CORTAR POR LO SANO

Hay ocasiones en que el trabajo no deja escapatoria. El estrés, la rutina, el desgaste personal, la ausencia de recompensas, todo eso se va cociendo durante años en una olla a presión hasta que un buen día explota.

Algo así fue lo que le pasó a Alfonso Anabitarte, que con treinta años recién cumplidos se enfrentó a la más dura decisión de su vida: le ofrecieron ser interventor de una financiera del entonces Banco Hispanoamericano. El ascenso era tentador, pero ante la perspectiva de más trabajo, más preocupaciones y menos tiempo para sí mismo, dijo sencillamente que no.

«Estaba harto del papeleo, de las reuniones, de tener que estar siempre a disposición de la empresa. Me di cuenta de que mi empleo me imponía un estilo de vida y una forma de ver las cosas que me hacían entrar en una contradicción cotidiana».

Alfonso decidió cortar por lo sano. Se despidió un buen día, se apuntó al paro y se inscribió en un curso de formación profesional. Le apetecía trabajar con las manos, así que cambió los números por la madera: de jefe de administración a ebanista.

Madrid se le quedaba demasiado ancho para sus nuevas y modestas pretensiones. El siguiente paso fue dar el salto a la sierra. En Alpedrete, con un coche de segunda mano y un radiocasette de tres mil pesetas, se propuso «trabajar las horas justas que te permitan ganar lo que necesitas para vivir». El cambio le sirvió además para retomar el contacto con su padre («jamás me llevé mejor con él») y para embarcarse en su propia familia: una hija...

«Mi mujer, María José, trabaja en un clínica veterinaria en el pueblo. Ahora, con la niña, podemos pasar apuros económicos, pero jamás me he arrepentido de dejar el banco. Al menos vivo conforme a mis valores y soy yo mismo el dueño de mi trabajo».

Josu Igartua tardó algo más en decidirse. Con cuarenta y dos años, consiguió vencer las resistencias de su esposa y sus dos hijos para dejar primero el piso de Bilbao, después el chalé en Vitoria y recalar definitivamente en Ondarribia, su pueblo predilecto.

Atrás quedó su pasado gris como funcionario del Gobierno vasco; lo que a Josu siempre le gustó fue el diseño gráfico: «Antes era más difícil, pero hoy en día puedo trabajar perfectamente desde casa: con el ordenador, se acabaron las distancias. Recibo encargos de Bilbao, de Valencia, de Biarritz, y no tengo por qué moverme. Estoy en un lugar perfecto: al borde del mar, a un paso del Pirineo, al lado de la frontera. Es lo que siempre quise, ¿para qué más?».

Su mujer, Adriana, profesora de enseñanza media, sale adelante dando clases particulares. A ella le ha costado más acostumbrarse, y algunos fines de semana coge a los niños y se marcha a Bilbao a ver a sus padres. Josu les acompaña a veces, muy a su pesar: «A mí me tienen que llevar atado».

«Para aislamiento, el de la ciudad: te puedes pasar años viviendo en un piso y no conoces ni al vecino»... Otro que optó por marcharse al campo: Vicente Solana, técnico de programación de ordenadores (llegó a trabajar para la NASA) reconvertido en agricultor al borde de los cincuenta años. Su metamorfosis llegó por la vía ecológica y le costó un divorcio. Ahora vive con su segunda mujer, Amelia, y el hijo de ambos, Christian, en un poblachón de quinientos habitantes: Valdeabero.

«A lo largo del año pasan por aquí hasta mil caras nuevas: unos para comprar nuestros productos, otros para recibir cursos de construcción rural, otros para saborear los platos que cocina Amelia. No estamos ni aislados ni solos. Además, yo tengo que ir frecuentemente a Madrid con la furgoneta por motivos de trabajo».

Cuarenta y cinco kilómetros, todo un mundo, separan la vida anterior de Vicente («no muy distinta de la de cualquier profesional de clase media») de su actual ocupación de «hombre para todo». Él mismo se construyó la casa y él mismo se deja todos los días la piel en la tierra...

«Me encantaría tener tiempo para sentarme a ver de cuando en cuando la televisión o para meterme en Internet; lo que pasa es que el día no da más de sí. La vida que llevamos es más sencilla, pero exige todas nuestras energías: trabajamos de sol a sol, entre unas cosas y otras. Aun así, yo no cambio mi situación por la de antes. Lo único que lamento es que no se viniera más gente con nosotros. Habíamos pensado hacer una comunidad ecológica siguiendo los principios de la Fundación Findhorn, en Escocia, aunque ya sabes lo que pasa: muchos te dicen que están hartos de la vida que llevan, pero luego les cuesta dar el paso adelante».

La vida simple
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