Sáenz de Miera en el prólogo del libro El teletrabajo.

Pero, como todos los que hemos probado las mieles del empleo a distancia, Sáenz de Miera se deja embargar por un sentimiento ambivalente: el teletrabajo puede ser un arma liberadora o también convertirse en una trampa, «una amenaza para la felicidad prometida, en los problemas del aislamiento, de la falta de interacción social y en el potencial decaimiento de la solidaridad».

La vida simple
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